Del buen uso de la compasión

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Jacques Ricot

Del buen uso de la compasión La compasión es esa conmovedora sensibilidad ante la irrupción en mí del dolor de otro. Este dolor es un sentimiento de tristeza por el cual reconozco mi propia vulnerabilidad en la vulnerabilidad de otro a través de su sufrimiento. La compasión es aquello sin lo cual toda vida moral resultaría imposible. Sin embargo, solo si la iluminamos desde una perspectiva fundamentada y universal, la compasión podrá proporcionarnos una base para las decisiones siempre singulares con las que nos confronta la vida.

COLECCIÓN HORIZONTES DEL CUIDADO


Ricot, Jacques Del buen uso de la compasión / Jacques Ricot. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fundación Medifé Edita, 2020. 52 p. ; 16 x 11 cm. - (Horizontes del cuidado / 6) Traducción de: Agustina Blanco. ISBN 978-987-8437-01-9 1. Filosofía. 2. Bioética. 3. Salud. I. Blanco, Agustina, trad. II. Título. CDD 174.2

Título del original Du bon usage de la compassion Traducción de Agustina Blanco ©2020, Fundación Medifé Edita ©2020, de la traducción Agustina Blanco Fundación Medifé Edita Dirección editorial: Fundación Medifé Editora Daniela Gutierrez Directora de colección Horizontes del cuidado: Natacha Borgeaud-Garciandía Consejo académico: Irma Arriagada Karina Batthyány Nadya Araujo Guimarães Helena Hirata Laura Pautassi Javier Armando Pineda Duque Angelo Soares Diseño colección: Estudio ZkySky Diseño interior y diagramación: Silvina Simondet www.fundacionmedife.com.ar info@fundacionmedife.com.ar Impreso en Argentina. Hecho el depósito que establece la ley 11.723. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo del editor. Esta tirada de 200 ejemplares se terminó de imprimir en el mes de diciembre de 2020 en Latingráfica, Rocamora 4161, CABA.


Índice

Introducción___________________________________11 La emoción que sentimos ante la miseria del otro__________________________13 Compadecer es padecer__________________________19 La compasión, un sentimiento moral y racional________________________________33 Conclusión___________________________________43 Bibliografía____________________________________49



Una niñita de dos años que deambulaba por una calle de la ciudad china de Foshan fue atropellada por dos vehículos. Los conductores no frenaron y la abandonaron, dejándola moribunda. Un peatón pasó por allí la vio y continuó por el otro lado de la calle. Del mismo modo, otro peatón que llegaba al lugar observó a la niña y siguió su camino. Un tercero, un cuarto, un quinto no se dignaron a detenerse. Y otros diez transeúntes, igualmente, se apresuraron por alejarse del lugar. Hasta que una mendiga pasó alado de la niñita, la vio, se emocionó hasta las lágrimas y sintió compasión. La alzó y la llevó hasta el borde de la calzada, pidió auxilio a los vecinos y alertó a su madre.

Esto aconteció el 13 de octubre de 2011 y quedó grabado por las cámaras de vigilancia.



Introducción

Uno de los méritos de las éticas del cuidado es haber vuelto a poner en primer plano la cuestión de la articulación entre lo sensible y lo racional, en respuesta a morales peligrosamente rígidas. Conocemos su génesis a partir de la voz diferente de mujeres, que rehabilitan una entrada en la vida moral por la práctica en lugar de los grandes principios. El presente trabajo quisiera inscribirse en la cercanía de esos estudios, que poseen la virtud de recentrar la reflexión ética en la satisfacción de las necesidades de las personas frágiles y la consideración de la dependencia, y por ende no reducen la moral al gélido rostro de sus leyes que, de impersonales, han olvidado su arraigo en la vulnerabilidad humana. De tanto separar la conquista de la autodeterminación de la apreciación de la vulnerabilidad, llegamos a veces a denigrar la asistencia, sobrecargada con el sello de la infamia del paternalismo o del maternalismo, y nos olvidamos que el auténtico cuidado del otro es el que busca restituirle lo que llamamos sus capacidades, es decir, el despliegue máximo de sus potencialidades en sus circunstancias específicas. Aquí


nos limitaremos al campo de la compasión y su estatuto moral –pero sin desconocer su estatuto político, el de la “democracia de lo sensible”–, que requiere un trabajo social que desarrolle las aptitudes de autonomía de las vidas precarias. Lejos de las reacciones compasivas que encierran esas existencias con una asistencia condescendiente, una política realmente atenta a la compasión es aquella que describe la política del cuidado, que implica “el derecho a recibir cuidados y ser genuinamente reconocido en una relación dedicada a los demás para el buen funcionamiento de la sociedad”.1

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F. Brugère (2011), p. 122.

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La emoción que sentimos ante la miseria del otro

La competencia lexical es álgida a la hora de expresar el sentimiento que se experimenta ante la desgracia ajena. Entran en la contienda: compasión, simpatía, asistencia, piedad, caridad, conmiseración, altruismo, humanidad, filantropía y también, recién llegado al idioma globalizado, el concepto de cuidado. Como si tal multiplicación terminológica fuera indicio de una búsqueda desesperada, gracias a una palabra por fin apropiada, de una idea adecuada que es difícil de precisar por los escollos con que nos topamos en torno a la propia noción y a su papel en la vida moral. Aquí elegiremos acceder por la vía de la compasión, mas sin conceder a ese vocablo un privilegio exclusivo que elimine a sus rivales semánticos que, por otra parte, se comportan como pares. Porque si cada uno de los términos que acabamos de enumerar tiene una historia singular y un significado propio, poseen también rasgos compartidos, un aire de familia y, a menudo, una ambivalencia que los acerca más de lo que los separa, pues es cierto que existe una buena y una mala compasión, una buena y una mala piedad, una


buena y una mala caridad. Hasta Nietzsche, el más virulento vilipendiador del sentimiento de piedad, no negó que pudiera existir una piedad de los fuertes al lado de la piedad de los débiles. Pero el “buen” uso de la compasión no ha de entenderse con el único sentido de una evaluación moral de ese sentimiento, ya que es preciso examinar lo que revela la experiencia desnuda del padecer propio de la compasión. Y solo conseguiremos aclarar la noción de compasión si utilizamos los efectos de sinonimia del lenguaje ligados a la constelación conceptual en la cual esta se mueve y, sobre todo, si asumimos sus incertidumbres. Pese a ello, aun es posible justificar la elección de este término para expresar la noción de compartir el sufrimiento ajeno. Como debemos partir de una definición, optaremos por aquella propuesta con sobriedad en el siglo xviii por Adam Smith en la segunda frase de Teoría de los sentimientos morales: “la piedad o la compasión, es decir, la emoción que sentimos por la miseria de los demás”.2 1. Utilizaremos entonces “piedad” y “compasión” como sinónimos. Es cierto que hoy la lengua duda en emplear la palabra “piedad” porque, en el uso, el término ha cobrado con frecuencia un significado de condescendencia, cuando no de desprecio y desdén, que parece no haber contagiado tanto a la palabra “compasión”. Pero si decidiéramos desacreditar unilateralmente la piedad en beneficio de la compasión (o de cualquiera de sus vocablos emparentados, como la asistencia), nos privaríamos, por ejemplo, de las valiosas observaciones de Jean-Jacques Rousseau, quien en 2

A. Smith (1999), p. 23.

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el siglo xviii llama “piedad” a lo que nosotros nombramos “compasión”; es más, este último sinónimo no está del todo ausente de su vocabulario. La piedad, a comienzos de este siglo xxi, todavía designa legítimamente “esa comunicación de persona a persona que implica compartir el sufrimiento”, según la elección terminológica asumida en un precioso ensayo que lleva un atinado título, La inteligencia de la piedad, firmado por un fenomenólogo contemporáneo que, perfectamente consciente de la devaluación contemporánea de la palabra, prefirió analizar las condiciones de posibilidad de ese sentimiento sin soñar con una imposible ortodoxia lexical.3 Pensar de una forma filosófica no necesariamente consiste en inventar nuevos términos o emplear aquellos que están menos estropeados por el uso, sino en revitalizar palabras clásicas cuyas virtudes originales hemos olvidado. 2. La compasión es una “emoción”; por lo tanto, es motriz. Sin embargo, sabemos que también puede ser estéril, ya que existen formas de apiadarse del otro que nos mantienen a una prudente distancia del sufrimiento ajeno. El movimiento de la emoción podría también expresarse mediante un gesto de retirada. Pero el hecho principal es que “esa emoción que sentimos” es precisamente un sentimiento. Por consiguiente, percibimos que la compasión remite a un afecto que evidencia la sensibilidad de la persona y que no se trata de una deficiencia, como pudo creer toda una tradición platónica (a menudo infiel a Platón) que exaltaba únicamente el mundo de lo inteligible en detrimento del mundo de lo sensible. La rehabilitación de la sensibilidad 3

E. Housset (2003), p. 9. 15


contra una vertiente estrechamente racionalista también arrastra como resultado una reintegración del individuo al mundo de los seres vulnerables, lo cual no deja de tener consecuencias éticas en la relación con los seres más frágiles y hasta con los animales. 3. El ser humano sensible se compadece de la “miseria” porque la “pasión” de la compasión ha de entenderse, ante todo, como aquello que se soporta y, más precisamente, se sufre, según lo que resuena en la raíz latina del verbo “padecer”, patior, passus. Por lo tanto, es justamente la conciencia del sufrimiento del otro, su congoja, su indigencia, su desconsuelo, lo que afecta a quien no la sufre y desatan la piedad o la compasión. La sensibilidad parece entonces comportarse como un espejo donde viene a reflejarse ese sufrimiento. Es dable entender por qué, cuando trata el tema de la piedad, Jean-Jacques Rousseau también utiliza los términos “conmiseración” o “misericordia”. En efecto, ambas palabras poseen la ventaja de colocar el acento sobre la miseria en la que tomamos parte (conmiseración, cum-miseria) y para la cual tenemos corazón (misericordia, miseria-cor). 4. La miseria de los “otros” es lo que causa compasión, y esto confiere a este último vocablo una prerrogativa en relación con sus competidores semánticos, prerrogativa que comparte con la conmiseración y la simpatía, puesto que los prefijos cum y sym (con) remiten al vínculo con el otro. Conmoverse de compasión, compadecer, “simpatizar”, es “padecer con”, al igual que sentir conmiseración es experimentar una emoción ante la miseria ajena. Por ese rasgo, la compasión cuenta con una ventaja inscrita en la estructura de 16


su etimología latina, ya que indica explícitamente el co-sufrimiento: la relación con el otro, legible de manera muy directa en la propia palabra, permite interrogar acerca de la similitud del otro y los vínculos que tornan posible la vida moral. Le debemos a Auguste Comte la popularización del neologismo “altruismo” (de alter, “otro”) para expresar la disposición a salir de uno mismo e interesarse por los demás, sacrificarse por ellos; pero ese vocablo, en su amplia extensión, no habla del co-sufrimiento que expresa el sentimiento de compasión. El altruismo se opone simplemente al egoísmo, que tan solo busca el interés personal. sin embargo, eso no impide que la compasión pueda aspirar una forma de altruismo. 5. La descripción coherente de la compasión (o piedad) por parte del autor de Teoría de los sentimientos morales prepara la justificación de su elección del término griego “simpatía” para designar el compartir generalizado de las formas de pasión. Por más que tenga la misma etimología que el latín “compasión”, como hemos dicho, la simpatía (sum-pathein, “sentir”, “sufrir con”) será el término escogido por el filósofo escocés para organizar su reflexión moral: Piedad y compasión son palabras apropiadas para designar nuestra afinidad con el dolor ajeno. El término de simpatía, que acaso originalmente pudiera significar lo mismo, ahora puede ser empleado, y sin ninguna impropiedad de lenguaje, para indicar nuestra afinidad con toda pasión, cualquiera sea esta.4 4

A. Smith (1999), p. 27. 17


Si Adam Smith pudo considerar que, pese a la analogía etimológica de la compasión y la simpatía, el segundo término era de uso más vasto que el primero, es porque recordaba la difusión muy antigua dada a aquel vocablo por los estoicos, quienes llamaban “simpatía universal” a la conexión general entre los seres y las cosas en el interior del cosmos. Más adelante, cuando Bergson busca caracterizar la intuición, ese conocimiento que entra en contacto con el objeto (yo, el mundo e incluso Dios), precisamente recurrirá a esa misma palabra: “llamamos aquí intuición a la simpatía mediante la cual nos transportamos al interior de un objeto para coincidir con aquello que lo hace único y, por consiguiente, inexpresable.”5 Aunque acotemos la noción de simpatía a la mera afinidad con las pasiones humanas, como hace Smith, no la limitamos a la congoja ante la desgracia o la miseria ajenas. Así, la simpatía no solo expresa el compartir el sufrimiento ajeno, sino también la alegría, como vemos, por ejemplo, en Max Scheler.6 Y en su sentido moderno, la simpatía, que terminó definiendo el sentimiento de atracción y afinidad entre seres, apenas conserva un vínculo laxo con la compasión. Indudablemente, simpatía y compasión no tomaron el mismo camino en la historia lexical. En realidad, como los latinos importaron directamente de la lengua griega la sympathia, incluso en un sentido extensivo, el término de compassio quedó disponible en los albores del cristianismo para significar el hecho de verse afectado por el sufrimiento ajeno.

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H. Bergson (1960), p. 181. M. Scheler (2003), p. 27.

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Compadecer es padecer

Etimológicamente, la compasión mantiene cierta relación con esa forma de pasión que recibe el sentido del cristianismo, cuando da al sufrimiento y muerte de Cristo el nombre de Pasión. Esta deriva de la “pasibilidad” en acto de Cristo, en la medida en que Dios, en su Logos encarnado, sufrió según la carne. Desde los primeros siglos de la era cristiana hasta nuestros días, uno de los planteos de la polémica trinidad consistió en conjugar la impasibilidad de Dios con la pasibilidad de su Logos encarnado. Dios, como tal, no puede sufrir porque es “impasible”, pero es capaz de sentimiento y, en particular, puede ser calificado de “compasible” porque puede compadecer. La filosofía ha retomado el término “pasibilidad”, cuyo sentido aparece parcialmente inscripto en su antónimo, muy corriente más allá del idioma técnico de la disciplina, a saber, la impasibilidad, y que, al contrario de su uso estrictamente teológico, es la aptitud para no dejarse perturbar por ningún sentimiento, ninguna pasión. En la tradición clásica, la pasión, en un sentido muy amplio, se opone a la


acción y remite a la situación del alma cuando se ve estremecida por emociones que escapan al control de la razón –como en el estoicismo– o al control de la voluntad –como en el cartesianismo–. Ese significado perdura hoy cuando queremos describir la pérdida de todo dominio decimos que se actúa bajo el influjo de las pasiones, como en el caso del crimen llamado precisamente “pasional”. La pasibilidad a la que se refiere la filosofía, y en particular la fenomenología, quiere indicar una permeabilidad en los seres y las cosas anterior a toda reflexión, la disposición a verse afectado repentinamente y como por sorpresa. Henri Maldiney utilizó la palabra “pático” para nombrar esa sensibilidad no reflexiva, esa capacidad de sentir antes de “sentirse”, de verse afectado, expuesto al mundo y a los demás, incluso antes de poder decir “yo”. Esto lo llevó a inventar un neologismo, la “transpasibilidad”, para significar que la capacidad de padecer, antes de ser una propiedad del sujeto, es la recepción de lo imprevisible, lo inimaginable, la sorpresa. Precisamente en ese pático se inscriben la “simpatía” en general y la del que compadece en particular. Esta observación permite identificar un primer “buen” uso de la compasión, no en el sentido moral, sino simplemente descriptivo, y más exactamente, fenomenológico: la compasión es una experiencia particular del padecer, la que nos depara el sufrimiento ajeno, y ese padecer, lejos de ser pura receptividad pasiva, es disponibilidad activa al mundo, al otro. En ese sentido, lo pático ya está siempre “con”, puesto que es apertura al otro que no es uno mismo, lo cual legitima el cum de compasión y el sym de simpatía, pues la pasión (en el sentido amplio del pático) es ante todo acoger, como hemos dicho. Lo pático expresa la imposibilidad 20


del solipsismo y, por más que la hermosa palabra “simpatía” haya conocido las extensiones ya señaladas, vemos cuán preciado resulta conservar su sentido original para decir, por medio de una útil redundancia, que lo pático siempre ya es “sim-pático”. El pático del que habla Maldiney expresa una sensibilidad no reflexiva, lo cual no significa que quede excluida la reflexión, de cuya necesidad –en particular en el campo de la moral– ya hablaremos. Rousseau, por su parte, cuando se cuestiona acerca de la piedad, ese sentimiento originario que no distingue de la compasión, insiste él también, aunque en un horizonte de pensamiento distinto, en su carácter no reflexivo, por lo menos en una de las aproximaciones que de ella propone en Discurso sobre el origen y los fundamentes de la desigualdad entre los hombres. La piedad es un sentimiento natural, es decir, está presente en ese estado de naturaleza que, tanto para Rousseau como para los teóricos del contractualismo, no es más que una ficción destinada a pensar por sustracción el estado civil, el único en el que vivimos; pero también sabemos en qué medida la obra del filósofo está habitada por la nostalgia de aquel “estado que no existe más, que acaso nunca existió, que probablemente jamás existirá”.7 Rousseau reitera a menudo el carácter emancipado de toda reflexión del sentimiento de piedad: precede en el hombre “al uso de toda reflexión”, es “puro movimiento de la naturaleza, anterior a toda reflexión”, “nos transporta sin reflexión al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir”.8 7 8

J. J. Rousseau (1987), p. 151. Ibid., p. 197-198. 21


En este estadio del análisis del filósofo ginebrino, lo pático de la piedad es entonces lo que nos pone en comunicación directa con el sufrimiento ajeno. Pura receptividad instintiva del sufrimiento, la piedad se define como “la repugnancia innata de ver sufrir al semejante”9 y se debe a que sufrimos al verlo sufrir. La conmiseración es “un sentimiento que nos pone en el lugar de aquel que sufre” porque su sufrimiento se nos comunica directamente. Y esa comunicación es incluso una comunión, puesto que es a través de un mecanismo de identificación (Rousseau emplea este término) que aquí estamos analizando la compasión. Padecer “con” el otro sería, pues, padecer “como” el otro. ¿Pero se trata de una identificación de algún modo simbiótica? Tal forma de identificación tal vez exista en situaciones extraordinarias, cuando sentimos un dolor vivido por otro, como en el caso de los estigmas que habrían recibido Francisco de Asís y demás personajes místicos por haber compartido con intensidad los sufrimientos de Cristo, o también más prosaicamente, en situaciones histéricas, como podemos observar en las clínicas psiquiátricas, pero esa concepción de la compasión confusional no confirma la experiencia común: el sufrimiento ajeno no es mío. Puedo estar afectado por ese sufrimiento pero no es mi sufrimiento, no siento inmediata y directamente lo que el otro siente: el que compadece puede “compartir” ese sufrimiento, no tomando “parte” de él como si se tratara de disminuir su intensidad ni sustrayendo una porción, sino siendo capaz de representarlo por medio de la imaginación, y de hecho con eso concuerda Rousseau. 9

Ibid., p. 196.

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La paradoja de la compasión es que se trata de una identificación con el sufrimiento del otro muy particular. Identificación no inmediata sino mediata: exige una “mediación” que tenga en cuenta la irreductible alteridad de aquel que sin embargo es mi semejante. Schopenhauer explica que la compasión (Mitleid), que es “primero participación en el sufrimiento del otro, con independencia de toda consideración meditada”, supone una identificación. En el mismo fragmento, aclara: “pero como no podría deslizarme en la piel del otro, solo puedo identificarme con él a través de la mediación del conocimiento que de él tengo, es decir, a través de la mediación de la representación que de él me hago en la cabeza”. A quienes sostienen que es ilusorio sentir los dolores del otro “en nuestra persona” por medio de la imaginación, Schopenhauer responde de manera vehemente: No es en absoluto así; somos, por el contrario, claramente conscientes en cada instante de que es él quien sufre y no nosotros: y es directamente en su persona que sentimos el sufrimiento, con tristeza. Sufrimos con él, ergo dentro de él: sentimos su dolor como suyo, y no nos imaginamos en ningún caso que sea nuestro.10 Pese a (o quizás a causa de) la insistencia tipográfica de ciertas palabras, el aprieto del filósofo es manifiesto, pero es porque se esfuerza legítimamente por conservar la tensión inherente a la compasión: el dolor ajeno me llega, pero mi dolor no es su dolor. Conviene, pues, describir el justo medio donde se ubica la compasión, rechazando sus dos 10

A. Schopenhauer (2009), p. 337, 341. 23


falsificaciones simétricas. Por un lado, el sufrimiento del otro no podría invadirme a punto tal de ahogar mi sensibilidad en la suya y así absorber mi propia ipseidad, pero por otro lado, ese sufrimiento no podría ser intelectualizado a punto tal de que me dejara insensible y me quitara toda tristeza, como observa atinadamente Schopenhauer. Podemos registrar entonces un nuevo resultado, todavía parcial aunque indudable: la compasión es esa conmovedora sensibilidad frente a la irrupción en mí del dolor ajeno, no porque ese dolor sea experimentado como tal en una imposible coincidencia, sino porque lo que irrumpe es el sentimiento de una tristeza causada por el sufrimiento ajeno. Cabe precisar un poco más cómo el sufrimiento de ese otro diferente de uno mismo puede relacionarse con uno mismo. Jean-Jacques Rousseau puede guiarnos con una proposición a primera vista desconcertante: es por amor de sí que el hombre compasivo puede transportarse dentro del otro con tanta facilidad. Por lo tanto, en el otro que sufre uno estaría prestando atención e interés a sí mismo. Rousseau lo afirma en una nota del Emilio: Mas cuando la fuerza de un alma expansiva me identifica con mi semejante y me siento, por así decirlo, en él, no quiero que él sufra para no sufrir yo; me intereso por él por amor a mí, y la razón del precepto está en la propia naturaleza que me inspira el deseo de mi bienestar en todo lugar donde me sienta existir.11

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J. J. Rousseau (1964), p. 279.

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Se presenta entonces una dificultad: si el amor de sí se antepone a la actitud compasiva, ¿acaso eso no significa que la compasión no es otra cosa que un egoísmo disfrazado? El amor de sí se identifica rápidamente con el egoísmo, y Rousseau no es el único que rechaza talasimilación. Ya Aristóteles había intentado arrebatarle a la philautia (literalmente, “la amistad por uno mismo”, “el amor de sí”) su sentido popular despreciativo para otorgarle una dimensión positiva. La philautia es negativa, explicaba el Estagirita, cuando traduce la actitud de quienes reivindican una parte excesiva de honores, riquezas o placeres, cuando se centra exclusivamente en los apetitos sensuales y la parte irracional del alma, pero es digna de aprobación si amamos en nosotros mismos lo mejor que tenemos: Aristóteles llama a esto intelecto. La parte racional del alma prevalece entonces sobre la parte pasional. Pero no es esa la solución que elige Rousseau para rehabilitar una forma de amor de sí que concedería, como Aristóteles, demasiado a la razón. Su posición se emparenta más con la máxima judía y cristiana “ama a tu prójimo como a ti mismo”, que indica que conviene amar al prójimo “como si” a través del otro uno se amara a sí mismo. Según Rousseau, en el estado de naturaleza, al lado de la piedad, existe otro principio también anterior a la razón, el amor de sí, que no es otra cosa que la inquietud por la autoconservación, una forma de perseverancia en el ser que podríamos acercar a la oikeiosis de los antiguos, esa apropiación innata del ser,12 e incluso al conatus de Spinoza, aunque carezca del elemento dinámico de progreso presente en este último. El amor de sí, sentimiento anterior a 12

P. Audi (2011), p. 54-62. 25


la razón y a la moral, se opone radicalmente al amor propio. Este no es más que un sentimiento “relativo, ficticio y surgido en la sociedad, que lleva a cada individuo a hacer más caso a sí que a cualquier otro”.13 Por lo tanto, el amor de sí, según Rousseau, no puede de ningún modo ser confundido con el egoísmo del amor propio. El sufrimiento y la tristeza que en mí provocan el sufrimiento y la tristeza ajenos buscan reabsorberse, pues me son insoportables, y mi propio bienestar se ve afectado. Todavía no es cuestión de moral, sino de una experiencia cruda enseñada por una naturaleza que no conoce las derivas del amor propio. Sobreviene entonces un descubrimiento decisivo. Compartir el sufrimiento del otro, esa capacidad para transportarme en él, esa compasión por un ser que no pertenece al círculo de mis allegados, al que ni siquiera conozco, que me turba en mi amor de mí, recibe una explicación: lo que me llega en aquel que sufre es precisamente que padezco su vulnerabilidad. Solo puedo unirme a su vulnerabilidad porque reconozco mi propia vulnerabilidad en la suya.14 Es lícito preguntarse si no podría ocurrir alguna otra forma de reacción, no menos espontánea, frente al sufrimiento ajeno. Ya que la compasión, sentimiento natural, puede ser aniquilada por el vicio de la comparación con el otro: “lo que hace que un muchacho se endurezca y se complazca en ver atormentar a un ser sensible es que, por vanidad, se mira como exento de las mismas penas, por su sabiduría o por su superioridad”.15 En el estado de naturaleza, el hombre no puede conocer el amor propio que “halla 13 14 15

J. J. Rousseau (1987), p. 196. G. Le Blanc (2011). J. J. Rousseau (1964) p. 301.

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su fuente en las comparaciones”, y por lo tanto no conoce ni la vanidad ni la superioridad. Si no quiero que el otro sufra para no sufrir yo, bastaría con no dejarme afectar por el otro que sufre. Eso supondría tomar distancia de mí mismo, lo cual no sería otra cosa que mutilar mi sensibilidad, una negativa a asumir la común humanidad que manifiesta precisamente ese pático originario, del cual solo puedo sustraerme mediante un enceguecimiento que me impida ver en “el otro yo” a “un otro que no soy yo”. Su alteridad velaría su similitud: no perteneceríamos a la misma humanidad, y por tal razón es que el hombre puede ser, literalmente, inhumano. La noción de humanidad recibe su unidad a partir de su triple significado. La humanidad es ante todo el género humano, esa participación en una “especie” que congrega a los seres humanos por su diferencia con las demás especies animales, e incluso con los dioses; luego, es el conjunto de características antropológicas mediante las cuales se describe aquello que hace que un humano sea un humano; finalmente, es el nombre que se le ha dado a un sentimiento, aledaño de la compasión.16 Este último sentido solo es posible a condición de suponer los dos primeros. Pero recíprocamente, a ojos de Rousseau, podemos pensar la pertenencia al mundo de los semejantes, al mundo de los humanos, porque la naturaleza ha inscrito en el corazón del hombre esa aptitud para la humanidad, para la compasión. En este punto de la reflexión, podemos emitir una nueva proposición: la compasión puede decirse mediante la palabra humanidad porque es el signo irrecusable de la similitud 16

J. Ricot (1997, 2004). 27


humana por la cual se constituye la humanidad, en el doble sentido del género humano unificado y de lo que caracteriza al ser del humano. Restringiendo la humanidad (en el sentido de compasión) a las fronteras del género humano (¿y cómo proceder de otro modo sin hacer trampa con el sentido de las palabras?), hallamos una nueva paradoja: si lo que congrega a los humanos es el hecho de experimentar su propia vulnerabilidad a través de la vulnerabilidad de los demás, y de manera recíproca, ¿es solo en tanto humanos que esa situación es experimentada, o bien debemos admitir que lo sea más generalmente, en tanto seres vivientes dotados de sensibilidad? Para decirlo sin rodeos, ¿los animales están incluidos en el padecer de la compasión? Y de ser así, ¿hemos de revisar radicalmente nuestra manera de pensar el estatuto del animal y, por consiguiente, el del hombre? La pregunta no se le escapó a Rousseau: Si estoy obligado a no hacer ningún daño a mi semejante, lo es menos porque este es un ser razonable que porque es un ser sensible; cualidad que, al ser común a la bestia y al hombre, debe por lo menos dar a una el derecho a no ser maltratada inútilmente por el otro.17 Por lo tanto, el propio animal es objeto de piedad por ser un ser sensible. Rousseau da un paso más y considera que el animal es capaz de piedad, ya que esa virtud es “tan natural que las mismas bestias a veces dan signos sensibles de ella”.18 17 18

J. J. Rousseau (1997), p. 153. Idem.

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En rigor, esto significa que el animal tiene derecho a no ser maltratado inútilmente, tiene derecho a nuestra compasión, es decir a nuestra “humanidad”, a condición de darle a esta última palabra no el sentido de una pertenencia al género humano (sentido que estaríamos extendiendo de modo indebido), sino aquel de una repugnancia a verlo sufrir. Rousseau no llegará a desdibujar la frontera entre el hombre y el animal, pero sorteará la definición clásica según la cual el hombre es un animal dotado de razón: por una parte, la facultad que lo distingue de la bestia es la libertad, lo cual signará su entrada en el campo de la ética (en él, “la voluntad habla cuando la naturaleza calla”); por otra parte, la “perfectibilidad”, concepto que inventa el filósofo de Ginebra, es consecuencia de su libertad, ya que el hombre, como individuo y como especie, es capaz de un perfeccionamiento indefinido, mientras que la bestia permanece definitivamente apresada en un estado estacionario. Sin embargo, el evitar la definición tradicional tendrá una consecuencia: al desplazar el acento de la facultad racional a la animalidad del hombre en tanto ser animado, y por lo tanto sensible, Rousseau abrió la vía a una modificación de la distinción entre el hombre y el animal, con la ventaja de tomar mejor en cuenta el estatuto de este último como ser sufriente, pero con el riesgo de borrar la excepción humana, la cual podría disolverse en un nuevo animismo que sacralice y uniformice todo lo viviente.19 Testigo y actor de esa deriva, Jeremy Bentham inscribe la defensa de los “derechos” del animal en la misma línea que la defensa de los esclavos, bajo pretexto de que a los 19

P. Valadier (2011), p. 112-116. 29


seres sufrientes se les deben tales derechos: dado que los animales y los humanos comparten la misma capacidad de sufrir, estos últimos serán dignos de compasión y entonces elevados a un rango que no les otorgarían sus tradicionales atributos de sociabilidad o racionalidad; puesto que un caballo o un perro que han alcanzado el estado adulto son más sociables y más razonables que un recién nacido, este no será considerado un ser menos digno de compasión y por lo tanto de respeto, en virtud de su igual sensibilidad al sufrimiento. Pero esta línea de defensa del humano vulnerable, en este caso el recién nacido, sigue siendo sumamente frágil, pues una vez difuminados los rasgos distintivos de la excepcionalidad humana, comenzando por el de ser no representable, no definible, se abre la compuerta y se llegará a negar el estatuto de persona a un humano gravemente discapacitado o comatoso, mientras que nos veremos tentados de atribuírselo a un animal evolucionado, como en el caso del filósofo utilitarista Peter Singer.20 Pero tales reservas no deben volver a conducirnos a un mero antropocentrismo caricaturesco que ve al hombre sobrepasar los límites que el relato bíblico del Génesis le asigna al encomendarle el usufructo de la Creación, opuesto a una desmesurada omnipotencia sobre los animales y la naturaleza, dominación tiránica combatida con tanto ahínco por Francisco de Asís, por ejemplo, quien devuelve a la naturaleza (y dicho sea de paso no solo a los seres sensibles) a aquello que se encomienda a la guarda y el cuidado del hombre. El animal tiene derecho a nuestra protección, ya que nuestra crueldad hacia él es signo anunciador de nuestra 20

J. Ricot (2012), p. 35; J. Ricot, (2004), p. 27-59.

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crueldad generalizada: si se trató al humano como “ganado” es porque primero se consideró que el animal era un simple material disponible, como vemos a través de los vergonzosos procedimientos de la cría industrial. Para hablar como Kant, tenemos, pues, deberes indirectos para con los animales. Pero eso no es suficiente, ya que si bien no podemos pensar en los derechos del animal siguiendo el modelo de los derechos humanos, acaso sí sea factible conferirles un estatuto de “sujeto” no imputable.21 En efecto, los animales que sufren inútilmente, de cierta manera, nos acusan. La compasión que se ejerce respecto del ser humano como ser sensible se extiende, por ende, también a los animales vapuleados, pero con la estricta condición de no olvidar que solo el hombre es sujeto imputable. La compasión debida a los animales no es únicamente una cuestión de rechazo de la crueldad, es también una “justicia” que responde a ese lazo que no podemos deshacer entre ellos y nosotros.

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C. Pelluchon (2011), p. 212-221. 31



La compasión, un sentimiento moral y racional

Con esta última consideración se ha abordado una cuestión central para nuestra exposición, la del nexo entre compasión y responsabilidad moral. De manera más amplia, mientras que hasta aquí nos hemos esforzado en pensar la compasión de modo esencialmente descriptivo, cabe ahora interrogar su eventual relación con la moralidad. ¿La compasión es una disposición que abre la vía a una vida buena? ¿Es un instrumento pertinente para evaluar la conformidad entre nuestras acciones y nuestros deberes? La tradición filosófica está lejos de ser unánime a la hora de determinar el lugar de la compasión y, de modo más general, de los sentimientos en la vida moral. Entre el descrédito que la compasión sufre en las morales racionales y el crédito del que goza en las morales del sentimiento, parece muy delicado sugerir una aproximación que satisfaga las objeciones que cada una de estas corrientes le formula a la otra. Así y todo, resulta una labor necesaria si queremos hacer “buen uso” de la compasión.


Las teorías del sentimiento moral La filosofía escocesa del siglo xviii promovió la idea de que existía un “sentido moral”, análogo a los cinco sentidos de la percepción e independiente de la razón. Después de Hutcheson, Hume reconoció la naturalidad de ese sentido moral, pero limitado solo al círculo de los allegados, pues la “simpatía” es incapaz de extenderse al conjunto del género humano, y es por eso que la justicia debe suplirla a partir del momento en que abandonamos el terreno de los sentimientos morales. Con Adam Smith, la idea de una moral directamente fundada en el sentimiento no cumple del todo con sus promesas, a punto tal que llegó a decirse que Smith había terminado abandonando “una teoría pura de los sentimientos morales, considerándolos cada vez más como si estuvieran moderados por un principio de autocontrol proveniente, en parte, de la razón”. En efecto, la simpatía, alrededor de la cual se construye su dispositivo moral, es más un operador que un sentimiento, lo que permite dar cuenta de las modalidades de contagio de las pasiones de un individuo a otro. La cuestión es entonces saber cómo podemos sentir las emociones vividas por el otro. “La simpatía es más bien el resultado, según Smith, de una operación mental por la cual nos proyectamos en una situación análoga a la del otro e imaginamos lo que sentiríamos en esa situación”.22 Dicho en otros términos, no siento directamente lo que el otro siente, me lo “imagino” y así adopto una posición exterior, objetiva, distanciada, a la que Smith denomina “el espectador imparcial” y que en 22

J. Tronto (2009), p. 81.

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definitiva remite al uso de la razón, encargada de moderar las respuestas de la sola simpatía.23 ¿Hallaremos en Rousseau a un representante incuestionable de la moral del sentimiento? Eso podríamos pensar cuando elogia la piedad, medio más seguro que la razón para conducirse bien en la existencia: En una palabra, en ese sentimiento natural antes que en sutiles argumentos es que cabe buscar la causa de la repugnancia que todo hombre experimentaría al hacer mal, inclusive con independencia de las máximas de la educación. Por más que pueda pertenecer a Sócrates y a los espíritus de su temple adquirir la virtud por razón, hace tiempo que el género humano ya no sería si su conservación no hubiera dependido más que de los razonamientos de quienes lo componen.24 En realidad, la razón no está condenada de manera inapelable, simplemente es menos eficaz para la adquisición de las virtudes que el sentimiento natural de la piedad. Por lo mismo, cuando Emilio es educado en el buen uso de la piedad, se le recuerda que debe “conocer” el mal ajeno por la memoria y la imaginación, mas no por el “sentir”, a fin de compadecerse del otro y no únicamente de sí.25 Pero hay que ir más lejos y no transportar mecánicamente lo que era adecuado para el estado de naturaleza al estado de sociedad, donde la razón tiene pleno derecho, aunque más no sea tomando en consideración la restricción, de graves 23 24 25

Ibid., p. 79. J. J. Rousseau (1987), p. 199. J. J. Rousseau (1964), p. 270. 35


consecuencias, que sigue a la celebración de la piedad, “que desviará a todo robusto salvaje de sustraerle a un débil niño, o a un anciano minusválido, su subsistencia adquirida con pena, si él mismo espera encontrar la suya en otra parte”. ¿Y si no la encuentra en otra parte? Hay un importante límite, entonces, en esa alabanza, que demuestra que la compasión, sentimiento “natural”, no ha alcanzado el altruismo propio de la moral. Dicho de otro modo, “la dulce voz” de la piedad no me impide en ningún caso hurtar el alimento de un ser vulnerable si yo mismo estoy necesitado… Si queremos encontrar un nombre para ilustrar una moral fundada en el sentimiento de compasión hemos de volcarnos hacia Schopenhauer, que confiere a la piedad o compasión (palabra adecuada para traducir Mitleid, como ya hemos dicho) una dimensión metafísica, puesto que es a través de ella que tomamos consciencia de la unidad de los seres de la naturaleza, lo cual manifiesta la única voluntad que permite abolir la creencia en la realidad de cada yo. De allí la atracción del filósofo por cierta forma de budismo. La piedad, simpatía universal, es entonces lo que religa a los seres sensibles y brinda a la moral su único fundamento posible, pero con la perspectiva de la fusión en un gran Todo. A propósito de Schopenhauer, si bien podemos establecer fecundos puentes con tradiciones que no pertenezcan a la filosofía occidental, parece delicado, sin embargo, justificar el lugar que le da a una moral del sentimiento si la disociamos de su metafísica intrínsecamente pesimista, pese al rol que Schopenhauer confiere al arte para alcanzar la felicidad. No resulta indiferente que su discípulo Nietzsche se le haya opuesto con violencia, precisamente en cuanto al rol atribuido a la piedad. 36


El momento nietzscheano El más radical en la denuncia de la piedad es con toda seguridad Nietzsche, pero su virulenta crítica arrastra en el mismo movimiento a toda moral, considerada una “moralina”, sensiblería forjada por y para los débiles, incapaces de energía vital. La ferocidad del filósofo respecto de la razón y la primacía absoluta que concede a la sensibilidad no lo llevan a abrazar con complacencia los sentimientos calificados de morales, sino todo lo contrario. La moral, que no es más que un lenguaje figurado del afecto, debe ser desalojada con firmeza de su pérfido rol de devaluación de los valores de afirmación y creación, ya que no es otra cosa que el síntoma de un irrisorio miedo a la vida. Pero antes de regresar a Nietzsche, quisiéramos dar un rodeo por un escritor que no ocultó su deuda para con el filósofo. La novela de Stephan Zweig, La piedad peligrosa, publicada en 1939, es un paso obligado para quien se cuestione sobre las trampas de la compasión. Un joven oficial (Anton Hofmiller)– se apiada de una lisiada (Edith de Kekesfalva) y para reparar una torpeza involuntariamente hiriente la visita en varias oportunidades, sin sospechar que eso provocará en la muchacha un amor apasionado, que él no comparte y del cual se sustrae no sin vivir un arduo conflicto interior. En efecto, en las últimas páginas de la novela, el hombre oscilará entre dos formas de piedad descritas por uno de los personajes, el doctor Condor, anunciadas por el autor en su epígrafe. Se distinguen dos figuras de la piedad:

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Una, blanda y sentimental, que en realidad no es otra cosa que la impaciencia del corazón por deshacerse lo más rápido posible de la penosa emoción que nos embarga ante el sufrimiento ajeno, que no es en absoluto la compasión, sino un movimiento instintivo de defensa del alma contra el sufrimiento ajeno. Y la otra, la única que cuenta, la piedad no sentimental sino creadora, que sabe lo que quiere y está decidida a perseverar hasta el extremo límite de las fuerzas humanas.26 Es lícito leer en esta distinción un eco, por cierto muy reformulado, de la distinción que hace Nietzsche entre la piedad de los débiles y la piedad de los fuertes. Si bien Zweig percibía la desmesura de Nietzsche, apreciaba su mirada afilada e implacable sobre les sentimientos morales. La piedad de los débiles expresa un rechazo del sufrimiento que no es más que un rechazo de la vida, y Nietzsche descubre detrás de la compasión una sospechosa complacencia en gozar del sufrimiento ajeno. El que compadece puede sutilmente y de manera perversa saborear el espectáculo del dolor ajeno del cual está a salvo, valiéndose de la naturaleza muy compleja de la emoción experimentada ante el sufrimiento. Esta es, añadirá Nietzsche, una piedad humillante e impúdica respecto del sufriente, puesto que focaliza la mirada en su intimidad, lo reduce a su sufrimiento y lo condena a la vergüenza. Y Nietzsche sabía de qué hablaba: pues él había conocido la enfermedad y la soledad. Pero al lado de esa piedad de los débiles, también hay en Nietzsche una piedad de los fuertes, que es una forma de 26

S. Zweig (2011), p. 200-201.

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mirar de frente el sufrimiento, del que no buscamos rehuir porque es una intensificación de la vida.27 La piedad de los débiles es inútil y peligrosa, ya que no asume nuestra finitud, uno de cuyos componentes irreductibles es el sufrimiento. Finalmente, es una manera cobarde y pusilánime de no confrontarse con el sufrimiento, tanto propio como ajeno. Hofmiller, el protagonista de Zweig, intentará transformar la debilidad de su piedad en fuerza afirmadora y creadora, pero fracasará por titubear demasiado. La amarga lección del filósofo y del novelista es que la piedad es un sentimiento ajustado a una moral demasiado sentimental, demasiado patética, demasiado “patosa” según la palabra de Francis Ponge. Y el altruismo puede ser la máscara de una dependencia paralizante ante la reacción ajena, que conduciría al gregarismo y a la nivelación de la potencia creadora de los individuos. Nietzsche ataca prioritariamente a la “religión de la piedad” –el cristianismo, al menos aquel del cual fue víctima en su rígida educación pietista: “la piedad se halla en contradicción con las emociones tónicas, aquellas que elevan la energía del sentimiento vital: ejerce una acción depresiva. Cuando compadecemos, perdemos fuerza”–.28 Frente al hombre compasivo que lo compadece, Nietzsche prefiere un médico competente que lo cure…

27 28

P. Valadier (2011), p. 129-131; Housset(2003), p. 32-36. F. Nietzsche, L’antéchrist, § 7. 39


Las morales racionales La historia del pensamiento da fe de la permanencia de una corriente hostil al ingreso de la compasión en la vida moral, sin por ello alcanzar la radicalidad de las corrosivas críticas del filósofo alemán. La severidad de los estoicos contra las pasiones es muy conocida: se las acusa de turbar la impasibilidad (apatheia) del sabio y obstaculizar el libre ejercicio de la razón. Zenón de Citio, el fundador de la doctrina, preconizaba una vida calma y tranquila, al resguardo de las pasiones y la imaginación. Cicerón resumió lo esencial de los reproches dirigidos a la compasión: Antes que compadecer a la gente, ¿por qué no socorrerla si se puede? ¿No podemos ser generosos sin sentir piedad? No estamos en la obligación de hacer nuestra la congoja ajena; pero sí de aliviar a los otros de su congoja si podemos.29 Es la misma posición que La Rochefoucauld, en el siglo expresaba en su modo habitual, pesimista y cáustico, pero que, igual que los estoicos, termina concediendo que la piedad es preferible a la indiferencia: xvii,

Soy poco sensible a la piedad y quisiera no serlo en absoluto. No obstante, no hay nada que no haga por el alivio de una persona afligida y creo efectivamente que debemos hacer todo, hasta darle testimonio de mucha compasión por su mal, dado que los miserables son tan 29

Cicerón, Tusculanes, iv, 26.

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necios que eso les hace el máximo bien que pueda existir; mas sostengo asimismo que hay que conformarse con dar testimonio de compasión y guardarse con cuidado de tenerla. Es una pasión que en el interior de un alma bien hecha no sirve para otra cosa que para debilitar el corazón y que hemos de dejarle al pueblo, que, al nunca ejecutar nada mediante la razón, necesita pasiones para verse llevado a hacer las cosas.30 Así y todo, su contemporáneo Spinoza, menos desencantado, ve en la compasión, a la que denomina en latín commiseratio, una tristeza. Ahora bien, agrega, solo la alegría es buena, no así la tristeza, entonces la piedad es “mala e inútil en un alma que vive según la razón”.31 ¿Qué sentido tiene añadir tristeza a la tristeza? Y Kant, que más que cualquier otro deslindó la moral racional de las inclinaciones sensibles, no deja obviamente lugar alguno para la piedad en la definición del deber, aunque esta sea “bella y amable”. Su rechazo fuera de la esfera de la moralidad es irrevocable: “esa pasión surgida de una buena naturaleza siempre es débil y ciega”.32

La Rochefoucauld (2001), p. 778. B. Spinoza, Ethique, IV, proposition 50. E. Kant, Observations sur le sentiment du beau et du sublime, in œuvres philosophiques, p. 461.

30 31

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Conclusión

La compasión y la moral A pesar de la pertinencia de esas fuertes objeciones contra el ingreso de la compasión en la vida moral, no podríamos renunciar a ese sentimiento sin correr un serio riesgo: el de no conocer otra cosa que el rigor de la ley y sus principios mecánicamente aplicados. La preocupación por expulsar la compasión de la esfera de la moralidad no significa que sea una voz que haya que ahogar para solo escuchar a aquella del puro deber de la ley moral y su imperativo categórico. Tratándose de Nietzsche, a todas luces es la moral misma la que es destituida en sus fundamentos y no únicamente la piedad; pero podríamos sostener, sin traicionar al autor de Más allá del bien y del mal, que en él una moral es posible siempre y cuando se la despoje de las escorias de la “moralina”. A su vez, podría ser restaurada esa idea de una piedad de los fuertes, volcada hacia la vida, librada del sentimentalismo y, como en los estoicos o en La Rochefoucauld, resueltamente orientada hacia la acción, hacia el cuidado. Porque una compasión que no fuera acompañada por una


acción de alivio sería peor que la indiferencia, puesto que bajo una apariencia de benevolencia y asistencia reduciría al ser sufriente a su sufrimiento, y así lo humillaría al encerrarlo en la vergüenza, según el implacable análisis nietzscheano.33 Con Spinoza, cabe admitir que el que compadece no debe añadir tristeza a la tristeza. Compadecer, hemos dicho, es aliviar al sufriente, cuidarlo, por lo tanto esforzarse no solo en disminuir su desgracia, sino también, más positivamente, en desear contribuir a su alegría e incluso comulgar con ella. Si con la compasión la lengua propone una palabra para nombrar el sufrimiento compartido, esta todavía resulta estéril para nombrar la alegría compartida, acaso porque no es necesario, porque estar triste por la tristeza del otro es también, y siguiendo un mismo movimiento, estar dispuesto a alegrarse por la felicidad que también este pueda sentir. Al escrutar en toda su profundidad la esencia de la compasión, ¿no podríamos vislumbrar que ya se inscribe allí el co-júbilo o el co-regocijo, ya secretamente presentes en su dinámica propia? Nuestra vida común –la compasión misma, el acompañamiento, el compañerismo de la amistad… – tiene mucho que ganar de ese presupuesto de co-regocijo. Estar con, hasta en la alegría, acaso a nuestro pesar. Aportar la propia existencia allí donde otra se ha ofrecido por sorpresa. No saber qué acontecerá con una relación que se traba a partir de nuestra vulnerabilidad.34 El despiadado descargo de Nietzsche contra la piedad 33 34

F. Nietzsche, Le gai savoir, pp. 271-275. A. Zielinski (2007), p. 778.

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no es el más severo, sin duda lo es el de Kant. Con este último, la compasión, por más noble que sea en el movimiento que nos empuja hacia el otro, no podría encontrar sitio en la vida moral. Concedamos al filósofo de Königsberg que la compasión librada a sí misma, si no es iluminada por la razón, es innegablemente peligrosa. En efecto, el impulso generoso pero desconectado de toda reflexión sobre los medios apropiados a la situación, o que flota en la indeterminación de toda norma moral, puede resultar más desastroso que la indiferencia. Como en la fábula de La Fontaine, el oso puede matar estúpidamente a su amigo jardinero al arrojarle una gran piedra al rostro con el objeto de matar la mosca que perturbaba su sueño. Reconozcámosle a Kant el mérito de haber pensado con rigor la exigencia de universalidad sin la cual la vida moral se disolvería en una casuística puramente intuitiva y subjetivista, y eso es lo que enuncia el imperativo categórico (“Actúa de tal suerte que la máxima de tu voluntad pueda ser erigida en ley universal”). Admitamos asimismo, para utilizar el vocabulario de Ricoeur, que no hay mira ética que pueda evitar pasar por el tamiz de la norma moral antes de tomar la decisión que la situación singular impone. Pero también podemos considerar que el momento kantiano de la universalización de la máxima de nuestras acciones, aquel que permite purgar el deber de toda contaminación de la sensibilidad, no es el todo de la vida moral. Sin despedirnos de Kant sino adentrándonos en una vía que él no quiso explorar y siguiendo a Ricoeur, podemos estimar que el formalismo kantiano, más que condenar, “neutraliza” los sentimientos morales en tanto criterio de evaluación, impone una estrategia de depuración racional de la obligación moral. 45


Y puesto que el mismo Kant no elimina de su construcción moral el respeto –ese sentimiento en el que se cruzan la sensibilidad y la racionalidad–, es lícito abrir una perspectiva dentro de la cual los sentimientos morales (el pudor, la admiración, la vergüenza, la compasión, la indignación, etcétera) pudieran recobrar el lugar que jamás habrían debido perder, en tanto y en cuanto pueden ser caracterizados como móviles racionales. Atrevámonos, pues, a afirmar, no contra Kant sino sin él, que siempre tenemos que vérnoslas en situaciones singulares que ponen en escena a personas insustituibles, lo cual prohíbe reducir el deber a un puro cálculo racional. La solicitud, espontaneidad benevolente, que Ricoeur se esforzó por pensar, participa en la intención ética previa a la confrontación con las normas, confrontación que no es entonces el todo de la moral. Luego de esta sucinta travesía por las morales racionales, las tentativas de moral del sentimiento y el momento nietzscheano, podemos proponer una conclusión esencial en cuanto al buen uso de la compasión: si la compasión no se deja iluminar por consideraciones razonadas y que apunten a lo universal, ella sola no puede brindar una base para las decisiones siempre singulares a las cuales nos confronta la vida moral. Razón por la cual, la sociedad del ser compasivo en la cual parecemos estar ingresando de modo irremediable es temible. Si la mera supresión (y no alivio) del sufrimiento deviene en la nueva norma universal (pues no escapamos a la norma), entonces –por solo tomar el paradigmático ejemplo del cuidado médico– el nuevo imperativo categórico será dar una respuesta no solo a todo sufrimiento físico sino a toda pena, a partir del momento en que 46


esta sea percibida como una injusticia frente a un deseo que no encuentra cómo realizarse. Para decirlo de modo muy veloz, estamos pensando, por ejemplo, en la conminación dirigida a la medicina con miras a que satisfaga en mayor medida el “deseo de hijos”, sea cual fuere su costo físico, económico, social y jurídico. También podemos preguntarnos si la irrupción de lo compasional no acaba conduciendo a nuestras sociedades a malvender los puntos de referencia civilizadores que laboriosamente se han construido en el transcurso de la historia. Tal es la advertencia de Hans Jonas al interrogarse sobre el modo evaluar las cuestiones relativas al fin de la vida: Una ética que no estuviera fundada sino en la compasión sería algo muy sospechoso, pues las consecuencias que implicaría en materia de posición humana en relación con el acto de homicidio, en relación con el medio implementado para dar la muerte –en tanto rutina recomendada para poner fin a ciertas situaciones de desamparo– son imprevisibles.35 Una sociedad que organiza y legaliza el homicidio compasivo, previene aquí Jonas, debilita peligrosamente el tabú del asesinato, olvidando que una ética del desamparo no puede legitimar por anticipado una transgresión tan pesada como la transformación del gesto que cura en un gesto que mata. Las experiencias extranjeras donde esta nueva norma (moral y jurídica) se ha impuesto demuestran que determinados médicos terminan “acostumbrándose” a ese 35

H. Jonas (2000). Une éthique pour la nature, París, Desclée de Brouwer, p. 108. 47


cuidado al que llaman, sin temer el oxímoron, “cuidado integral”. Ese era también el temor de Paul Ricoeur, eximio conocedor de los cuidados paliativos, quien sabía que el alivio del dolor al fin de la vida y el rechazo de la insensata obstinación permitían acompañar en dignidad a la persona en fase terminal, sin ceder a la tentación mortífera, más compasional que compasiva, de eliminar deliberadamente al paciente, reafirmándolo así en su autodepreciación.36 Pero si la compasión no puede de ningún modo proporcionar el cimiento sobre el cual se edificaría la moral, sí es aquello sin lo cual ninguna vida moral sería posible. Es el motor, la emoción, el desconcierto que, iluminado por la inteligencia, nos mantiene en la humanidad, en el doble sentido del término: miembros de la comunidad humana y capaces de compasión.

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J. Ricot (2010), p. 175-193.

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Études,


Si renunciar al sentimiento de compasión para someterse a los imperativos de la ley moral no hace correr riesgos serios, ¿qué sería, a su vez, de una compasión liberada de toda exigencia de universalidad? En este ensayo tan breve como poderoso, Jacques Ricot defiende la idea según la cual “si la compasión no puede de ningún modo proporcionar el cimiento sobre el cual se edificaría la moral, sí es aquello sin lo cual ninguna vida moral sería posible”.

Jacques Ricot es filósofo, enseña ética y bioética en el Centre Atlantique de Philosophie de Nantes, Francia. Su último libro publicado es Penser la fin de vie. L´etique au coeur d´un choix de societé (Presses de l´EHESP, 2019).

COLECCIÓN HORIZONTES DEL CUIDADO


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