Cuidado y sentimientos

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Paperman, Patricia Cuidado y sentimientos / Patricia Paperman. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Fundación Medifé Edita, 2019. Libro digital, PDF - (Horizontes del cuidado / Borgeaud-Garciandía, Natacha; 2) Archivo Digital: descarga y online Traducción de: Agustina Blanco. ISBN 978-987-46843-7-0 1. Antropología. 2. Sociología. 3. Atención a la Salud. I. Blanco, Agustina, trad. II. Título. CDD 301

Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’aide à la publication ictoria campo, a bénéficié du soutien de l nstitut ran ais d Argentine (Esta obra, publicada en el marco del Programa de ayuda a la publicación ictoria campo, cuenta con el apo o de l nstitut ran ais d Argentine Titulo del original Care et sentiment Traducción de Agustina Blanco ©2019, Fundación Medifé Edita ©2019, de la traducción Agustina Blanco Fundación Medifé Edita Dirección editorial Fundación Medifé Editora Daniela Gutierrez Directora de Colección Horizontes del cuidado Natacha Borgeaud-Garciandía Equipo editorial Catalina Pawlow Gina Piva Lorena Tenuta Laura Adi Diseño colección Estudio ZkySky Diseño interior y diagramación Silvina Simondet www.fundacionmedife.com.ar info@fundacionmedife.com.ar Hecho el depósito que establece la ley 11.723. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo del editor.


Sobre la presente edición

Los estudios y las teorías del cuidado empezaron a desarrollarse en los Estados Unidos. Su difusión y los debates a los que dio lugar en otros países, implicaron discusiones en torno al término care, cuya polisemia no se refleja adecuadamente en otros idiomas. En la presente colección, se considera que el término "cuidado", en español, expresa y respeta adecuadamente las múltiples dimensiones del concepto. Este libro en su lengua original forma parte de la colección Care Studies de PUF que dirigen Fabienne Brugère y Claude Gautier. El comité editorial de la edición francesa está integrado por Nancy Fraser, Kamala Marius Gnanou, Carlo Leget, Joan Tronto y Franz Vosman. Esta es la primera colección en Francia dedicada a las teorías del cuidado, y ofrece múltiples puntos de vista críticos que suponen abandonar las formas de un racionalismo estrecho. Lejos de oponer dogmáticamente sentimiento y razón, el cuidado permite conjugarlos construyendo una mirada nueva y sensible sobre problemas clásicos en los campos del género, el feminismo, la ética, la política, la filosofía y la sociología. Aporta, a través de ello, una contribución indispensable a las preguntas de nuestro tiempo, entre ellas las que ponen en cuestión nociones tales como la vulnerabilidad, la dependencia y la autonomía. Fundación Medifé Edita, con la traducción de este libro, asume el mismo compromiso de incomodar el pensamiento consolidado ofreciendo este texto en español como un modo de renovar la discusión sobre los temas que en él se abordan.



Índice

Convergencias: conocimiento desde el interior_______11 Dicotomías y desplazamientos: lo que nos enseñan los sentimientos_______________ 25 Trabajo de cuidado, trabajo del conocimiento________41 Bibliografía____________________________________57



Convergencias: conocimiento desde el interior

En The Conceptual Practices of Power, Dorothy E. Smith1 propone un análisis de los métodos de conocimiento utilizados en sociología. Ese análisis parte de la comprobación de una discontinuidad o de una disyunción entre dos formas de conocimiento: por una parte, las formas objetivadas del conocimiento, que producen y organizan el mundo social tal como se lo enseña a los estudiantes de la disciplina y se propone como modelo a los profesionales; por otra parte, el conocimiento del mundo social del que disponemos “desde el interior”, es decir, a partir de las condiciones concretas, particulares y locales de nuestras existencias encarnadas. La experiencia de las mujeres que trabajan en el registro de las ciencias sociales es comparable allí con la experiencia de un locutor bilingüe. Al intercambiar con igual familiaridad en el primero y el segundo código lingüístico, ese locutor estaría perpetuamente en un apuro, ya que ninguna pasarela permite unir ambas formas de expresión, alojadas a niveles distintos, en un terreno común. El idioma oficial, 1 Smith, 1990, p. 11-28. En ese libro sobre las prácticas conceptuales del poder, Dorothy E. Smith desarrolla una sociología feminista del conocimiento, como indica el subtítulo: A Feminist Sociology of Knowledge.


formalizado, es aquel que permite objetivar ciertos tipos de conocimiento del mundo social. El segundo se habla en los contextos de la existencia cotidiana, concreta, condicionando la existencia del mundo social del idioma oficial, que se ha impuesto como idioma común. Pero por razones que analiza Dorothy E. Smith, la experiencia y el conocimiento de ese segundo idioma y del mundo que este acompaña no pueden ser identificados por lo que son: una experiencia y un conocimiento del mundo social compartido por los miembros de una sociedad, en la medida en que son seres carnales que tienen necesidad de comer, de asearse, de dormir y de vivir en algún sitio, que eventualmente tienen hijos que también deben comer, asearse, dormir y vivir en algún sitio, y otras cosas más que tienen en común el ser pensadas por el idioma oficial, como particularidades locales y concretas. Ese conocimiento del mundo social y su vocabulario no son integrables por los métodos clásicos del conocimiento sociológico. Dicho en otros términos, esos métodos no son aptos para dar cuenta, y sobre todo para asumir la solución de continuidad entre ambas formas de conocimiento del mundo social. Las mujeres que quieren participar en la empresa de conocimiento sociológico se ven llevadas a desarrollar talentos de acróbata (no reconocidos), saltando constantemente de un registro de conocimiento al otro. La producción de las formas objetivadas del conocimiento requiere, en efecto, liberarse de las “contingencias” siempre locales, particulares y concretas, como ha demostrado Schütz2. El conocimiento habla de las oficinas, de la producción, de la cultura, de 2 Schütz, 1970. 12


distribuciones estadísticas de conductas estandarizadas, de las comprensiones compartidas y, sobre esa base, observa desacuerdos y divergencias rigurosamente enmarcadas. Allí lo local, lo particular, lo concreto no pueden ser plenamente reconstruidos sino a través de esas minuciosas descripciones de tipo etnográfico, cuyos volúmenes llenan las estanterías de bibliotecas desertadas por los partidarios de los métodos convencionales. Pero a fuerza de cruzar el precipicio con movimientos necesariamente peligrosos, a fuerza de chocarse con aquella discontinuidad en el análisis de los mundos en los que ellas también viven, las mujeres que persiguen objetivos de conocimiento pueden hallarse en posición de concluir que, a partir de ese punto de ruptura y de disyunción entre ambas formas de conocimiento, hay una oportunidad para (y una necesidad de) una reflexión crítica que cobre la forma de una investigación sobre los métodos del conocimiento en ciencias sociales. El surgimiento de una posición crítica respecto de los métodos del conocimiento en ese punto de disyunción permite reconsiderar el punto de vista “desde el interior”: este deja de ser el de los locutores de un idioma tomado por secundario y aparece como aquel de nativos de un mundo social desarticulado por las teorías dominantes. La agenda de Dorothy Smith entra en resonancia con mi recorrido por la sociología profesional. Su tentativa tendiente a desviar las prácticas conceptuales de una empresa de conocimiento desemboca en “una sociología para la gente”, prolongando lo que ella había definido antes como agenda de “una sociología para las mujeres3”. Si bien no 3 “Una sociología alternativa sería un medio para que cada uno comprendiera cómo el mundo se nos aparece y cómo está organizado, de 13


considera las implicancias éticas y la dimensión subjetiva de esos problemas, la reflexión de Dorothy Smith me parece convergente con lo que Carol Gilligan, en sus trabajos recientes, identifica como modo de resistencia a los conceptos del pensamiento patriarcal4. Efectivamente, la voz diferente para Gilligan es importante por lo que dice, pero asimismo porque encarna una resistencia a la disociación producida por el pensamiento patriarcal en la experiencia de las personas y el conocimiento que de ello tienen, una resistencia a la jerarquización de las preocupaciones morales. Por razones históricas, los análisis de género han resultado sospechosos respecto de la moral, como si no se tratara más que de una serie de argumentos moralizadores que refuerzan una dominación social o sexuada. Bajo ese ángulo, no se diferencian de una tradición sociológica que ha desplazado la moral a los márgenes del análisis del mundo social y político. La concepción de la moral con la cual trabajan esas aproximaciones no permite tomar en cuenta la actividad moral llamada “ordinaria” –de comprensión, de interpretación de las particularidades contextuales pertinentes, pero también de percepción y de respuesta a las situaciones sociales. La consideran, en el mejor de los casos, accesoria; en el peor de los casos, ilusoria. Y esto debería poder explicar, en una cuota nada desdeñable, la recepción negativa del libro de Gilligan en Francia. La ética del cuidado en sus desarrollos más sobresalientes –para la filosofía moral y política, para el estudio de las modo tal que nos llegue como nos llega en nuestra experiencia. Una sociología alternativa, desde el punto de vista de las mujeres, convierte al mundo de la vida cotidiana en su problemática”. Véase Smith, 1987, p. 27. [La traducción me pertenece]. illigan ic ards, illigan, 14


migraciones transnacionales, de la economía mundial del cuidado y el análisis de las relaciones de dominación a distintas escalas– ha sido objeto de comentarios y reacciones tan variados como inesperados5. Aquí tengo la intención de focalizarme en el nexo con el conocimiento que implica la ética del cuidado y en las transformaciones que esta induce en la investigación profesional, en particular, en sociología, puesto que esa es mi especialidad. Este hilo conductor entre diferentes aspectos o temas ya identificados en los estudios sobre el cuidado –sensibilidad moral, expresión de sentimientos, organización social y política del trabajo en esa área– me pareció lo “suficientemente bueno” para dar una idea de la radicalidad del enfoque. Los análisis del cuidado no son más disociables del contexto económico, social y político que del contexto académico en el cual se han desarrollado. El relato estándar (¡pero informado!) del surgimiento de las teorías del cuidado arranca con el recordatorio de los debates sobre la Teoría de la justicia de J. Rawls. En el marco académico, esas teorías conducen a una empresa crítica de los conceptos corrientes o dominantes, 5 Tras un breve momento de furor político-mediático en la primavera de 2010 –la alternativa de los pros y las contras terminó reduciendo el cuidado a una marca de fábrica– la recepción de la ética del cuidado en Francia entró en un período aparentemente más apaciguado. Las políticas que habían intentado promoverlo se chocaron con las reacciones de los defensores de la lengua francesa: la ética del cuidado, importada de Estados Unidos, no se ajustaba a las “realidades” de Francia y su tradición universalista más bien abstracta. Los periodistas que habían competido en sexismo en cuanto a los feminismos “a la americana” se volcaron hacia blancos más jugosos. El mundo académico, que volvió a tornarse neutro después de haber olvidado serlo bajo el efecto de la sorpresa, registró la presencia de un nuevo concepto en el paisaje, impugnándolo o apropiándoselo cuando parecía útil, al igual que determinados profesionales de la salud antes que ellos. Para un análisis de este episodio, véase Paperman y Laugier, 2011, p. 9-20. 15


que obstaculizan una lectura de género de los fenómenos pertinentes para describir y analizar las actividades de cuidado. Además los ponen en tela de juicio, en tanto esos conceptos delimitan aquello que cuenta como conocimiento. Ergo, la batalla se libra también frente al conocimiento: ¿quién sabe qué y cómo? Aplicándose a desmitificar diferentes versiones oficiales de la realidad, las teorías del cuidado subrayan en ese mismo impulso la importancia de puntos de vista que no son contemplados como productores de conocimiento sino minorizados, ignorados o descalificados, e indican a través de ello que es necesario incluirlos en el concierto general. El periplo al que invito a lectoras y lectores comienza entonces con Gilligan, quien en sus exploraciones empíricas de la moral pone en evidencia la complejidad e imbricación de la actividad moral y la relación con el conocimiento. Luego haremos un pequeño rodeo por los sentimientos y los compromisos emocionales, a menudo identificados como rasgos destacados de la ética del cuidado –para apreciar mejor el desplazamiento que se lleva a cabo a partir del momento en que dejamos de presuponerlos como irracionales, ciegos o demasiado particulares. Culminaremos con las transformaciones de las prácticas de investigación a las cuales conduce la perspectiva del cuidado, tomando en serio los conocimientos producidos en y por el trabajo del cuidado.

Malentendidos ordinarios La fuerza de la tesis de la voz diferente radica en las preguntas que dirige a los distintos análisis de la moral, sean estos 16


sociológicos, psicológicos o filosóficos. Y en primer lugar este interrogante: ¿quién tiene autoridad para decir lo que es un punto de vista moral? Gilligan responde que son los propios sujetos. El punto de vista que emerge de los relatos que suscita el estudio de Gilligan expresa una concepción diferente de la moral, distinta de las versiones mainstream en sus variantes académicas. Si su trabajo ha representado un giro en mis investigaciones, es también porque su análisis consta de pistas –un método y una epistemología diferentes– que permiten incluir esos puntos de vista morales “ordinarios” en una reseña sociológica de la moral. Los puntos de vista morales pueden ser llamados ordinarios 1) en el sentido de que emergen de la vida de todos los días; 2) en el sentido de que no están incluidos en las concepciones mayoritarias –autorizadas, dominantes– de la moral. Esas dos acepciones abarcan en gran parte el tratamiento habitualmente descalificador de una concepción de la moral que Gilligan actualiza en su trabajo. Gilligan demuestra el impacto de los prejuicios y de la ignorancia respecto de las mujeres –en la teoría del desarrollo moral de Kohlberg, que ocupa un lugar central en psicología moral, en los años 1980. Ese trabajo de deconstrucción es crucial en su tesis, pues pone en evidencia la manera en que funcionan los prejuicios respecto de los puntos de vista de las mujeres: desalentando su expresión, desconociendo los recursos morales derivados de sus experiencias sociales, interpretando la preocupación por los otros como una búsqueda de aprobación o como una forma de servilismo. La teoría de Kohlberg propone un modelo del desarrollo moral que distingue etapas en la adquisición de un sentido de la justicia, sobre la base de una concepción kantiana de 17


la imparcialidad. Alcanzan la madurez moral los sujetos que están en condiciones de adquirir una capacidad de juicio no normativo, autónomo, que permite zanjar entre los intereses de los demás y los intereses del sujeto a partir de una posición imparcial. El razonamiento de justicia procede de forma deductiva, según un modo lógico, partiendo de reglas y principios generales para aplicarlos al caso particular examinado. Ahora bien, según ese modelo, en la línea de los trabajos de Rawls y de Habermas, resulta que las chicas del muestreo de Kohlberg no acceden a los estadios más elevados del desarrollo. Sus respuestas están diagnosticadas como “deficientes”. Múltiples comentarios (entre ellos, el de Susan Moller Okin6) han subrayado las flaquezas de las interpretaciones que evalúan como deficientes ciertas respuestas a las entrevistas llevadas a cabo según los principios del trabajo de Kohlberg. Esas respuestas, en cualquier caso, no pueden hallar su lugar en esa concepción de la moralidad como imparcialidad. Gilligan señala, en el modelo de desarrollo moral propuesto clásicamente por Kohlberg, la incapacidad del lenguaje de la justicia para aprehender las experiencias y los puntos de vista de las mujeres como moralmente pertinentes. La hipótesis de una “voz diferente” es definitivamente la de una orientación moral que identifica y procesa los problemas morales distinto de como lo hace el lenguaje de la justicia, y que el lenguaje del cuidado permitiría captar. La ética del cuidado se centra en conceptos morales diferentes de aquellos de la ética de la justicia. La ética del cuidado sustituye los conceptos de derechos, obligaciones 6 Okin, 1990, p. 145-159 y p. 288-291. 18


y reglas que organizan la perspectiva de la justicia por una idea fuerte de responsabilidad. Las preguntas y los dilemas morales cobran la mayoría de las veces la forma de un conflicto de responsabilidad. Esa moral está ligada a condiciones concretas, en lugar de ser general y abstracta. El razonamiento del cuidado no valida sus respuestas en referencia a principios generales, pero adopta la forma de una narración donde los detalles concretos, específicos de las situaciones siempre particulares cobran sentido y se tornan inteligibles en los contextos de vida de las personas. Oída con una voz diferente, la moral se manifiesta por y en la atención a lo particular, la percepción afilada de los rasgos moralmente pertinentes en contexto. El libro de Gilligan contiene una cantidad de ejemplos que ilustran los efectos de la grilla de la encuesta de Kohlberg en las personas entrevistadas. Esos ejemplos dan una visión global de los intercambios y las réplicas del encuestador, que hacen que las respuestas de las chicas sean cada vez más inciertas y confusas porque este no las entiende, en particular las de Amy, una chiquilla que se transformará en una suerte de icono para las lectoras de Una voz diferente7. He aquí abreviada la escena de referencia: un encuestador presenta a dos niños de 11 años, Amy y Jack, el ahora célebre dilema de Heinz. Heinz no tiene dinero, su mujer está enferma, ¿Heinz debería robarle el medicamento al farmacéutico que se niega a dárselo? Frente a esa forma 7 “[…] lo que hizo que la voz de Amy, 11 años, fuera tan atractiva para numerosas lectoras de Una voz diferente: una voz que tiene sentido y que, sin embargo, no era ni oída ni apreciada. Una voz perspicaz que numerosas mujeres aprendieron a rechazar por ser ingenua, o falsa, o estúpida, o loca, porque así es como a menudo se la oía”, Gilligan, 2010, p. 30; véase también Laugier, 2010, p. 57-77. 19


de enmarcar el problema, Amy responde que Heinz debería ir a hablarle al farmacéutico, decirle que lo reembolsará más adelante, o encontrar algún otro arreglo. No responde, pues, a la cuestión de si Heinz debería o no robar el medicamento. En realidad, la niña se pregunta cómo Heinz puede actuar para responder a las necesidades de su mujer, dado que el farmacéutico no quiere darle el medicamento. Amy reformula lo que le resulta un mejor planteo para resolver la dificultad enmarcada por el dilema. El encuestador no comprende que su respuesta versa sobre el hecho de saber si robar es o no es la solución. Pero entiende sin dificultad aparente la respuesta de Jack, que piensa que como la vida es más importante que el dinero, Heinz debería robar el medicamento. Por ende, Jack está bien encaminado para avanzar en la escala del desarrollo moral, progresa hacia la comprensión de los principios de la justicia, no así Amy8. Este tipo de ejemplos podría ser examinado con suma utilidad en las clases de “métodos de entrevista” para la formación de los aprendices encuestadores. La ausencia de vocabulario moral común refuerza las dificultades de expresión de los sujetos, que no logran hacerse oír y, menos aún, hacerse entender a partir de una posición despojada de autoridad, aquí en una relación desigual con el encuestador. Esas dificultades no son únicamente las de un niño frente a un adulto, ni de un encuestado frente a un encuestador que goza de una autoridad científica. En efecto, “en tanto perspectiva moral, el cuidado es menos 8 Carol Gilligan (2008, p. 49-60) relata el avance de la entrevista y la forma en que Amy, frente a las preguntas siguientes que la invitan a precisar sus respuestas y al sentirse cada vez menos comprendida, se vuelve incierta y difusa. 20


elaborado [que la perspectiva de la justicia] y no existe, en la teoría moral, vocabulario prefabricado para describir sus términos9”. Es a partir de sus experiencias sociales y morales que aquellos/aquellas que se preocupan por otro que no es ellos mismos y tienen a su cargo un trabajo de cuidado desarrollan y expresan una concepción distinta de lo que quiere decir “moral”. Son los términos del vocabulario afectivo los que pueden entonces expresar los puntos de vista ordinarios desarrollados a partir de las posiciones de aquellos/aquellas que no disponen de la autoridad necesaria para afirmar la validez de los conocimientos derivados de sus experiencias sociales y morales. En ese contexto, la sensibilidad es una herramienta de conocimiento y de comprensión moral. Cuando en virtud de sus presupuestos la investigación no permite acoger los términos en los que la persona interrogada se esfuerza por expresar una concepción de la moral que se aparta del pensamiento corriente, mayoritario, esa expresión corre el riesgo de ser juzgada como inmadura o inconclusa. O de ser asimilada a algo ya conocido, es decir, identificable y reconocible dentro de los marcos del pensamiento moral mayoritario: la diferencia según una línea de género. Gilligan identifica la ética del cuidado como esa forma de pensar el sí mismo y las relaciones con los demás que no es acorde con las normas patriarcales, donde las personas están diferenciadas y sus cualidades están jerarquizadas de forma binaria y mutuamente exclusiva. Al situarse más allá del género, la voz (el self) invalida esa moralización patriarcal 9 Gilligan, 1987, p. 36. 21


que produce una disociación y una inhibición de lo que es tenido por cierto e importante en cuanto a los compromisos para con los otros y uno mismo. Las investigaciones de Gilligan que prolongan Una voz diferente insisten en la forma en que la voz transforma la relación con el conocimiento. Los dispositivos patriarcales mediante los cuales los niños son iniciados a las categorías binarias del género y a sus normas tienen la eficacia de llevar a los sujetos a sepultar su saber (de ellos mismos, de sus deseos, de sus prioridades morales, de las percepciones de lo que les importa, de aquello que saben justo según las circunstancias). Gilligan documenta los efectos de la disociación engendrada por las normas patriarcales, los obstáculos que provoca para los vínculos entre seres generizados, en las (im)posibilidades de integrar los conflictos a la conversación. Pero según Gilligan, ese conocimiento permanece accesible para los propios sujetos: entre otros, cuando ese conocimiento puede ser oído (ese es el trabajo y el objetivo de la psicóloga feminista), cuando es confirmado como conocimiento por haber sido compartido o conversado de manera dialogada en un marco acogedor, igualitario y no agonístico. Al articular las expresiones morales en su diversidad, al transparentar su coherencia y su racionalidad, la obra de Gilligan contribuye directamente a la afirmación de esa voz distinta y al afianzamiento de sus argumentos. En ese sentido, oír lo que dicen las personas, participar en la explicitación de esas voces múltiples (y por tanto hacerlas acceder al “público”) es refutar los postulados de una empresa científica anclada en la convicción de un corte entre sujeto y objeto del conocimiento. En el campo llamado moral, arrogarse una 22


posición de experto no es tan sólo delimitar los contornos del campo de especialización y, por consiguiente, excluir aquello que no lo es; es, a partir de esas delimitaciones, juzgar las competencias morales de los agentes, de sus capacidades críticas, reduciendo sus desacuerdos o sus divergencias a disposiciones “otras”, por ejemplo, afectivas. Los pensamientos que se desarrollan en y ofrecen un dialecto diferente de aquel que, en teoría, es común o compartido corren el riesgo de suscitar la incomprensión, la distorsión o la ignorancia. Afectan lo que se entiende como “la realidad”, aquello que sería conocido en común. Al abrir una brecha en esa aprehensión que se toma por obvia, la expresión de una perspectiva diferente provoca una turbación que a menudo trasluce como un rechazo razonable, “justificado”, por no adecuarse al esquema dominante. La justificación tapa la brecha al desplazar la discordancia a los márgenes, o al recalificarla, por ejemplo, como una cuestión de sentimientos: Los psicólogos y los filósofos, al alinear al sí mismo y a la moralidad con la separación y la autonomía (la aptitud para el autogobierno), han asociado el cuidado al sacrificio de uno mismo, o a los sentimientos, una visión en contradicción con la posición sostenida hoy, según la cual el cuidado representa un modo de conocimiento y una perspectiva moral coherente10.

10 Gilligan, 1987, p. 41. 23



Dicotomías y desplazamientos: lo que nos enseñan los sentimientos

La asociación de la ética del cuidado a los sentimientos, a los “buenos” sentimientos según sus críticos, más allá de su carácter irónico y paternalista, participa de una dificultad más amplia para reconocer y pensar el carácter moral y social de esos fenómenos. Tal dificultad se traduce por una propensión de los análisis sociológicos a tratar las emociones y los sentimientos en general como categoría aparte, modalidad de expresión y de conducta desconectada de las actividades prácticas en las cuales estos cobran sentido y efecto. No se trata aquí de sostener que la sensibilidad, los sentimientos y los compromisos emocionales no componen una parte importante de la ética feminista del cuidado, sino de afirmar que las concepciones corrientes de esos fenómenos constituyen un obstáculo para pensar la forma en que estos contribuyen a la construcción social de la realidad y a su inteligibilidad. Permitir que aparezca la imbricación de los conceptos de emociones en las comprensiones ordinarias de la vida cotidiana requiere contemplar que su significación social radica, en gran parte, en que manifiestan


un punto de vista normativo y moral. A continuación, me vuelvo a centrar en los análisis sociológicos y sus dificultades para considerar en ese sentido el carácter social de los sentimientos y las emociones.

Sentimientos fuera de lo común La legitimidad de las emociones y los sentimientos para la sociología no ha de ser conquistada en contra los padres fundadores. Durkheim y Weber han señalado cada uno por su parte la importancia de los sentimientos para la sociología y las ciencias sociales. Pero sus reflexiones no han estimulado en esa dirección la energía intelectual de los profesionales de las ciencias sociales de la primera mitad del siglo XX, que focalizaron su atención hacia cuestiones estructurales. Desde esa óptica, emociones y sentimientos atañen a la psicología, son conductas idiosincráticas, expresiones sin auténtica pertinencia para esclarecer el cuadro de la realidad social, sus estructuras decisivas. Emociones y sentimientos no serían nada más que ventanas hacia la interioridad, asuntos privados sin pertinencia directa, ni consecuencia para los asuntos públicos. La distinción público/privado cobra aquí un sentido determinado. Al desmarcar lo particular de lo general, o de lo común, su uso tiene como efecto jerarquizar lo importante y lo accesorio, lo significativo y lo insignificante, y otorgar a uno (lo público) un acento de realidad del cual el otro (lo privado) de rebote se halla desprovisto. Descalificados como privados, irracionales, las emociones y los sentimientos son corrientemente rechazados del 26


campo de la sociología normal (en el sentido en que Kuhn habla de “ciencia normal”) porque manifiestan un sentido subjetivo, léase menor, del mundo social, ni del todo en sintonía con el mundo del sentido común, ni del todo comprensible como expresiones de una evaluación, o de un juicio moral. Esa descalificación, al emerger en juegos de lenguaje particulares, está implícitamente articulada mediante categorizaciones en términos de género, de clase, de "raza": mujeres, niños, pobres y salvajes son minorizados en nombre de su naturaleza emocional. El presupuesto de una naturaleza asocial de las emociones conserva una relativa eficacia en ciertos análisis, a raíz de la pregnancia de la distinción clásica entre sentimientos colectivos e individuales. Tomada de Durkheim y Mauss, esa distinción es comprendida la mayoría de las veces como una delimitación entre emociones compartidas o sentidas juntos, y emociones que son producidas por causas y objetos que no tendrían más que una significación individual. La perspectiva tomada de Durkheim no permite considerar que ese segundo tipo de sentimientos y emociones esté dotado de significación y de importancia social. El punto aquí no es recusar que exista algo como los sentimientos individuales, sino subrayar que esa partición conlleva la circunscripción del análisis sociológico a sentimientos típicos, convencionales y legítimos, que parecen claramente incumbir a una lógica social. En lenguaje durkheimiano, estos manifiestan el apego al grupo, a sus valores. Esa partición conduce así a dejar fuera del campo aquellas expresiones de sentimientos y emociones cuyas significaciones parecen “particulares” y caer bajo la esfera de lógicas idiosincráticas. A mi entender, la distinción es indisociable de la dificultad sociológica para 27


concebir el entramado que existe entre la dimensión social y moral de las emociones. Es como si esa concepción del carácter social de las emociones implicara entonces una restricción de las capacidades de evaluación, entre otras, morales de los agentes, y en simultáneo, una reducción de la diversidad de los puntos de vista sobre “la situación”. Lo que les falta a los análisis que, haciendo referencia a una inteligibilidad compartida o a un sentido común, privilegian los sentimientos colectivos –léase “socialmente validados y esperados”– es admitir que “la gente” pueda (o tenga razones para) hacer hipótesis distintas sobre lo que significan las situaciones, sobre lo que en teoría hay que sentir en esos casos y sobre las consecuencias producidas por expresar emociones hacia o en presencia de ciertas personas. Esas razones son concebibles a partir del momento en que tomamos en cuenta una diferenciación de los puntos de vista, a “quién” atañe la situación y cómo. No lo son, o con mucha mayor dificultad, si nos atenemos a la hipótesis de las convenciones de interacción entre emociones típicas y situaciones típicas11, o inclusive al postulado de las variaciones culturales, sociales admitidas (pero sexualmente neutras). La pregunta acerca de quién tiene el poder de definir la situación no se plantea en tal concepción de la racionalidad social de las emociones. En cambio, sí puede ser formulada cuando nos interesamos por lo que provocan las “definiciones oficiales” de las situaciones a los agentes confrontados a emociones y sentimientos que no “cuadran” con las expectativas o las exigencias de una situación social restrictiva. En ello radica el interés del concepto de trabajo 11 Coulter, 1979. 28


emocional, elaborado por Arlie Hochschild en un artículo que ha desempeñado un papel de catalizador para sociología de las emociones12. Si de las investigaciones de la autora de The Managed Heart13 nos hemos quedado con la idea de las reglas de sentimientos, es decir, las expectativas sociales que atañen a los sentimientos ligados a una definición convencional de la situación, es sin duda porque aquella lectura venía a consolidar esa concepción del carácter social de los sentimientos, basada en una partición dicotómica entre colectivo e individual. Las reglas de sentimientos no serían otra cosa que determinado tipo de reglas sociales, que contribuyen a delimitar la pertenencia a un grupo o una entidad colectiva. Son uno de los elementos de la constitución de lo colectivo, que permiten trazar una línea divisoria entre lo que manifiesta la pertenencia, es reconocible e identificable como conducta inteligible para el grupo, y lo que, al transgredir las reglas, pierde esa inteligibilidad inmediata, aquella que brota de la aceptabilidad de conductas que pueden ser vinculadas a reglas. La importancia del trabajo emocional es precisamente romper la lectura clásica de las reglas de sentimientos. Esa idea permite a A. Hochschild desarrollar una sociología de las emociones, cuyo objeto son menos las emociones o los sentimientos en general como “categoría” que todo un conjunto de dinámicas impulsadas por la inadecuación entre las definiciones oficiales de las situaciones que vienen a encuadrar las expectativas y las obligaciones en el registro de los sentimientos de los actores implicados por y en la situación, por una parte, y los 12 Hochschild, 1979, p. 551-575. 13 Hochschild, 1983. 29


sentimientos percibidos por los agentes, por otra parte. La inadecuación entre situación, marco oficial y sentimientos produce una ruptura de la coherencia y de la obviedad de las convenciones, haciendo pesar sobre el actor la obligación de ponerse a trabajar para ajustar sus sentimientos a la situación. Mas la autora no por ello presupone que las reglas de sentimientos estén fijadas y ligadas “lógicamente” a “la” situación. Por el contrario, Hochschild insiste en la multiplicidad de los encuadres posibles de una situación, la naturaleza ideológica y política de ese encuadre y la transformación del trabajo de los sentimientos que resulta de ello. La tesis del carácter social de los sentimientos no por ello se ve debilitada. Y de forma significativa, Hochschild se basa en ejemplos de cambios sociales en el registro del trabajo, la familia y los roles sexuados, para poner el acento en la variabilidad de las formas de pertenencia y de encuadre de las situaciones. Lo que se moviliza allí es otra concepción de lo que quiere decir “social”. Tomar en cuenta una diferenciación de los lugares sociales y de las posiciones en relación con “la situación” es inherente a este análisis de las emociones, que pretende estar atento al “trabajo” realizado por los actores cuando el encuadre oficial de las situaciones está desfasado respecto de lo que sienten las personas y en tensión con encuadres alternativos que ponen en tela de juicio la validez o la justeza de los primeros. Puede parecer evidente que no hay nada más intensamente individual y privado que aquello que “nosotros” llamamos vidas interiores, emociones y sentimientos. Esa evidencia se ve reafirmada por numerosas experiencias, más bien displicentes: no poder expresar ni compartir 30


nuestros sentimientos, no ser comprendidos, carecer de palabras para decir o articular sentimientos complejos ligados a situaciones igual de complejas. Y la misma no ha de rechazarse como prejuicio que podría ser rectificado por una reflexión más profundizada, o un conocimiento “científico”. Pero hay algunas razones para pensar que esas experiencias no son enteramente reductibles a una sensibilidad individual o privada, que están socialmente constituidas y, por tanto, son socialmente inteligibles. Un análisis sociológico de las emociones no está condenado a privilegiar los elementos convencionales de la cultura para que el carácter social de las emociones se vea confirmado. Tampoco está necesariamente forzado a hacer de esa parte convencional y legítima el objeto exclusivo de sus investigaciones. Si admitimos lo que antecede, la pertinencia sociológica de las emociones desborda el mero registro de las emociones y los sentimientos vinculables a reglas sociales de encuadre o de interpretación de las situaciones; reside también en la identificación y la comprensión de esas emociones y sentimientos llamados “particulares”, “individuales”, desfasados de “la situación”. Pero entonces cabe tomar en serio esas caracterizaciones: serían el indicio de una dificultad para considerar socialmente significativo todo un conjunto de expresiones que señalan una relación o un punto de vista sobre lo que sucede, diferente e inclusive divergente de lo que normalmente es esperado o previsible. Si la racionalidad social de las emociones radica en la forma en que las mismas están orientadas hacia objetos sociales, o están en relación lógica con ellos, de allí resulta que la dificultad para considerar socialmente significativas ciertas manifestaciones de emociones llamadas 31


particulares, personales, privadas o individuales y ciertas caracterizaciones de situaciones por esas mismas emociones señala una dificultad para considerar el hecho mismo de la diversidad/diferenciación de las experiencias en lo “social”. Ya que esos sentimientos y emociones que no son ni esperados, ni típicos, ni legítimos podrían perfectamente abarcar puntos de vista que no pueden ser oídos como tales, o que no son aceptables.

Los sentimientos devueltos a su lugar Si el registro de la sensibilidad es constitutivo de la perspectiva del cuidado, es sobre todo porque pone en primer plano la importancia de los nexos de interdependencia y del mantenimiento de las relaciones, incluidas las personales. Esas dos prioridades delimitan el lugar de los sentimientos y la sensibilidad: manifiestan la importancia de los lazos que nos vinculan (y nos atan) a los demás, por más contradictorios y conflictivos que estos sean. Desde la perspectiva de la justicia, que parte del postulado de individuos separados, la existencia o el mantenimiento de los lazos entre los protagonistas sigue siendo un misterio, cuyos resortes han de buscarse en la instauración de estructuras externas de conexiones. Son los sentimientos los que entonces son puestos en ese lugar, como si pudieran proporcionar la clave del misterio. Desde la perspectiva del cuidado, los sentimientos no son más que un elemento de un marco de comprensión de las relaciones, del cual no pueden ser disociados. Extraer los sentimientos de ese marco considerándolos el operador principal del cuidado es hacer de 32


ellos una lectura errónea por ser descontextualizada y, por tanto, generalizante: los sentimientos no son “devueltos a su lugar”, es decir, dentro del marco de las actividades y las relaciones en las cuales cobran sentido y efecto. Al volver a colocarlos en esas relaciones hechas de apego y desapego, la tesis de Gilligan restituye la coherencia de los elementos que la perspectiva de la justicia torna dispares. Desde el punto de vista de la ética de la justicia, la conexión es tratada a modo de rompecabezas que uno buscaría completar paso a paso, mediante la adjunción de segmentos que ligan a las partes entre ellas, en ausencia de una gramática que utiliza de entrada términos relacionales. Se entiende mejor la punzante objeción dirigida a la ética del cuidado: la imposibilidad de extender la preocupación por los otros más allá del círculo de los seres queridos. Porque esa objeción encierra la huella de una profunda incredulidad frente a la afirmación de esos vínculos y de su importancia. En ese caso, la incredulidad se transforma en incomprensión. Lo que sigue siendo comprensible en ese caso es que el cuidado sea “apropiado” para un campo limitado de relaciones –el ámbito “privado”. Esta concesión afianza la interpretación que rebaja doblemente esa perspectiva moral primero al sentimentalismo, después al ámbito privado, única manera tal vez, desde la perspectiva de la justicia, de representarse la interdependencia y la importancia de los vínculos que nos ligan con los otros. La ética del cuidado ofrece de plano una reformulación global, y en un sentido radical, de un análisis de los sentimientos y las emociones. Como dice Gilligan, lo que está en juego, entre otras cosas, en los sentimientos, las emociones, la sensibilidad es una concepción diferente de la 33


moralidad y la justicia, y no una serie desordenada de expresiones siempre sospechadas de ser defectuosas en relación con el lenguaje dominante de la racionalidad, sea esta jurídica, filosófica o sociológica. Ese aspecto de la perspectiva del cuidado permite repensar el interés y la pertinencia de los sentimientos para un estudio que hubiera adoptado una epistemología sensible al género. La afirmación del valor social y moral de la sensibilidad y los sentimientos desde la perspectiva del cuidado responde a los esquemas dominantes del pensamiento sociológico y filosófico, que desconsideran el alcance moral de las formas sensibles de compromiso. En efecto, la fecundidad de esta perspectiva radica precisamente en la refutación y el abandono de marcos analíticos que llevan a hacer de los sentimientos y la sensibilidad una categoría aparte, una modalidad de expresión y de conducta desconectada de las actividades prácticas dentro de las cuales cobran sentido y efecto. Esa desconexión se apoya en toda la serie de dicotomías que rodean el uso de la noción: sentimiento/razón, subjetivo/objetivo, pasivo/activo, individual/colectivo… femenino/masculino. En las antípodas de tales recortes, la perspectiva del cuidado vuelve a traer la sensibilidad y los sentimientos, desde las regiones donde sólo parecen socialmente significantes e inteligibles las emociones esperadas y legítimas, hacia las prácticas y las actividades que componen su sustrato, dando sentido y forma a ciertas relaciones sociales: las relaciones de cuidado. Así, devuelve a los sentimientos a su lugar: dentro del registro de la actividad práctica. Si la ética del cuidado propone un análisis distinto de los sentimientos, ciertamente es porque ese anclaje de los 34


mismos en el orden de la actividad práctica constituye una alternativa y una respuesta al discurso general sobre los sentimientos y la sensibilidad, y esto en cuanto a varios puntos. Estas operaciones disponen las grandes líneas de un análisis diferente de los sentimientos y de otra concepción de la moral y la justicia. En primer lugar, el análisis versa no sobre los sentimientos en general, sino sobre ciertos tipos de sentimientos y de sensibilidad –amor, atención, compasión, respeto, preocupación– y su despliegue en relaciones concretas; si los consideramos juntos, esos sentimientos dibujan una orientación específica (moral) para con los otros y las relaciones. En segundo lugar, los sentimientos particulares son vistos como un aspecto de conductas compuestas, que mezclan percepción y razonamiento sobre las particularidades de las situaciones, respuesta activa a sus rasgos sobresalientes, expresando en acto una jerarquización de las prioridades de la acción; y no como los motivos “afectivos”, es decir, irracionales, de una acción racional. Por último, devueltos a su lugar, es decir, dentro de las relaciones y las actividades prácticas que componen su trasfondo, los sentimientos vuelven a tornarse sensatos y comprensibles: como expresiones de puntos de vista morales “ordinarios”, en el sentido de que emergen de y atañen a la-vida-de-todos-los-días-y-de-todas-las-noches, para utilizar la bella expresión de Dorothy E. Smith14. Y entonces, lo que se activa es otra concepción de la moral. Esa vida cotidiana y sus correspondientes inquietudes morales son recalificadas a partir de un análisis de su or14 Smith, 2004. 35


ganización social, fundado en la separación de las esferas pública y privada y sus presupuestos de género. En esa vida, aquella que precisamente no es juzgada como interesante desde el punto de vista de la teoría moral dominante, la imparcialidad ya no es una exigencia crucial de la moralidad, ni tampoco siquiera de la justicia. Su base más bien está compuesta de compromisos prácticos para con personas particulares. Y esos compromisos son necesariamente “parciales”. Lo que obliga a reconsiderar el criterio de la imparcialidad es que es difícil negar la moralidad de esos compromisos. Uno de los aportes mayores de las perspectivas feministas reside en la reevaluación del ámbito de las relaciones informales, llamadas personales (familiares, amorosas, amicales, entre allegados que no están emparentados sino ligados por una proximidad de vecindario o por prácticas de ayuda), para una concepción de la moral. A la inversa de una tradición kantiana, donde ningún sentimiento ni ninguna relación particular entre las personas vendría a parasitar al sujeto moral, dichas perspectivas hacen valer la importancia moral de las relaciones personales, en particular para la naturaleza, la identidad y el desarrollo de las personas15. Y la importancia, para las vidas de las mujeres, de esas relaciones donde supuestamente se hallaban en su lugar y en su asunto (el locus de su posición), la cual no sería significante para los asuntos de la moral pública en virtud de la frontera entre público y privado. Una de las consecuencias de la distinción corriente entre esfera pública y privada –y de la relegación de las mujeres a la esfera doméstica– es que tal dicotomía ha sepa15 Friedman, 2000, p. 205-224. 36


rado razón/emoción, o pensamiento/sensibilidad, y lo ha distribuido entre las dos entidades constituidas según el principio jerarquizante del género. Las disposiciones particularistas, emocionales, intuitivas, en teoría son requeridas para la vida doméstica de las mujeres; de igual modo, el pensamiento desapasionado, imparcial y racional, en teoría es requerido para la vida pública de los hombres. Ese encuadre del pensamiento que delimita cómo es posible concebir las emociones y las mujeres no puede ser deshecho o desplazado sin explicitar los presupuestos de género sobre los cuales se apoyan las distintas versiones de la distinción liberal entre público y privado. Tal es la estrategia adoptada por Susan Moller Okin: dichas concepciones de las emociones y la naturaleza emocional de las mujeres tienen que ver con la ideología de la familia sentimental, y en particular con la idea de un nexo sentimental que surge naturalmente entre madre e hijo. Esa justificación más reciente que la atribución de una “naturaleza femenina” refuerza la idea de la incompatibilidad de las mujeres con los rasgos de carácter exigidos para la vida social o política16 y demuestra que esa misma ideología está en funcionamiento en Kohlberg, en la interpretación de las respuestas de su investigación sobre el desarrollo moral, que concluye en la deficiencia moral de los sujetos chicas17. La autora de Reason and Feeling in Thinking about Justice hace de la sensibilidad del cuidado un recurso moral para la justicia, ese recurso moral que halla su fuente en las relaciones desiguales entre padres e hijos. Para Susan Moller Okin, lo que está en la línea de mira son las desigualdades de género en la familia, y su análisis 16 Moller Okin, 1981, p. 65-88. 17 Moller Okin, 1990, p. 145-159, 288-291. 37


crítico de la distinción público/doméstico es la herramienta de su estrategia. Esa estrategia de análisis en términos de género completa la lectura crítica de las teorías políticas que ignoran la familia y hacen de los sentimientos que allí se desarrollan un recurso moral tácitamente presupuesto. La descalificación moral de la sensibilidad por parte de la justicia deriva, según Okin, de la distinción liberal público/doméstico y de sus presupuestos de género. Okin no se sitúa fuera de la tradición liberal, trabaja para volver a desplegar las posibilidades de esta a través de la prueba del género. Precisamente es ese mismo trabajo de recomposición de una reflexión moral que no excluya ni las voces de las mujeres, ni las (pre)ocupaciones que les son asignadas, lo que conduce a reconceptualizar las emociones, los sentimientos. Las feministas no son las únicas que hacen valer el valor epistémico y moral de las emociones, en particular, en ese ámbito de las relaciones llamadas personales18, en contra de la idea de que aquellas son obstáculos para la razón y la moralidad, fuente de sesgos y distorsiones en el razonamiento moral. La perspectiva del cuidado –a diferencia de otros análisis de las emociones– integra esa dimensión epistémica como un corolario de las actitudes y las actividades prácticas que son primarias. El conocimiento y la comprensión morales advienen, no por añadidura, sino como un aspecto de una atención al otro, sensible y activa. Cuando están desconectados de las actividades y las relaciones en las cuales son movilizados, los sentimientos pueden ser invocados como forma genérica de vincularse con 18 Sostienen esta posición, entre otros, los defensores de una ética de las virtudes, en particular Slote, 1998, p. 171-195; Stocker, 1996, p. 173-190, pero también autores como Blum, 1980. 38


los demás. Y el presupuesto de género desplegarse. Ya que lo que se descalifica a través de los sentimientos es definitivamente, parece, todo un conjunto de actividades y relaciones, de las cuales los sentimientos (e inclusive el sentimentalismo) devienen de algún modo en el signo o el símbolo. La perspectiva del cuidado permite devolver los sentimientos a su lugar, es decir, proseguir con su análisis escapando al doble riesgo del confinamiento y la generalización.

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Trabajo de cuidado, trabajo del conocimiento

La ética del cuidado se desarrolló a partir de los años 1980, fecha en la cual aparecen una serie de producciones académicas destacadas sobre la justicia y que corresponde asimismo a la ola de liberalismo económico que debutó con los años Reagan en Estados Unidos y Thatcher en Gran Bretaña. Uno de los efectos de esa política económica fue hacer que las sociedades y sus instituciones fueran aún menos caring que antes, endurecer las restricciones en materia de servicio público, acrecentar la carga sobre las categorías minorizadas y empobrecidas, hacer del recurso a la mano de obra inmigrante legal e ilegal una palanca de reducción de los costos de las políticas públicas19. Entre los efectos de esa ola que puede presagiar a un tsunami, el debilitamiento de las capacidades de las clases medias para ocuparse de sus viejos, sus enfermos, sus discapacitados y sus niños. Tal deterioro pudo hacer que se percibiera el cuidado como un bien, un valor o un ideal, en el momento en que se tornaba 19 Williams, 2011, p. 21-38.


cada vez más arriesgado asegurar su prestación para esas categorías sociales, sin embargo dotadas de recursos para hacerse oír, al menos en mayor medida que los grupos minoritarios constituidos sobre las líneas de género, "raza" y clase, que ya hacía tiempo que venían experimentado esas dificultades en tanto destinatarios y proveedores de cuidado20. Si enmarcamos así su surgimiento y su propósito, la ética del cuidado ya no se parece más a la visión sentimentalista que de ella daban sus primeros detractores. En sus inflexiones políticas, aparece más como una expresión de la mencionada crisis, llevando una cruda luz sobre un mundo social y político en transformación acelerada, del cual comenzamos a entrever entonces, si no los resortes, al menos los efectos: violencia sobre las “vidas desnudas” y sobre las vidas a secas, constitución y demarcación política de grupos “vulnerables”, empobrecimiento y declive de las estructuras públicas que aseguraban la prestación de servicios mínimos a los grupos desfavorecidos, extensión de las profesiones de “servicios a la persona”. Es, pues, en el momento en que su prestación está puesta en peligro que el cuidado –como conjunto de actividades y como trabajo– adquiere una visibilidad pública, si bien la forma de organización donde se lo había mantenido ocultaba su desigual distribución y su centralidad para las vidas humanas. Como escribe Joan Tronto: El cuidado es un elemento tan ubicuo de la vida humana que jamás es considerado por lo que es: el conjunto de actividades mediante las cuales actuamos para organizar nuestro 20 Glenn, 2009, p. 115-153. 42


mundo, de modo tal que podamos vivir en él de la mejor manera posible. Cuando examinamos la forma en que efectivamente llevamos nuestra vida, las actividades del cuidado son centrales y omnipresentes. Cuando comenzamos a tomar en serio esas actividades, el mundo aparece bajo una luz realmente distinta21.

Esta visión puede desarrollarse a nivel individual, desde las posiciones de destinatario y de proveedor y responsable del cuidado. Pero de los problemas vividos individualmente en la compartimentación de las condiciones de vida y de trabajo a su expresión pública y su constitución como cuestión colectiva, no hay una línea directa: Cuando cuidamos a otros, pensamos en nuestros seres próximos y sus necesidades concretas y particulares. En una sociedad competitiva, cuidar a nuestros niños significa que velamos por que tengan cierta ventaja en la competencia contra los demás niños. Pero si consideramos el cuidado no a nivel individual sino social, este (su distribución) refleja el poder de los grupos sociales. Se ve en la capacidad de un grupo para obligar a otros a asumir el trabajo de cuidar, a trasladar el trabajo a otros: los hombres a las mujeres, las clases superiores a las clases inferiores, los hombres libres a los esclavos, etc. La labor de cuidado en sí misma es exigente e inflexible, y todo en ese trabajo no es productivo. Las personas que lo realizan reconocen su valor intrínseco, pero el mismos no se ajusta a una sociedad que valora la innovación y la acumulación de la riqueza22. 21 Tronto, 2009, p. 14. 22 Tronto, 2002. 43


El conocimiento del cuidado como proceso y su reconocimiento como cuestión política dependen de una concepción holísitica, condición de la imaginación sociológica, como ha dado a entender Wright Mills. Definitivamente es esa concepción la que permite, como ha hecho Joan Tronto, plantear un argumento político para la ética del cuidado. Entonces, la importancia del cuidado ha sido dejada fuera del campo de visión de las teorías mayoritarias, sociales y políticas. Los conocimientos en la materia han quedado, en el mejor de los casos, parciales, fragmentarios, al estar segmentados entre especialidades y sus recortes de objetos y campos (salud, migraciones, familias, políticas públicas, trabajo), a falta de una gramática que permita captar que esos conocimientos fragmentarios podían religarse y de asir la significación política de tal fragmentación. Poner en evidencia la dimensión política del cuidado requiere trabajar contra hábitos de pensamiento y tendencias positivistas de las ciencias sociales, la sociología en particular (francesa o no). Y eso exige métodos y una epistemología diferentes, inspirados en la epistemología feminista del punto de vista: es decir, una manera de producir conocimientos que integre protagonistas que habitualmente estarían ausentes, que amplíe su público y explicite (o reivindique) su carácter político. Los conocimientos sobre el mundo social que se producen sobre la base de una neutralidad axiológica ignoran lo que los puntos de vista llamados ordinarios, que también pueden ser puntos de vista morales, saben del mundo social, tratándolos como puntos de vista particulares. Al sistematizarlos, una concepción holística del cuidado puede apoyarse en los conocimientos y comprensiones elaborados a partir de puntos de vista minorizados por 44


cuestiones de género, clase, "raza" y otras condiciones tales como la discapacidad. Esos puntos de vista no funcionan con las categorías dicotómicas de los pensamientos dominantes (que no están hechas para incoroporarlos). En ese sentido, esas dicotomías constituyen para Patricia Hill Colllins la matriz de la dominación23, segmentando las distintas relaciones de dominación: blanco o color, mujer u hombre, joven o viejo, dependiente o independiente, discapacitado o normal… dominante o dominado. Las actividades de cuidado que son presupuestas y desarticuladas por las teorías sociológicas pueden entonces ser descriptas, es decir, explicitadas y recompuestas. Las relaciones de cuidado en la familia, el trabajo doméstico, las profesiones del cuidado y su organización, las instituciones de cuidado o los organismos cuya definición oficial incluye objetivos de cuidado, por ejemplo, el trabajo social, las políticas públicas de salud y de dependencia se convierten en objetos de descripción y de conocimiento desde la perspectiva del cuidado. La lista está lejos de ser taxativa, como demuestra la reciente multiplicación en Francia de estudios sobre distintas aristas del fenómeno24. Pero el interés por las actividades de cuidado también lleva a modificar los objetos identificados de la sociología estándar (esencialmente la disciplina enseñada), redefiniéndolos a partir de los puntos de vista y las experiencias de los actores, es decir, también 23 Collins, 2009, p. 77-79. 24 En Francia, véanse Ai-Thu y Letablier, 2008, y los informes de las revistas etraite et ociété, evue ran aise de socio économie, evue du AU , ultitudes, septiembre de ciences umaines, 2009; Nouvelles questions féministes, 2004, vol. 23, n° 3; Le Goff arrau, En un estilo m s etnogr fico, el estudio de aroline Ibos sobre las “nanas” africanas en Paris, 2012. 45


a partir de sus puntos de vista y experiencias morales. Pero no sólo eso: porque esa explicitación torna más evidente la forma en que la utilización de estos en calidad de presupuestos, o de expectativas “normales”, consolida un principio de jerarquización de las cuestiones –al distinguir lo particular y lo general, lo individual y lo colectivo y, por supuesto, lo privado y lo público. Esa partición mantiene y reafirma una distribución y una organización de las actividades de cuidado que ocultan los resortes y necesidad de la misma. La descripción está orientada por una pregunta que, pese a su aparente trivialidad, desestabiliza o problematiza lo que vale como descripción factual y objetiva del mundo social: ¿quién se ocupa de qué y cómo? A partir de esta pregunta puede describirse, evaluarse, criticarse la organización social y política de esas mismas actividades. Si no es deseable fijar criterios del “buen cuidado”, tal como hacen hoy los organismos que implementan las políticas públicas25, sí es posible en cambio, apoyándose en los puntos de vista y las experiencias de los sujetos del cuidado, mostrar lo que no funciona en ausencia de cuidado, o lo que ya no funciona cuando las condiciones hacen demasiado precaria su producción. ¿Quién se ocupa de qué y cómo?: esta pregunta emerge de y regresa hacia la experiencia que de ello tienen los sujetos del cuidado, por más que la descripción sociológica no se detenga en ese conocimiento. Conceder importancia a esa experiencia para el conocimiento es acoplar la investigación sociológica a un punto de vista que no 25 Véase, por ejemplo, el informe de la ANESM [agencia nacional de evaluación y calidad de los establecimientos y servicios sociales y médico-sociales], junio de 2008. Página web: www.anesm.sante.gouv.fr 46


disocia la descripción de la evaluación, pues esta es constitutiva del punto de vista de aquellas y aquellos que son sus agentes. Para ellos, lo que cuenta, lo que importa es perceptible. Lo que cuenta y lo que importa no es comprensible como el resultado de preferencias, valores o ataduras sentimentales, sino como el resultado de compromisos en el mundo social, compromisos asignados, es cierto, pero que dan un asidero sobre otra versión de la “realidad” y abren a un mundo de otro modo común. Ignorar esas experiencias y esos conocimientos lleva a desplazar al cuidado (el trabajo, su organización, la dimensión perceptiva y moral de la preocupación por el otro) hacia los márgenes del cuadro sociológico. ¿Cómo proceder para invertir el cuadro? Puede producirse un conocimiento del cuidado que apunte a una objetivación de su organización social –colocando en el centro de la atención su producción, la organización de sus procesos–, mas no a una “objetificación” que implicaría destituir a los sujetos del conocimiento del cuidado, para tomarlos como objetos del conocimiento26. Porque el reto de una sociología del cuidado también reside en el lugar que esta concede a los actores, a sus experiencias. Si le cuidado está subrepresentado en las teorías sociológicas “clásicas” es, entre otros motivos, porque esas teorías instauran un corte entre sujetos y objetos del conocimiento en el procesamiento de los datos. Ese corte y la ruptura epistemológica que acompaña participan, de forma no accidental, en la invisibilización y el desconocimiento de las actividades de cuidado. La postura que acarrea la creación de una línea de fractura en la empresa de conocimiento entre el punto 26 Smith, 2004 et 2005; Collins, 2009, p. 107-132. 47


de vista de los actores y el punto de vista del observador puede ser difícilmente sostenida cuando el “conocimiento” versa sobre fenómenos morales/sociales como el cuidado. La comprensión de esos fenómenos no puede estar determinada por una posición de dominancia, que se expresa mediante el “nosotros” filosófico, o mediante un punto de vista de observador que tendría capacidad para objetivar los puntos de vista múltiples y divergentes de los distintos protagonistas. El conocimiento de las actividades de cuidado descansa en una comprensión de lo que ocurre en esas relaciones y de lo que ellas generan en las formas de vida humana. Esa comprensión y ese conocimiento son inherentes a las experiencias de los distintos protagonistas, y justamente de su confrontación puede emerger un conocimiento construido y validado de forma dialogada27. Tal orientación de método parece a primera vista cercana a la propuesta de la sociología pragmática, desarrollada por Luc Boltanski y Laurent Thévenot para el análisis del sentido común de la justicia. Efectivamente, en ambos casos, hacerse cargo del punto de vista de los actores se impone como condición de un análisis que no presupone puntos de vista conocidos de antemano, ni sobre todo lo que sería lo justo y lo injusto desde diferentes posiciones y diferentes mundos. Sin embargo, dar cuenta de un sentido común de la justicia modelizado por el imperativo de justificación lleva a privilegiar los criterios de aceptabilidad y, por tanto, a dejar fuera del campo las expresiones de sentimientos de injusticia y las críticas de los actores que no “entran” en las formas y los formatos de la justificación 27 Collins, 2008, p. 135-176. 48


que se suponen específicos a un mundo o una esfera de acciones. Es como si esas expresiones y críticas no tuvieran pertinencia alguna, impacto alguno para el sentido de la justicia y la injusticia, aunque más no sea bajo la imagen de su neutralización, para mantener “común” ese sentido de la justicia. Desde esa perspectiva, en efecto, el sentido común ya se supone conocido y sería esencialmente consensual. Ese modelo toma como base, pues, los modos de justificación propios de los esquemas de pensamiento admitidos, o dominantes en un mundo. Las críticas y las reivindicaciones que no están armadas de autoridad son descartadas; por ejemplo, las críticas en términos de género. Vemos bien que aquí la dificultad consiste en que la reseña de las justificaciones no puede ni apunta a restituir puntos de vista de actores que son rechazados o considerados no pertinentes, por ejemplo, un punto de vista que toma al género como dato decisivo de la justicia28. Esa opción de método lleva a adoptar una postura monológica, en el sentido de que es precisamente ciega a los puntos de vista discordantes o heterodoxos, que sin embargo no están fuera de lo común. El abandono de una postura monológica es una condición de la investigación para la perspectiva del cuidado. Implica que el conocimiento no puede ser producido por un sujeto que ocupa una posición de observador que le permitiría acceder a la “verdad” del fenómeno. Las críticas de las feministas negras, los estudios poscoloniales y los subalterns studies han subrayado que en la raíz del racismo que existe dentro del feminismo hay una postura monológica. 28 Fraser, 2009, p. 97-117. 49


La imposibilidad de las feministas (blancas) para concebir que ellas no representan a “todas” las mujeres sin duda permite comprender mejor la dificultad para reconocer a otros sujetos. Es en ese sentido que autoras como Walker, Tronto, Narayan, Harding, Collins y Code han insistido en la necesidad de proponer un método de análisis (o de encuesta) colaborativo o dialogado, en el cual el conocimiento y la comprensión resultarían de una confrontación entre una diversidad de sujetos igualmente concernidos29. A diferencia de la postura monológica, este método no elude la cuestión del poder entre los diferentes sujetos en cuestión. El desafío que plantea el cuidado a las ciencias sociales es ante todo epistemológico. El conocimiento del cuidado como proceso organizado de actividades comienza con lo que de él saben sus protagonistas, la mayoría de las veces excluidas en tanto sujetos: las trabajadoras del cuidado, ya sean remuneradas dentro de las familias, ya sea que produzcan un trabajo gratuito por ser allegadas, ya sea que se desempeñen en las instituciones de cuidados o en sus dependencias (en particular, las ayudas a domicilio, las acompañantes, etc.). Una sociología desde la perspectiva del cuidado es una sociología moral y política, no en el sentido de que explicaría el surgimiento y la constitución de “hechos morales” a partir de una posición de dominancia (la del teórico experto), ni porque se aplicaría a “observar” distintas modalidades de acuerdo y el juego de justificaciones cruzadas en situación, sino porque comienza con el conocimiento y la comprensión morales que tienen los sujetos de sus actividades. Además, se trata de comprender cómo se mantienen, 29 Walker, 1998; Narayan y Harding, 2000; Collins, 1989. 50


modifican o neutralizan diferentes concepciones de la moral y del trabajo en la articulación y la confrontación con otros protagonistas del cuidado, con los cuales ellas/ellos entran en relación directa o indirecta, en encuentros, conflictos, textos, reglamentaciones. Desarrollar las potencialidades críticas del cuidado implica repensar lo que nos religa, nos ata y nos vincula a diversos otros, trátese de particulares, grupos, comunidades más o menos vastas. Eso supone considerar centrales para el análisis las relaciones sociales reales, concretas, y no excluir su pertinencia en nombre de principios que privilegian las estructuras sociales y el nivel macrosociológico de las relaciones sociales de dominación. Tales relaciones pueden ser asimétricas, desiguales, injustas y conflictivas entre ellas, pueden comprometer diversas suertes y grados de responsabilidades, obligaciones de fuerza e intensidad distintas para las partes. Pero si queremos hablar de aquello que hace o deshace “la sociedad”, se vuelve indispensable partir de las relaciones sociales reales, tanto individuales como colectivas, pues estas comprenden de forma inherente el hecho de hacer frente a las solicitudes, preguntas, necesidades, reivindicaciones que trae la otra parte. O de protegerse de la responsabilidad, delegándola a otros menos poderosos, y no expurgar la dimensión subjetiva, moral, inherente a las relaciones sociales, para satisfacer los cánones de la ciencia. Articular los análisis del cuidado en distintas escalas (de las relaciones interpersonales a las relaciones transnacionales) implica, desde una perspectiva política del cuidado, analizar la forma en que las responsabilidades de cuidado son distribuidas y las modalidades según las cuales se toman las decisiones que asignan tales responsabilidades. 51


El cuidado como conocimiento y como crítica No cabe duda de que hoy en Francia los usos del término cuidado se han banalizado. Pero en la mayoría de los casos, recurrir a esa noción no ha dado lugar a los cambios en los modos de producir conocimientos, en sociología en particular, que requiere esa perspectiva tal y como yo entiendo su coherencia. En mi opinión, la ética del cuidado conduce a concebir el trabajo de investigación y a ejercer el oficio de forma radicalmente diferente de lo que preconiza la concepción mainstream del conocimiento que prima en sociología. Desde esa perspectiva, el estudio –sea este conceptual, empírico u otro- consiste en prestar una sostenida atención, sin a priori, a los conocimientos producidos por los actores que ocupan un lugar, sea cual fuere, en el proceso de producción del cuidado. Aquella o aquel que entable tal investigación parte de la idea de que los protagonistas del proceso de cuidado, y en particular aquellos que están en una posición subalterna, desarrollan conocimientos, y no por ejemplo “representaciones” de las cuales el/ella podría apreciar la justeza o adecuación, ni versiones parciales, que por tanto serían sesgadas, de las situaciones de las cuales son parte interesada; ni tampoco visiones encantadas, o por el contrario pesimistas, de una historia demasiado compleja para ser comprensible por fuera de una posición de dominancia, garantía de neutralidad. El trabajo de investigación brinda una posibilidad de confrontación y de puesta en debate de puntos de vista distintos, divergentes y conflictivos sobre situaciones donde el cuidado representa una fuerte implicancia. Se trata de acoger esos puntos de vista sin presuponer una jerarquía entre los conocimientos, y 52


volver a colocar su producción en el marco de las relaciones –de poder– entre los protagonistas. Ese trabajo, como ya se mencionó más arriba, requiere métodos y una epistemología del punto de vista. Una atención sostenida a las situaciones concretas en las cuales el cuidado está en juego es la condición de acceso a una especie diferente de “realidad social”, “extraordinariamente ordinaria”, para emplear la expresión de Bourdieu a propósito de la dominación masculina. Esa realidad que no deja de ser sepultada bajo el efecto de un desconocimiento organizado, o de una epistemología de la ignorancia, según la expresión de Charles W. Mills, cobra forma en estudios que, a imagen de las obras literarias sobre las relaciones de cuidado, transforman la mirada sobre “los otros”, aquellos cuya palabra sigue siendo minorizada. Esa posición es convergente con numerosos análisis que han sostenido la necesidad de transformar en ese sentido los métodos y la mira del trabajo sociológico. No faltan predecesores ni contemporáneos para indicar la dirección a seguir: desde Dewey hasta las epistemologías feministas, pasando por la etnometodología, la sociología de la crítica y el Goffman de Internados, el Black Feminism. Más allá de sus acentos particulares, esos análisis comparten un mismo interés por hacer surgir la importancia de puntos de vista que no son contemplados como productores de conocimiento y, en ese mismo impulso, pretenden echar luz a la falsa neutralidad de las versiones oficiales de la realidad, las cuales ignoran su propia parcialidad30. i emos de ustificar las necesidades sociales, ue sea a través de estudios que no han sido patrocinados y que se dedican al análisis de las ordenaciones sociales, de los cuales se aprovechan aquellos que ostentan alguna autoridad institucional - sacerdotes, psiquiatras, docentes, policía, miembros del gobierno, padres, machos, blancos, nacionales, medios 53


Es cierto que la sociología no tiene el poder de definir la realidad social, pero los sociólogos profesionales, y no tan sólo los expertos, dedican su tiempo a dar a los cuadros–cifrados o no– que componen el diseño de esta sus principios de arquitectura y sus direcciones de lectura. Es por ello que Boltanski, desde la perspectiva de una sociología crítica que él apunta a renovar, propicia volver al análisis de las instituciones, aquí consideradas en su rol de estabilización semántica de la realidad: La realidad, la realidad construida, es frágil porque se ve sin cesar confrontada al mundo, cuyo modo de ser es estar constantemente afectado por el cambio. En ese marco, las instituciones van a tener, ante todo, un rol semántico. Les corresponde asegurar el mantenimiento de las calificaciones y, a través de ello, garantizar la estabilidad de la realidad. […] La crítica, al contrario de las instituciones, va a buscar elementos en el mundo que permitan desestabilizar la realidad, por la intermediación de la experiencia31.

En el sentido que da Boltanski a estas nociones, el sentido crítico y el sentido común estabilizado y confirmado por las instituciones, son dos caras de un mismo proceso de calificación y de construcción de la “realidad social”. A la sociología incumbiría la tarea de dar cuenta de las tensiones y las convergencias entre esos dos modos de aprehensión y de constitución del mundo común. y todos aquellos que, por su posición, están en condiciones de dar un car cter oficial a di erentes versiones de la realidad o man, , , p. 229-230. 31 Boltanski, 2009 y 2011. 54


Esa preconización difiere en un sentido importante de los análisis que surgen de grupos subalternos, los cuales impugnan el privilegio de la sociología “normal32” de decir de qué está hecha la realidad, y cuestionan las definiciones dominantes de la sociología (de qué está hecha la sociología). Hablar de “la” sociología ya es un acto de autoridad que zanja (aquello que lo es y aquello que no lo es), separa (en campos, especialidades, subcampos y subespecialidades), divide (en dos: lo público y lo privado, los sentimientos y la racionalidad, los hechos y los valores, etc.) y jerarquiza. Cartografiar la sociología y sus principios de arquitectura se asemeja a proponer un recorrido que repele hacia los márgenes de la disciplina las cuestiones y las teorizaciones surgidas de puntos de vista subalternos. Frente a tal constatación, Evelyn Nakano Glenn, al comentar la propuesta de Michael Burawoy para una sociología pública, plantea la pregunta: “¿A quién pertenece la sociología pública? La subalterna habla, ¿pero quién escucha?33”

32 Aquí la autora utiliza el neologismo “normâle”, síntesis entre los términos “normal” y “mâle” (macho) [N. de la T.]. 33 Glenn, 2007, p. 213-230. 55



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