A la escucha del cuerpo

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Virus significa en latín, a la vez, esperma y veneno; embarazada es la que no lleva cinto; hospital y hostilidad tienen orígenes comunes; el vocabulario de la Iglesia y del Ejército se entremezcla con el de la medicina. En la sintaxis de la enfermedad (¿en qué se asemeja contraer una enfermedad a contraer un matrimonio o una deuda?), en el léxico de la compasión, en los poemas que provocan las enfermedades

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terminales, las palabras van dibujando el camino de la conciencia enfrentada con el dolor en busca de esa totalidad que es la salud, en un tiempo relacionada con la salvación. Liberar el lenguaje de un sistema que traba la comunicación plena de médicos y enfermos sólo es posible si acrecentamos nuestra confianza y lucidez con respecto a los poderes terapéuticos de la palabra misma.

A la escucha del cuerpo

Puentes entre la salud y las palabras

La autora explora las proyecciones inesperadas de las palabras en el reino de la salud y la enfermedad, tratando de recobrar sus raíces, su historia, y las connotaciones sociales y emotivas que irradian. Etimologías, eufemismos, ambivalencias y transformaciones semánticas construyen un camino donde aparecen, entre otros, Rilke, Sontag, Foucault y Tolstoi, acompañando la pregunta sobre el lenguaje del sufrimiento y la cura.

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A la escucha del cuerpo Ivonne Bordelois

Contenido 1. Al lector 2. Al rescate de la palabra en el mundo médico 3. La enfermedad 4. Los enigmas de la salud 5. Conclusión

COLECCIÓN LECTURAS CRÍTICAS

Ivonne Bordelois Poeta y ensayista. Se doctoró en lingüística en el Instituto Tecnológico de Massachusetts con Noam Chomsky y ocupó una cátedra en la Universidad de Utrecht (Holanda). Recibió la beca Guggenheim en 1983. Autora prolífica, ganó en 2005 el Premio Nación-Sudamericana con su ensayo El país que nos habla.


Bordelois, Ivonne A la escucha del cuerpo / Ivonne Bordelois. - 1a ed revisada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Fundación Medifé Edita, 2019. Libro digital, PDF - (Lecturas críticas; 1) Archivo Digital: online ISBN 978-987-47301-2-1 1. Filosofía del Lenguaje. 2. Salud. I. Título. CDD 362.04

©2018, Fundación Medifé Edita Fundación Medifé Edita Dirección editorial Fundación Medifé Editora Daniela Gutierrez Directora de Colección Lecturas críticas Daniela Gutierrez Equipo editorial Gina Piva Lorena Tenuta Laura Adi Diseño colección Estudio ZkySky Diseño interior y diagramación Silvina Simondet www.fundacionmedife.com.ar info@fundacionmedife.com.ar

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio electrónico, mecánico, fotocopia u otros métodos, sin el permiso previo del editor.


Índice

Al lector__________________________________________________________11 Al rescate de la palabra en el mundo médico____________________ 13 La enfermedad__________________________________________________ 79 Los enigmas de la salud________________________________________ 153 Conclusión_____________________________________________________ 223



A los doctores Lowijs Perquin (Valeriuskliniek, Amsterdam) y Roberto Salgado (CEMIC, Buenos Aires), a quienes debo algo mรกs que la salud.



Al lector

Este libro se propone desplegar una tentativa de blanqueo de la palabra en el ámbito médico: la revaloración de su necesidad y vigencia. No hubiera sido posible sin la amistad y el apoyo de mi editor, Leopoldo Kulesz, y de un grupo de médicos amigos que desde el comienzo alentaron el proyecto y aportaron preciosas informaciones y orientaciones para su desarrollo. Aquí resultan insoslayables los nombres de Daniel Flichtentrei, Francisco Maglio, Luis Chiozza, Florentino Sanguinetti, Carlos Bruck y Luis Kancyper, cuyo entusiasmo y compañía animó el largo trayecto. Mi agradecimiento a todos ellos y a Miguel Mascialino, aparcero excepcional que proveyó de claves fundamentales y contribuyó con materiales tan abundantes como sustanciosos a la escritura del texto. Soy consciente de las limitaciones de una tarea como la que he emprendido. Y así quedan para futuras ediciones o publicaciones temas tan esenciales como la atmósfera verbal que rodea la aparición del sida y su desenvolvimiento, el léxico de la medicina en las orientaciones alternativas, el lenguaje médico en las etnias originarias de nuestro país, las palabras con que se desarrollaron u ocultaron las virtudes de la herboristería medieval en boca de las llamadas “brujas”. Hay un tiempo para sembrar, y otro para evaluar lo que queda por cosecharse. Es mi esperanza que este texto se reciba como una tentativa abierta, propicia a la continuidad, sujeta a correcciones y ampliaciones, y que ante todo sepa despertar, tanto entre médicos como en el público general, el fervor por una renovación de la palabra médica, tan necesaria, en los tiempos presentes, para sostener la salud de una sociedad amenazada por la afasia colectiva.



Al rescate de la palabra en el mundo mĂŠdico



La palabra es el eje fundamental de nuestra vida de relación. De palabras están hechos nuestros compromisos afectivos, políticos, vitales. Pero la palabra que se intercambia en la entrevista médica viene rodeada de ansiedades y dudas: existe una situación de riesgo físico a la que se agrega el riesgo del malentendido entre médico y paciente, que pueden compartir el mismo lenguaje, pero quizás no un mismo código que los comunique plenamente. Los ejemplos de malentendidos que circulan en el lenguaje de la salud acuden en cantidad. La palabra cáncer se encuentra tan expuesta a un ominoso tabú, que un cáncer de colon resulta difícil de anunciar, cuando la glucemia, en porcentajes, tiene un riesgo de muerte más alto. Se trata de representaciones atávicas, productos de la mala información, que es urgente despejar. Hablamos constantemente de nutrición: nutrir significa dar un porcentaje de hidrocarburos, proteínas y otras sustancias debidamente proporcionadas a un objeto animado, planta, animal o persona. Pero nosotros no nos nutrimos solamente: somos co-mensales, porque comer alrededor de una mesa es un acto eminentemente social. El sym-posio griego celebra el acto de la bebida conjunta. Desde esta perspectiva, no es que los anoréxicos o los bulímicos fallen en su nutrición: fallan en su comensalidad, en su simposio: eso es lo que hay que considerar, lo que conviene transmitir.


Los estudiantes de medicina aprenden cinco mil palabras nuevas en el primer año de su carrera, cuyo origen y significado en su mayoría desconocen. Este vocabulario masivo, en vez de fortalecer y ampliar su conciencia profesional, actúa muchas veces como una muralla abrumadora, una pantalla opaca o un sistema de pasaje que los convierte en hablantes y habitantes de un dialecto hermético, separados del resto de la sociedad, poseedores de un secreto que les confiere a la vez poder y lejanía; en suma, los conduce a la alienación. A la jerga del oficio se une una tecnología muchas veces intimidante: un lenguaje de rayos, tubos, neones y metales se propaga entre la herida y el que la sufre. El hospital –etimológicamente– es sitio de hospedaje, pero también, muchas veces, un recinto de alienación y hostilidad. Un factor crucial y agravante en el incremento de la incomunicación entre médicos y pacientes es la perentoria exigencia de las prepagas y mutuales, en cuanto a pautas de atención a los pacientes cada vez A LA ESCUCHA DEL CUERPO

más breves. Este es un rasgo evidente de la proletarización de los médicos, obligados por este sistema a trabajar a destajo. Le Breton señala que nuestra medicina no toma en cuenta el tiempo del hombre, como la oriental, porque es una medicina de urgencias. El apuro al que se ve compelido el médico, la ansiedad del paciente que exige el antibiótico o la pastillita, conspiran contra la palabra, esa palabra que es a la vez diagnóstico y terapia. Cuando llega a la guardia alguien que se queja de un dolor de pecho, el electrocardiograma no arroja siempre el resultado en su debido tiempo; vale más entonces que se pregunte quién es el enfermo: un diabético, un esquizofrénico, un cirrósico, etc., noticias fundamentales para orientar y decidir el tratamiento. Una simple información verbal establecida oportunamente puede en estos casos salvar una vida. Las pocas palabras que puede intercambiar un cirujano sagaz con su paciente, deducidas de su historia clínica, sus datos personales y su presentación verbal ante el médico son acaso más fecundas en la vida de este que la operación más admirable. El psicoanálisis hace de la palabra y de su escucha el resorte fundamental del tratamiento. Los antiguos supieron que la palabra cura. Desde los chamanes y los magos de Oriente, que practicaban y practican sus fórmulas mágicas, al centurión del Evangelio (“No soy digno de que


entres en mi propia morada, mas di tan sólo una palabra...”), existe una conciencia del poder benéfico del verbo sobre la penuria humana. Pero en el camino del tiempo, en atención al progreso y a la ciencia, el ojo clínico desplaza y sustituye la voz, la intimidad del tacto que establece la confianza entre médico y enfermo. “En los hospitales la gente se muere de hambre de piel”, dice Walter Benjamin. Al pasarse de la mano al ojo se pierde la sensación de la piel sobre la piel, algo que ya, en sí, es terapéutico. Tan perdida está esa costumbre que en la actualidad, quienes todavía la aprecian en el ámbito médico, ordenan efectuar, y preservan, un moldeo de manos de médicos viejos que acostumbraban palpar a sus enfermos. Evidentemente, se trata de un sistema difícil de cambiar. Pero tampoco dudamos de que en el estado actual de la medicina es imperioso preguntarse qué pierde el médico y qué el paciente cuando pierden la palabra. Los costos de la profesión médica, que muchos consideran todavía una esfera de privilegio social y económico, se van volviendo precisamente un modelo de armonía psíquica ni de comunicación social exitosa: entre nosotros, los médicos se infartan cinco años antes que el resto de la población, se divorcian nueve veces más y tienen una tasa mucho más alta de suicidios. No nos parece extravagante suponer que, entre los factores que han convertido la medicina en una profesión de alto riesgo, se encuentre en un lugar destacado la pérdida de una conexión válida y profunda con la palabra, tanto en el plano del monólogo interior que acompaña los vaivenes de la sensibilidad del médico (expuesto cotidianamente al sufrimiento o a la esperanza), como en el del diálogo auténtico con los pacientes. No cabe soslayar la intensidad de frustraciones y sentimientos de impotencia y de culpa –conscientes o no– que esta carencia básica genera. Es importante entonces para todos nosotros que los médicos se pregunten acerca del lugar desde donde hablan, y puedan averiguar qué efectos tienen sus palabras en la vida de sus pacientes; es importante para estos sentir que pueden compartir el lenguaje de los médicos, transmitir con fuerza y claridad el suyo propio, y medir el alcance de sus palabras entrando en un diálogo personal con ellos que se ajuste

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excesivamente elevados en el sistema actual. El grupo médico no es

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a las reglas de un juego leal y estimulante. Y es necesario para el ciudadano común, médico o enfermo, reflexionar acerca de cómo términos tales como prevención, prepagas, estado terapéutico, etc., se han ido instalando de un modo tan paulatino como poderoso en el vocabulario colectivo, sin que se examinen muchas veces los supuestos beneficios y progresos que estas nociones, no siempre saludables, implican. Este libro, sin pretensiones de exhaustividad, se orienta a una reflexión acerca de las dificultades, riquezas y enigmas del lenguaje en la medicina, un ámbito en el que las palabras conllevan una resonancia sumamente especial, ya que se entrelazan con los dominios de la vida y la muerte. Nuestro destino se ha ido formando al calor, al color, al sabor de palabras que nos llegaron en momentos cruciales de nuestra existencia, y el encuentro médico es ciertamente uno de estos momentos. Ahondar la relación entre médico y paciente a través de una conciencia

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más plena del lenguaje, de modo que su contacto no se restrinja exclusivamente a la enfermedad ni a la salud, sino también a un conocimiento y crecimiento mutuo, algo que nos vaya llevando a todos a una transformación vital: ese es nuestro propósito en las páginas que siguen.

¿Qué puede decir el lenguaje acerca de la medicina? Al internarnos en la reflexión que nos proponemos, descubrimos que no sólo se trata de curar con palabras, sino de curar y de cuidar las palabras mismas que se relacionan con la curación, del mismo modo que se estudian y cuidan los instrumentos que rodean la cama del enfermo. Una notable ilustración de esto la ofrece la palabra estetoscopio, instrumento inventado en 1816 por René Laennec, que reúne dos elementos griegos: stêthos (pecho) y skopeo (mirar). Sin embargo, como lo advierte sagazmente Héctor Zimmerman, el médico que aplica un estetoscopio no está mirando en principio el pecho del paciente, sino que debe estar escuchándolo, palabra que proviene precisamente del verbo auscultar y que en latín significa, hermosamente, “escuchar con el oído inclinado”. En la palabra, la mirada desplaza al oído; en la realidad, el médico entra en proximidad con el pecho del paciente para atender su ritmo vital.


En este ejemplo, la etimología –estudio de los orígenes de la palabra; en griego, etymon significa: lo que es, lo cierto– suministra los elementos del significado, si bien la interpretación práctica nos aleja del sentido sugerido por el término. En general, en el origen de las palabras que se relacionan con el mundo médico, y en las transformaciones que sufrieron con el tiempo, es posible ver las alternativas de lucidez y opacidad que fueron incorporando las nociones que en ellas se encierran, y es posible asimismo intuir ciertos desarrollos de la historia misma de la medicina. Cuando, por ejemplo, nos enteramos de que placebo es un término que se relaciona con complacer, empezamos quizá a entender –o a sospechar– las complejidades y complicaciones de esta palabra, y el espíritu del método que implica. Si advertimos que médico tiene lingüísticamente algo que ver, en su origen, con meditación y con modestia, podremos preguntarnos cuáles fueron los meandros lingüísticos e históricos que disociaron en gran medida esos significados. Recuperar el primer sentido de las palabras significa remontar a sus idiomas que se hablan modernamente descienden de muy diversas lenguas. Terapia, por ejemplo, es una palabra de origen griego; medicina viene, en cambio, del latín. Ambas, como veremos más adelante, implican aproximaciones muy distintas al mundo de la curación. Para entender cómo se constituye y trabaja la etimología, diremos brevemente que en algunos rasgos de su estructura, y en la mayor parte de su vocabulario, el castellano deriva del latín –como el francés, el italiano o el portugués–, pero a su vez el latín entronca con otras lenguas –las que conforman los grupos eslavos, germánicos, celtas, etc.– y todas ellas en su conjunto descienden de una lengua hipotética que habría sido el núcleo común de todas ellas, dadas las innegables correspondencias que presentan estas ramificaciones. Esta lengua madre se llama indoeuropeo, y ha sido estudiada a partir de fines del siglo xviii por lingüistas avezados, que formularon las leyes de correspondencia entre las diversas lenguas derivadas, y elaboraron los valiosísimos diccionarios y estudios que poseemos. La etimología nos enseña asociaciones de sentido que fueron perdiéndose en el tiempo, y que resulta sumamente interesante e instructivo recuperar.

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orígenes, que en una misma lengua pueden ser múltiples, ya que los


Otro campo que necesitamos recorrer es el de las definiciones. Muchas veces ellas nos proveen de un panorama histórico y crítico, que ilumina una línea general de evoluciones y cambios –a veces drásticos– en la comprensión de algunas palabras cruciales. A veces, guardando la misma sustancia fonética, las palabras que aparecen en el mundo médico van cambiando sus significados. La melancolía (bilis negra) no era la misma en tiempo de los griegos y en épocas freudianas. La palabra salud ha ido recibiendo, a medida que se abren paso nuevas corrientes ideológicas, distintas definiciones y contenidos, como lo veremos con cierta extensión. Lo mismo ocurre con las acepciones y cambios en la palabra enfermedad. Personas de distintas generaciones y ámbitos pueden usar estas palabras creyendo comprenderse, sin advertir hasta qué punto difiere su alcance entre los diferentes interlocutores. Starobinski señala que el lenguaje científico, sobre todo en medi-

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cina, estuvo durante mucho tiempo ligado al diccionario y a términos heredados. A veces, es difícil armonizar la mirada del filólogo y la del médico sobre un texto médico. Pues tomar conciencia de la organización de un discurso que se desarrolló en una cultura del pasado, comprender el papel de una palabra en la organización de ese discurso, es a la vez entender la imposibilidad de hacer coincidir esa palabra con el sentido que le daríamos hoy, y es, por lo tanto, despertar un escepticismo saludable. Textos canónicos y diccionarios clásicos nos ayudarán en esta tarea. También acudiremos a la lexicografía comparada. En castellano, por ejemplo, no existe, como en inglés, la interesante distinción entre sickness, illness y disease, lo cual no significa que carezcamos conceptualmente de las necesarias distinciones que estos términos implican. Muy rico es el dominio de la metáfora, es decir, las asociaciones que nos llevan de un solo salto a la intuición de contactos inesperados entre diversos ámbitos. Por ejemplo, el hecho de que hablemos indistintamente de la remisión de los pecados y de la remisión de las enfermedades, la coexistencia de purga como laxante y del purgatorio como antesala del paraíso, donde se expían las culpas, da mucho que pensar. Nos sorprenderá asimismo descubrir que los médicos pudieron alguna vez llamarse sastres en griego, y enterarnos de que con el


nombre alguna vez destinado a los médicos pasaron a designarse las sanguijuelas en inglés. Hay que notar que la terminología indoeuropea relacionada con la medicina se diversifica muy notablemente en el tiempo y en el espacio, a través de las distintas culturas que pertenecen a ese ámbito. No es lo habitual; en general las lenguas indoeuropeas tienen familias de palabras con raíces comunes fuertemente persistentes, en particular en los temas relacionados con la estructura, la supervivencia y la cultura del grupo: familia, autoridad, religión, guerra, etcétera. La situación de diversidad en el lenguaje médico, sin embargo, es la que se observa constantemente cuando se trata de temas “difíciles”, asociados con núcleos sensibles desde algún punto de vista, es decir, angustiantes, inspiradores de temor o de vergüenza. Los nombres de la sangre y de la locura, por ejemplo, suelen cambiar o variar drásticamente de lengua a lengua. Lo mismo ocurre con los de la muerte o los de la mano izquierda, que se percibe como inepta o extraña. Todos ellos fuerzas mágicas, o con sentimientos ominosos o de impotencia. Los eufemismos y tabúes pretenden disimular entonces los inevitables acontecimientos que alcanzan a nuestro cuerpo. Hablar de alguien como fallecido, finado, difunto u occiso, nos aleja de la franca brutalidad de reconocer a un muerto como tal. Estar mal de los pulmones no es lo mismo que ser tuberculoso. Al prohibirse o reprimirse la expresión de un término conflictivo, los eufemismos que lo reemplazan van variando de una región a otra, y también suelen renovarse con relativa frecuencia: de este modo se acrecienta la variedad de palabras que se refieren a un mismo campo conflictivo. Por eso el estudio del vocabulario médico, ya sea desde el punto de vista etimológico o comparativo, reviste cierta complejidad un tanto excepcional, y depara al mismo tiempo no pocas sorpresas. Ese es precisamente el desafío, ya que ofrece a la vez un campo de información y enseñanzas que no podemos soslayar.

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son temas tabúes en mayor o menor medida, “cargados”, asociados con

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La medicina y su relación con otras ciencias Naturalmente, tanto las definiciones como las etimologías, eufemismos y metáforas que iremos recorriendo ponen de relieve muchas veces las ideologías y los sistemas que las sostienen. Por esto, aunque no pretendemos ofrecer un tratado de filosofía ni de ética, incursionaremos a veces en el pensamiento crítico de los pensadores clásicos y contemporáneos que reflexionaron sobre estas materias. Así nos acompañarán, entre muchos otros, Platón y Laín Entralgo, Nietzsche y Foucault, Canguilhem y Sontag. El giro filosófico de los tiempos, asimismo, apunta a una reflexión cada vez más abarcadora acerca de los poderes de la palabra. El posmodernismo, que significa un quiebre en la tradición racionalista de la filosofía, la historia y la política, conduce a una mayor atención por el

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lenguaje, que permanece como realidad indiscutible y eficiente. Pero mientras las ciencias “duras” reclaman perfecta transparencia, claridad y univocidad en la definición de sus términos, tales condiciones no se cumplen en la medicina. Esta apertura a la ambivalencia, propia de nuestro tiempo, señala que lo inequívoco no existe en ese terreno. Y esto implica, a su vez, la necesidad de un extremo cuidado, porque la amplitud o vaguedad de ciertas designaciones pueden afectar directamente al paciente. Los contactos entre medicina y lingüística son más frecuentes y significativos de lo que parece. Ciertas palabras clave –como semiología o signos– se encuentran en ambos territorios, si bien reciben distintas definiciones, como cabe esperar, pero no es imposible detectar en ellas un interesante origen y destino común. La medicina se adentra en los misterios de la biología y el cuerpo, y la lingüística en aquellos de la palabra y el significado, pero ambas tienen una clara conexión en cuanto a sus métodos de desciframiento y análisis. La sintomatología, que eslabona las distintas señales de la enfermedad, se asemeja a la sintaxis, que trabaja las relaciones entre las palabras, y mientra la anatomía estudia los órganos en sus formas, la morfología hace lo mismo con las palabras. También son relevantes los contactos entre medicina y literatura. El hecho de que el único premio oficial concedido a Freud no proviniera


del mundo médico sino del literario prueba cómo las fronteras entre la sensibilidad médica y el espíritu que adivina los repliegues más felices del lenguaje resultan a veces indistinguibles. En síntesis, nos valdremos en este proyecto de la etimología, el análisis de los cambios históricos que sufre el significado de ciertos términos centrales en la medicina, el estudio y comparación de las palabras y metáforas asociadas a términos médicos en diferentes lenguas, y la interpretación de eufemismos y tabúes que ponen en evidencia las fuerzas muchas veces implícitas que se mueven en el mundo de la ciencia y la práctica médica. Otro terreno que exploraremos es el de la comunicación concreta entre médicos y pacientes, los problemas derivados del hermetismo que a veces alcanza el lenguaje médico, y las dificultades y distintos tipos de represión e ignorancia que a veces aquejan a los pacientes en la presentación verbal de sus males. Proponemos entonces una toma de conciencia de la riqueza de los términos que utilizan tanto profesionales de la salud como legos, pero veces implican. El lenguaje no sólo es una facultad que nos permite hablar; es preciso que entendamos que él mismo nos habla, desde una sabiduría espontánea, popular y ancestral, en la que están contenidas visiones e intuiciones que también conviene auscultar. Antes que un enfoque enciclopédico, entonces, nuestro intento es el de ejemplificar y proporcionar ciertas pautas con respecto al conocimiento y el manejo de las formas de comunicación que pueden volver más transparente y fluido el contacto mutuo de medicina y población. La calidad del desempeño de la medicina en un país es una señal inequívoca del estado de su sociedad, de sus fobias y sus metas, de sus ambiciones y sus fracasos, de sus límites y posibilidades. Por eso la reflexión sobre el significado, el poder y los alcances de la palabra médica se vuelve necesaria. La tarea de “cuidar a los que nos cuidan”, como propone Daniel Flichtentrei, podría comenzar con el ensanchamiento y enriquecimiento del don de comunicación en ellos mismos. Nuestros destinatarios, por lo tanto, son aquellos médicos y pacientes que, acaso sin saberlo, perciben la belleza y la energía de la palabra humana, y la

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también de las carencias, las discriminaciones y las parcialidades que a

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perentoria necesidad de compartirla con todos, en diálogos cada vez más auténticos y más vinculantes.

Genealogía del cuerpo La ciencia dice: el cuerpo es una máquina. La publicidad dice: el cuerpo es un negocio. El cuerpo dice: Yo soy una fiesta. Eduardo Galeano

Desde que la posmodernidad ha descubierto el tema, de cuerpo y corporalidad hablan sin cesar las publicaciones académicas, feministas, psicoanalíticas y de crítica literaria con las que conversamos cotidianamente. Pero si nos internamos un poco en la historia de la aparición de este

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tema, es sólo después de la muerte de Dios, la muerte de las ideologías, la muerte de la historia, la muerte del autor y la muerte del sujeto, que nace el cuerpo: un nacimiento que ha requerido demasiadas muertes previas para no resultar sospechoso o por lo menos, cuestionable. Resulta necesario entonces interrogar al cuerpo como acusado y como víctima, como sujeto y como objeto de la temática contemporánea; como tema central e incontestable de nuestra cultura y de nuestra vida cotidiana. Pero preguntémonos, para empezar, por la identidad de este cuerpo: ¿cuál es el cuerpo que nace en el tercer milenio? No, por cierto, el cuerpo clásico, heredero de la serenidad griega o de su vertiente dionisíaca –siempre, sin embargo, relacionado con los dioses–; ni el cuerpo medieval, instrumento de automortificación y de salvación del alma inmortal, o bien esplendor de la Dama exaltada por los trovadores provenzales; tampoco el glorioso cuerpo renacentista, medida áurea del universo; ni el cuerpo romántico-victoriano, entregado a la tuberculosis o al ensueño sexual frustrado; ni, por último, el cuerpo de la Revolución Industrial, pura máquina en beneficio del desarrollo capitalista. Quien nace, este de quien ahora hablamos, es el cuerpo contemporáneo, el cuerpo desacralizado, experimentado, explotado y torturado en los campos de concentración; y es también el cuerpo brotado de la revolución sexual que se va cumpliendo en Occidente ya en los primeros


años del siglo xx, con el advenimiento del psicoanálisis, el cuestionamiento de la moral cristiana y las grandes sacudidas socioculturales que se generaron a partir de las guerras mundiales y de la emergencia de la mujer como sujeto autónomo. También es el cuerpo surgido de los adelantos de la medicina, que permiten, entre otras cosas, el crecimiento de la estatura de los japoneses y la admirable perfección masiva de los cuerpos nórdicos, en muy pocas generaciones; el cuerpo que inspira los deslumbrantes progresos biológicos del intercambio de órganos, extendiendo la vida de los otros más allá de nuestro propio plazo; pero también el cuerpo expuesto a los ambivalentes valores de la genética selectiva. Ese es el cuerpo que irrumpe en la imagen y el lenguaje diario, que invade la TV, el cine y la literatura contemporánea: un cuerpo que se afirma en su progresiva desnudez y en una perfección obsesiva por su propia adhesión a las leyes del mercado. Un cuerpo que –reconozcámoslo– ha sido vapuleado en extremo y que, como lo dice José Mainetti, una parte, el cuerpo que han creado y a su vez ha sido recreado por la publicidad, las Barbies, el mundo de las modelos y los modistos, los gimnasios, los jacuzzi, las dietéticas, el deporte y el atletismo, la cirugía estética, la anorexia y la bulimia, la pornografía en Internet. Pero también, por la otra, el que traduce y descifra nuestros deseos y temores para la medicina psicosomática, el cuerpo que se interna en lo más profundo del océano y camina por las planicies de la luna. El cuerpo contemporáneo se ha extendido a través de la cultura y el universo, multiplicando su poder –y su poder sobre nosotros– en inesperadas dimensiones. A pesar de lo que decía Bergson acerca de que “el cuerpo es el órgano de atención a la vida”, en muchos sentidos nuestro cuerpo se ha vuelto extraño a nuestra percepción: como lo dice la antropóloga Paula Sibilia, el hombre ha dejado de ser visto como una máquina cartesiana para transformarse en un sistema de información. Porque el culto al cuerpo que se desarrolla en nuestros días no es un culto a lo orgánico en él, sino al cuerpo como imagen. ¿Cómo dicen las lenguas humanas al cuerpo? Si hay un capítulo interesante y poético en la etimología es aquel que se destina a enumerar

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no obedece tanto a la causa de Narciso como a la de Pigmalión. Por

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las distintas partes del cuerpo proyectándolas en imágenes tan sorprendentes como significativas. El lenguaje humano ve el cuerpo relacionado con los dioses, los animales, las plantas y los astros: desde el punto de vista lingüístico, el cuerpo es un microespejo del universo. Por ejemplo, axila tiene que ver con eje –como lo denota su relación con axial–, pero también con ala. Hubo un momento en la evolución, en efecto, en que nos separamos de los pájaros, y la axila es la memoria de ese punto de inflexión después del cual ya no hubo retorno. Pero lo primero y más relevante es señalar la dificultad de proveer una estirpe para la misma palabra cuerpo, o sus correlatos, dentro de las dinastías etimológicas. Es como si aquí funcionara un tabú, que muchos etimólogos declaran o delatan. Acaso no sea excesivamente imprudente postular, si buscamos las huellas del cuerpo en el lenguaje, que el griego kéramos –arcilla, barro de la tierra, vaso, ladrillo (de don-

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de proviene cerámica, barro cocido a alta temperatura)– tenga que ver con la visión del cuerpo humano como una estatua de barro o arcilla alimentada por el fuego interior del aliento o el soplo divino (el alma). En efecto, la raíz *ker (que no es difícil asociar con corporal, corpóreo, etc., ya que estas oscilaciones vocálicas son muy comunes en las raíces derivadas dentro del indoeuropeo) tiene que ver con el fuego y con términos a él relacionados: hogar, cocina, caliente, hermoso, rojo. Pero también –y aquí abordamos la poderosa ambivalencia del lenguaje *ker se relaciona con carbón y con cremar. Y no por azar el griego kéramos significa asimismo prisión. De las variaciones de *ker –que da kernel en inglés, es decir, lo central– resultan, por una parte, el cerebro y, por otra, mediante otro cambio vocálico explicable, lo referente a lo cardíaco. Cardíaco viene del griego kardía, palabra que designaba conjuntamente el corazón y el orificio superior del estómago, así como el estómago mismo. Lo cardíaco, naturalmente, a través del latín cor, es aquello que en español apunta al corazón: de allí también saltamos a palabras como coraza, acorazado, coraje. Puede ocurrir que un órgano se designe mediante un aumentativo del término original, para enfatizar su importancia. Por ejemplo, corazón proviene del latín cor más un sufijo aumentativo del español (en oposición al francés coeur, o al italiano cuore). En la derivación de


la palabra en español, el aumentativo parecería haberse escogido para designar el gran corazón de los seres valientes y amantes. En inglés, core también deriva del latín cor y significa centro: “the core of the question” es el centro o corazón del problema. Cordial significa “persona de corazón” y es miseri-cordioso un corazón que se compadece de los miserables. No parece extraño, en verdad, que el cerebro y el corazón, estos órganos centrales del cuerpo, estén raigalmente emparentados, a través de *ker, en la fonética etimológica. Es decir, el corazón y el cerebro son las emanaciones centrales y vitales del cuerpo, sus órganos más vulnerables y a la vez más importantes, los que esencialmente lo representan: lo sabían los antiguos tan bien como nosotros. El lenguaje no esperó a la teoría de la inteligencia emocional para advertir que mente y afectos están indisolublemente unidos. Concordia, discordia están también relacionadas con la raíz cor, y asimismo recordar, ya que para la mirada indoeuropea la actividad de la memoria radicaba sobre todo en el corazón, como lo prueban el francés Las metáforas relacionadas con los nombres del cuerpo son complejas y delicadas: el cuerpo es lo que contiene el vino, como en los antecesores del inglés body, que se emparenta con nuestra bota o botija de vino; es fruto y simiente en el griego karpós, y embrión en el sánscrito garh. En suma, es lo que envuelve y a la vez lo que crece, en estos ejemplos. En indoiranio hay una raíz krp, que significa a la vez forma y belleza. Y no cuesta imaginar que en lenguas de culturas y religiones tan adictas y tan aptas a la representación de la hermosura física de humanos y dioses, el cuerpo sea visto como forma y belleza inmanente y absoluta. No podemos soslayar, sin embargo, la inquietante proximidad entre cuerpo viviente y cadáver que atestiguan diversas lenguas. En holandés, lichaam es el cuerpo vivo, y lijk, el cuerpo muerto; pero notemos que ambas palabras se remontan a *lei, raíz indoeuropea que significaba algo viscoso y maleable, como la arcilla. En hebreo, lengua integrante del grupo semítico, distinto del indoeuropeo, gush significa cuerpo, persona y cadáver, y gush, bloque, terrón de polvo. El cuerpo español –en una de sus acepciones– y el corpse inglés significan ambos cadáver; y nada más fuerte que la expresión “cuerpo

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par coeur y el inglés by heart.

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presente”, que implica, ineludible y siniestramente, “alma ausente, vida desaparecida”. El sentido original de body en inglés era cask –yelmo, barril, casco–, cuyo diminutivo, casket, significa ataúd. Ciertas derivaciones apuntan al parentesco de las palabras que designan el cuerpo con otras que designan hinchazón, tubérculo –lo que se entierra–, tumor, tumefacción, túmulo y tumba. Pero el cuerpo no es tumba del alma sino de sí mismo; es sólo prisión para el alma, que se escapa inevitablemente de él, como el vino de una barrica o el aliento de la boca. Es como si los idiomas supieran y nos dijeran que el cuerpo protege el alma, pero es incapaz de contenerla. Y si el alma huye del cuerpo, es evidente que, aun para aquellos que la niegan, el cuerpo nunca puede escaparse del alma: “Detrás del cuerpo no hay nada, pero el cuerpo es esencialmente psíquico”, nos dirá el prototipo de agnóstico y negador del alma, y aún tan eminentemente

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contemporáneo, Jean Paul Sartre. No parece sorprendente entonces que las lenguas, en su eclosión primitiva, hayan visto el cuerpo desde la perspectiva que más pudo haber golpeado a los primeros humanos, es decir, desde su precariedad, desde su ser-para-la muerte. Por el contrario, el cuerpo de nuestra cultura, el del esperma congelado, desafía los límites y en muchos sentidos niega la muerte. El alma, por su parte, una noción proveniente de la visión dualista de los griegos, está relacionada con el aire, con el viento, con la respiración. Es psyche en griego –y al decir psy ya nos vemos obligados a exhalar el aire, a relajarnos–; es anima en latín, de allí lo animal, lo animado (notemos al pasar el sinsentido de decir que los animales no tienen alma). En griego, anémona, relacionada etimológicamente, quiere decir “flor que se abre al golpe del viento”. El cuerpo se relaciona entonces con el fuego o con la tierra, y el alma con el aire. Y el cuerpo permanece entonces como envoltorio del fuego, de la sangre, del vino, o de su propia corrupción. Si pasamos a detallar el cuerpo en su anatomía, el pintoresquismo con que el lenguaje nos retrata es insuperable: la cabeza es una taza o un tiesto (entre nosotros, mate); el músculo, un pequeño ratón (mus en latín; recordemos el mouse electrónico, que también viene de allí);


la barriga es una barrica; la pupila, una muñequita (por la imagen que se refleja en ella). Los testículos son los pequeños testigos: los romanos juraban, no por los libros sagrados, como nosotros, sino colocando su mano sobre sus no menos sagrados órganos de reproducción. Era una manera de asentar lo fiable de su virilidad y también, por supuesto, un modo de excluir eficientemente a mujeres y eunucos del ambiente judicial. Las metáforas implícitas en estas palabras suelen reflejar una visión a veces humorística y otras enternecedora y casi maternal de nuestra anatomía, en la que abundan, como puede verse, los diminutivos. Pero también hay una proyección cósmica en la manera en que el lenguaje espeja nuestro cuerpo, viéndolo entrelazado con el mundo vegetal, animal y mineral: así contamos con la palma de las manos o la planta de los pies o las patas de gallo; la yema de los dedos que deriva del gemma latino, que significaba tanto brote vegetal como piedra preciosa. La uña es en griego onix, y de otra variante del mismo origen prootra parte, de la misma raíz indoeuropea, *nogh, vienen nail en inglés, nagel en holandés, y nakha ra en persa. Las uñas se ven, en los idiomas indoeuropeos, como joyas de ónix y nácar. Ejemplo notable de interacción con el mundo vegetal y gastronómico es el nombre del hígado, que viene del latín ficatum, derivado a su vez de ficum, higo, porque ya los griegos alimentaban a las ocas con higos para que desarrollaran el hígado, al que llamaban iecur ficatum (hepar sikoton en griego): “hígado lleno de higos”. Lo notable es que aquello con que se rellenaba el órgano pasó a constituir el nombre del órgano mismo (un procedimiento denominado metonimia). Algunas interesantes sorpresas nos deparan los pliegues etimológicos de la anatomía femenina. Útero tiene una prosapia interesante; se relaciona con el sánscrito udara y el griego ystera y el latín uterus, palabras relacionadas con odre e histeria. Odre es un cuero cosido para contener líquido o para ser usado como flotador. La histeria significaba en griego un sufrimiento localizado en la matriz, sin connotaciones psicológicas. De otra raíz, *gwelbh, que también significaba vientre, útero, provienen en griego delphis (delfín, animal cuya forma recuerda la del

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viene ungula en latín (onicofagia es el hábito de comerse las uñas). Por

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odre). Adelfós es el hermano, o sea el nacido del mismo útero; el prefijo aes aquí copulativo y no negativo. Filadelfia es el amor entre hermanos. El origen indoeuropeo de himen, según el diccionario de Pastor, es *syu, que significa coser (de allí deriva el latín suo, coser, que da en español sutura). En griego encontramos, como derivación de la raíz *syu, ymén, membrana. Si pasamos ahora a la anatomía masculina, recordemos que los testículos para los romanos eran los pequeños testigos. Pene proviene de penis, relacionado etimológicamente con *spen, pender; y originariamente designa la cola que comparte el hombre con los seres cuadrúpedos; pincel, de penicillus (el hongo relacionado con la penicilina se asemeja a un pequeño pincel), es el diminutivo de penis. Así, la lengua parece diferenciar drásticamente entre el órgano masculino en estado de reposo y en su acción eréctil, para la que reserva el nombre de falo,

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derivado del latín phallus, y este del griego phallós, rescatando así el orgullo masculino. Por lo tanto, la célebre envidia del pene, traducida etimológicamente, representaría una peculiar e inexplicable envidia de una cola que cuelga o cae. Es decir, el nombre apropiado para el sentimiento al que apuntaba Freud, si nos atenemos a la realidad lingüística, debería ser el de envidia del poder fálico, propio de todas las zonas capaces de erección. El falo se describe en los diccionarios etimológicos como lo erguido, lo floreciente y burbujeante. La raíz i. e.1 de falo, *bhel, hinchar, produce en todas las lenguas indoeuropeas una interesante catarata de verbos y sustantivos relacionados con verbos como henchir, holgar o florecer. Para finalizar, es interesante también advertir otro tipo de procedimiento metafórico, por el cual los nombres de los órganos o partes del cuerpo humano se proyectan a objetos inanimados: así hablamos de la pestaña de la costura, el ojo de la cerradura, el ojal de la blusa, el codo o re-codo del camino, el re-pecho de la ventana, el cuello y el culo de la botella, el frente de una casa, el pulmón de manzana, la boca-calle, el pie de una lámpara –contrapuesto, curiosa y finamente, a la pata de una silla–, las arterias urbanas, la lengua y la garganta del río, las manos de I e abreviatura de en indoeuropeo


una calle. Es como si viéramos los objetos y espacios que nos rodean munidos de las mismas características biológicas que poseemos, es decir, como extensiones de nuestro propio cuerpo. Doble vía, entonces, de la corriente metafórica que origina el cuerpo: por un lado, las imágenes que nos lo muestran como modelado a semejanza del mundo exterior: fuego, polvo o viento; por el otro, modelo él mismo de la realidad que nos rodea, como si el orbe entero se conformara a nuestra fisonomía, y nuestro espacio doméstico, paisajístico y urbano respondiera a las mismas normas que organizan nuestra apariencia física. La presencia del cuerpo en el mundo y del mundo en el cuerpo, tal como el lenguaje nos la narra, revela una poderosa y permanente interacción, un entrelazado central, indisoluble, de lo humano y lo cósmico. No hay ninguna duda acerca del lugar crucial que nuestra lengua asigna al cuerpo, la atención con que lo dibuja, el cuidado con que lo detalla. El vocabulario relacionado con él lo acerca a la muerte, a la inacabable de onomatopeyas e imágenes, proyecciones y dichos, gracejos e interpretaciones metafísicas. Y puede decirse que el lenguaje mismo representa el primer modelo de escucha profunda del cuerpo, anterior y superior a nosotros, siempre que estemos dispuestos, por nuestra parte, a escuchar al lenguaje mismo como guía de un conocimiento delicado, poético y profundo del misterio inagotable de nuestro cuerpo.

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naturaleza y lo diminuto, a la memoria y el sexo. El cuerpo es fuente

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¿Quiénes curan? Metáforas y devaluaciones Un médico vale por mil hombres. Ilíada Honra al médico por los servicios que presta, que también a él lo creó el Señor. Del Altísimo viene la curación, del rey se reciben las dádivas. Ofrece incienso, un memorial de flor de harina y ofrendas generosas según tus medios. Luego recurre al médico, pues el Señor también lo ha creado; que no se aparte de tu lado, pues lo necesitas. El que peca contra su Hacedor ¡que caiga en manos del médico! Eclesiástico 38: 1, 2, 11, 12, 15

Es el lenguaje, principalmente, el que nos permite reconstruir las dis-

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tintas etapas que ha atravesado la historia de la medicina. Así, un camino muy revelador se abre ante nosotros si examinamos, a lo largo del tiempo, los nombres de la medicina y de aquellos que cuidan a los enfermos. Desde la esfera de lo maternal y del mundo mágico y religioso a la etapa de lo racional e institucionalizado, las palabras mismas muestran una permanente evolución con respecto a quiénes son, desde el punto de vista de la sociedad y sus autoridades, los agentes naturales o legítimos de la actividad que hoy llamamos médica. Este vocabulario es muy sintomático, ya que está ligado al incontestable poder que asumen quienes son capaces de preservar la vida de los miembros de su grupo: implica jerarquías, límites, distancias y estilos destinados a proteger y fortalecer ese poder. En lo que sigue, intentamos mostrar algunos de los jalones en este recorrido milenario de sabiduría, experiencia y poder.

Medicina y maternidad Un dato indiscutible y cuya relevancia, sin embargo, suele soslayarse en la conciencia social, y aun más en la historia académica de la medicina, es que los primeros cuidados del cuerpo en cuanto a nutrición


e higiene, el primer contacto vital y corporal con que el recién nacido cuenta obligatoriamente a su venida al mundo, provienen de su madre. En realidad, desde el embarazo mismo, la atención materna por la vida venidera implica una toma de responsabilidad permanente y un cuidado por detalles físicos y fisiológicos muchas veces ajenos al conocimiento de las madres primerizas. En general, sin embargo, un crecimiento en la conciencia biológica de la madre acompaña el crecimiento de la criatura en su vientre, y la va disponiendo como persona apta para enfrentar las medidas necesarias para lograr un embarazo normal. El nacimiento es un suceso extraordinario, que la acumulación de cuidados en torno al parto –una circunstancia maravillosa pero también traumática, por mucho que se la prepare con escrupulosa anticipación– suele disimular. Quien posee una competencia insustituible para ayudar al recién nacido a reparar y superar el trauma originario es, naturalmente, su propia madre. Son conocidos los casos en que neonatos que por una razón u otra alimentados y atendidos, se debilitan progresivamente y pueden llegar a morir a causa de la privación afectiva y del contacto emocional indispensable en los primeros momentos de la vida. En ese sentido, la madre es por antonomasia el médico instintivo que inaugura la existencia del niño y le provee, tanto en lo físico como en lo afectivo, la estabilidad y el equilibrio suficiente con que afrontar saludablemente su crianza.2 El primer amamantamiento, las primeras palabras, los primeros aseos y cambios de pañales son ritos nada triviales que marcarán la difícil iniciación del bebé en una rutina restauradora, y señalarán asimismo, según su estilo, el acierto o las dificultades con que se irá estableciendo la relación materno-filial. Estas primeras ceremonias, tan físicas como psíquicas, dejarán huellas –no por inconscientes menos poderosas– en la capacidad de confianza con que el futuro adulto enfrentará los cuidados médicos. Los tintes rosados con que se suelen

2 Florencio Escardó, médico argentino apasionado y luchador, llevó adelante en su tiempo una re orma muy discutida, tildada de revolucionaria internar a las madres con sus ni os en ermos, para ue no se rompiera el vínculo a ectivo y se beneficiara la recuperación asta entonces las madres podían visitar a sus ijos internados sólo dos oras por día, de a

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carecen de la presencia física de la madre, aun si están adecuadamente

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reflejar estos primeros gestos dejan en la sombra la carga de responsabilidad, el grado de constante alerta, la mezcla de intuición y conocimiento que implican en la mujer, actitudes muy semejantes a las que se requieren de un médico hecho y derecho. Un brillante estudio de Portman citado por Laín Entralgo subraya la inmadurez de nuestra especie en el momento del nacimiento, sugiriendo el nombre de útero social para el entorno protector y formativo que rodea al niño durante los primeros meses de su existencia extrauterina, en los cuales la madre o su reemplazante tiene un rol central. Hay cuantiosa evidencia biológica, antropológica, histórica y social, que muestra que estos primeros meses del infante son determinantes en la formación de su carácter y de su aptitud para insertarse en su grupo de pertenencia, así como también influyen decisivamente en el tipo de patologías a los que el niño será susceptible más adelante. No es un azar, ciertamente, que en inglés se llame nurses (equivaA LA ESCUCHA DEL CUERPO

lente a nuestras nodrizas, término relacionado con nutrir) a las enfermeras: en el cuidado a un enfermo desvalido, en verdad, hay una suerte de reconocimiento del niño en él, que precisa ser respetado y llevado suavemente hasta la convalecencia. La intuición fundamental es que el amamantamiento es la primera curación. La expresión “cuidados maternales” mantiene con fuerza esta intuición. El “sana, sana, culito de rana”, el beso sobre la parte golpeada, aun cuando no son terapias infalibles, son ternuras que tienen la virtud de atajar el desconsuelo. No está de más recordar que etimológicamente la raíz *dhei-, que significa chupar, amamantar, se prolonga en palabras como fémina, de donde hembra: la mujer se define lingüísticamente como aquella que amamanta. La misma raíz está presente en palabras como fertilidad, fecundidad y felicidad, derivaciones que muestran la fuerza de esta raíz. Felix, en latín, es el árbol que produce frutos, es decir, fecundo, fértil. Plinio dice que el vulgo llama infelices a los árboles que no dan fruto. También quiere decir favorecido por los dioses, feliz. Interesante es la relación que traza la lengua entre la posibilidad de fructificar –es decir, de crear de una manera nutritiva– y la felicidad. Además se asocia *dhei- con fe-to y con hijo, que es fil-ius en latín, fi-ls en francés y fi-glio en italiano. El hijo es quien es amamantado. Las


palabras mismas parecen estar diciéndonos entonces que hay una relación profunda y directa entre el nombre de la mujer y la anatomía femenina con la fecundidad. Lo mismo ocurre, para sorpresa de muchos, con felación, palabra que se refiere en primer lugar al pecho femenino amamantante y su contacto con el niño. Recordemos, al respecto, la curiosa norma pediátrica de los años cincuenta en Estados Unidos – paroxismo de la época puritana–, que desaconsejaba formalmente a las mujeres que amamantaran a sus niños. Una norma que acaso se sustentaba en la necesidad de exorcizar un placer que se consideraba intolerable por incestuoso. Este doble valor del pecho femenino, erótico y nutricio al mismo tiempo, ha imantado el imaginario cultural, rico en representaciones plásticas y literarias que recorren desde la Venus de las épocas neolíticas a las fantasías pornográficas de Internet, pasando por las imágenes de las vírgenes medievales provocativamente alimentando a sus infantes. La armonía, la represión, el sadismo, la voluptuosidad que emergen la complejidad y la intensidad con que estas representaciones son vividas y experimentadas. Un interesante estudio del Dr. Florentino Sanguinetti concluye al respecto de la siguiente manera: Freud ha dicho: “Cuando el niño mama, está poseído de instinto sexual”. Son dos funciones las de la feminidad a través de la mama: 1) como medio de seducción amorosa, 2) como elemento de creación maternal, y mantenimiento de la creación a través de la lactancia. Los pechos de la Artemisa de Efeso destacan la fertilidad, los de Venus la atracción amorosa. [...] La psicología profunda afirma que la idealización de un objeto se acompaña siempre del temor a perderlo; a mayor idealización, mayor ansiedad persecutoria. Cuando la mujer enfrenta la amenaza de una enfermedad mamaria, inmediatamente aflora en ella una fuerte ansiedad de pérdida, que se manifiesta en la fantasía de quedar sin pechos, y por lo tanto, sin los atributos de su identidad sexual. Tales fantasías de pérdida no están sólo referidas a lo concreto y anatómico, sino, en un plano simbólico, a la posibilidad de pensar,

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de las distintas representaciones de las imágenes mamarias muestran

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de crear ideas, de sentirse productiva en el trabajo, actividades estas que la mujer desarrolla como manera de sublimar sus impulsos vitales y de sentirse integrada a la sociedad. De allí la importancia, para los médicos, de asomarse al repertorio de símbolos vinculados con la mama, un camino natural para una interpretación más profunda de las complejas emociones de sus pacientes. Pero la femineidad, que como hemos visto etimológicamente se refiere a la capacidad nutricia de la mujer, no siempre goza de buena fama. Alvaro García Meseguer, autor de Lenguaje y discriminación sexual, una crítica al Diccionario de la Real Academia (drae) en su edición de 1970, con las enmiendas recogidas hasta 1976, hacía notar el sesgo de las siguientes definiciones:

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Femenino: débil, endeble. Afeminación: molicie, flojedad de ánimo. Molicie: afición al regalo, afeminación. Blando: afeminado y que no es fuerte para el trabajo. Varonil: esforzado, valeroso y firme. Hombrada: acción propia de un hombre generoso y esforzado. Fuerte: animoso, varonil. Viril: propio del varón. Laudatorio. Demostrativo de virtudes propias del hombre: valor, energía, entereza. Notemos asimismo que viril procede de la raíz indoeuropea *wi-ro, que significa, entre otras cosas, varón, soldado, y dio origen a warrior, guerrero, en inglés. Los diccionarios ingleses, como el autorizado Webster (1960), no apuntaban mucho mejor en este sentido: Male (macho) significa fuerte, vigoroso. Masculine se aplica a cualidades tales como la fuerza y el vigor, características de los hombres. Manly sugiere nobles cualidades como coraje, independencia, etc. Mannish, relativo a las mujeres, implica imitación de rasgos y vestimentas de hombre.


Viril acentúa cualidades como fortaleza y vigor, y específicamente, designa la potencia sexual característica de un hombre maduro. Female se define como el sexo que produce óvulos y da nacimiento a niños. Woman es el ser humano femenino. Sirviente femenina, esposa, macho afeminado (sic). Womanish sugiere la debilidad y los defectos que se consideran propios de las mujeres. Este penoso rastreo muestra la proclividad de reservar las cualidades heroicas y la fortaleza moral para los varones, y el halo despectivo que rodeaba hasta hace relativamente poco a la figura nutricia y procreadora de la mujer. Las versiones actuales de ambos diccionarios, afortunadamente atentas al cambio de los tiempos, ofrecen, en general, definiciones mucho más satisfactorias, incluyendo algunas curiosidades inesperadas: así, male es descrito en el diccionario Webster de cular, se ha desterrado en inglés la ominosa ecuación de igualdad entre lo femenino y la molicie o bien con lo blando y lo débil. Al parecer, las feministas desterraron para siempre esta imagen, a partir de la imagen que tienen de sí mismas. Pero con todo, el drae de 2005 insiste en describir el adjetivo femenino, en una de sus acepciones, como “débil, endeble”. Ninguno de los que establecieron esta definición, probablemente, haya pasado nunca por una sala de partos. Si algunas definiciones pudieron, felizmente, cambiar, las etimologías no parecen haber mentido, al reservar desde siempre la guerra para los varones y la felicidad para las mujeres. No parece difícil adivinar quiénes han elegido la mejor parte. El hecho de que la medicina en el mundo contemporáneo se ejerza mayoritariamente, en particular en sus responsabilidades más altas, a través de varones, muestra una cierta desconfianza de la medicina hacia la mujer. Las mujeres han ido ganando su sitio en el mundo médico a través de batallas épicas en cuanto a su admisión en la Facultad de Medicina, donde fueron inicialmente objeto de brutales rechazos. Aquellos países en que la medicina –y en particular, la administración médica– ha

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2003 como “perteneciente al sexo que no puede tener niños”. En parti-

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ido pasando a manos de mujeres, como ocurrió en gran escala en una determinada época en la Unión Soviética, suelen ser los mismos en que la actividad médica declina en cuanto a remuneración económica. No es tampoco un azar que las parteras –marginales en el mundo médico– sean mujeres (llamadas, también, comadronas), y los cirujanos –los mejor pagados entre los médicos– se cuenten mayoritariamente entre los varones. Conviene mirar, desde el lenguaje, cómo se han plasmado las palabras que designan las actividades y el aspecto propios de la mujer en la gestación y el alumbramiento. Como veremos, se trata de zonas particularmente expuestas al tabú y al eufemismo, y también a ciertas significativas transformaciones de sentido. Aquí se cristalizan los temores y las ambivalencias de una sociedad que, aun habiendo realizado grandes progresos en la equiparación de la mujer, no ha puesto al día,

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en su lenguaje, la expresión de la maternidad como plenitud biológica y la atavía, en cambio, de extraños silencios o de implicaciones negativas. La connotación despectiva que suelen adquirir palabras como comadre (co-madre) o matrona –en sí mismas, en su origen, perfectamente dignas– muestran a las claras la marginalidad en que el mundo “profesional” o “culto” suele mantener a las mujeres encargadas nada menos que de rodear de cuidados imprescindibles a la madre que da a luz en los momentos cruciales de su alumbramiento. (Nótese que el nombre de matrona se extendió en su acepción a las mujeres que en aduanas o cárceles tienen la poca maternal misión de registrar a otras mujeres). Una excepción brillante es el francés, donde a la partera se le dice sage-femme, es decir, mujer experimentada, sabia. Esta expresión no tiene contraparte masculina. Encinta y embarazada tienen una curiosa historia. La primera se establece a través de una lectura popular del término in-cinta, que se interpretó como des-ceñida, ya que las romanas solían abandonar la cinta que llevaban alrededor del talle cuando comenzaban el período de gestación. Es decir, se leyó el in-inicial con el valor negativo que este suele exhibir (in-estable, in-conveniente, etc.). Por su parte, el diccionario etimológico español de Corominas y otras fuentes nos dicen que embarazar viene del leonés o portugués


embaraçar, derivado de baraça: lazo, cordel, cordón (este a su vez de origen prerromano, acaso celta). Aquí también el prefijo em- se lee como negativo, de modo que volvemos a un significado semejante al de desceñida: sin cordel. De manera que, originalmente, acaso como eufemismo, se designaba a la mujer gestante por una costumbre natural, que le dictaba desceñirse para desarrollar sin estorbos la gestación. Encinta y embarazada hablaban originalmente de mayor libertad, no de estorbo u obstáculo, ni de vergüenza. Pero paulatinamente la palabra embarazada se va cargando de connotaciones negativas. El diccionario de María Moliner define de la siguiente manera el sustantivo embarazo: Dificultad, estorbo u obstáculo; cosa que embaraza. Apuro, cohibimiento, vergüenza o turbación que quitan a alguien desenvoltura para hablar, comportarse, etc. Estado de la mujer embarazada.

punto de que este significado se volvió el primario. Es sumamente llamativo que la plétora biológica de la mujer, el momento en que lleva a cabo nada menos que la reproducción de la especie, se designe con el nombre que también significa cohibimiento, turbación o vergüenza. Cabría preguntarse qué es lo que produce tal cohibimiento, y quién es en verdad el sujeto del embarazo, aquel que se siente turbado, avergonzado o cohibido ante este suceso vital. El embarazo parece desafiar las normas de discreción y de estética de una sociedad que premia a las modelos anoréxicas y aconseja delgadez y agilidad como valores supremos en materia de elegancia. Nuestro “estar gruesa”, el francés grossesse, igualan gordura u obesidad con gestación. La actitud que enarbolan desde hace un tiempo las mujeres embarazadas –en particular las muy jóvenes– exhibiendo vientres y ombligos prominentes, parece ser una respuesta desafiante a estas imposiciones. La voz castiza para esta situación fue preñada, de praegnans, donde cabe distinguir prae-, prefijo que indica anterioridad, y -gna-, de una

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Lo interesante entonces es que lo que primero se vio como liberación, desceñimiento, luego pasó a significar estorbo o dificultad, al


raíz i. e. *gen, dar a luz, parir, de donde se derivan en latín nascor, nacer, y el elemento -gna de praegnans. La preñada sería aquella que va anticipando el nacimiento. De la misma familia proviene impregnare, llenar, impregnar, colmar, embarazar, en latín. Pero en la impregnación se subraya el estado de la mujer que concibe mediante el semen del varón, como si este fuera el momento determinante de todo el proceso, dejando de lado la ovulación y la gestación, que son tan necesarias como el coito para el advenimiento de un nuevo ser. El latín, como el inglés, no tiene verbos o nombres específicos para la actividad de la mujer en el parto: único y exclusivo protagonista del nacimiento es Su Majestad el niño. Una incomodidad semejante parece presentarse con respecto a los verbos que dan cuenta de la actividad del parto por parte de la madre. Nadie dice: “Fulana acaba de parir un niño” porque expresarse así

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resultaría un tanto chocante. “Dio a luz”, si bien es una hermosa expresión típica del español, suena excesivamente literaria, del mismo modo que nuestro hermoso alumbrar. En el medio, entonces, se produce una suerte de curioso eufemismo. En efecto, decir “ha tenido un niño” –el modismo preferido en este caso– resulta un tanto paradójico, ya que en el mismo momento en que el niño nace, la madre deja de tenerlo físicamente en su vientre. Es como si se dijera que la madre accede a la posesión del hijo solamente cuando acepta expulsarlo de su cuerpo y entregarlo al grupo familiar; como si se permitiera a la madre “tener un niño” sólo en el momento en que el niño aparece en sociedad, desapareciendo de su intimidad corporal. Muy curiosa es también, y según creo, sin equivalentes, la expresión española: “Tuvo familia”, sintomática al parecer de una sociedad que invisibiliza a las madres solas o solteras. O acaso la idea es que es el hijo quien funda verdaderamente la familia... En el inglés la incomodidad referida a la situación de parto es acaso más evidente, ya que en esa lengua no existe una palabra que distinga parto de nacimiento: birth significa ambas cosas a la vez, y en las expresiones compuestas (birth-control, birth-rate, birth-mark) se debe interpretar como nacimiento. Labor, que se traduce, según el contexto, como parto, significa primordialmente trabajo, y childbirth (literalmente:


nacimiento de niño) es en realidad el proceso de dar a luz la madre, discretamente omitida como protagonista del evento a lo largo de todo este léxico tenazmente excluyente, en el que el tabú con respecto a nombrar a la mujer generadora de vida se exhibe flagrantemente con palabras o verbos específicos. Asimismo, la palabra parturienta exhibe la misma terminación que calenturienta; se tiene la impresión de que el niño es una fiebre o tumor que debiera extirparse, y no una nueva vida cuyo inicio natural debe apoyarse. (Las rimas sugieren que la terminación es despectiva: mugrienta, hambrienta, angurrienta, polvorienta, sangrienta, avarienta). En latín, el radical nasc-, que dará lugar a palabras como nacimiento, dio origen a nascentia, que luego tomó el sentido de tumor naciente, excrecencia. Si nos detenemos ahora en los términos que encuadran la actividad misma de la reproducción, observamos que se dan allí los mismos principios de ocultamiento o negación que ya hemos observado en el + generare, que literalmente significa “generar dentro”; algo así como sembrar o implantar. Complementariamente, concebir deriva de cum + capio, que significa captar, recoger, contener; el prefijo cum- puede significar compañía, instrumentación, o bien funcionar como intensificador o reforzador de la acción. Según esta perspectiva, es el hombre quien da, crea, genera; la mujer se limita a tomar, o recibir. Observemos que la responsabilidad de la captación de lo engendrado por el hombre recae en la mujer, que debe tener capacidad (por cierto, también de capere) de responder a la acción, incuestionablemente masculina, de introducir en ella la semilla. De acuerdo con las metáforas que sugieren estas definiciones y etimologías, la mujer es vista como una tierra que recibe la simiente, pero sin aportar ningún material genético por sí misma. Como dice un escritor español, “bien mirado, la mujer poco tenía que ver con el hijo. Que lo importante era la generación, y lo demás, pues gestación (de gerere, llevar), significa simplemente llevarlo, y luego parirlo, dejarlo aparecer, simplemente”. (Curiosamente, otras vueltas del lenguaje parecen compensar estos desequilibrios: así, los conceptos

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vocabulario anterior. En primer lugar, engendrar procede del latín in


adquiren la dignidad de las ideas, mientras los engendros son deleznables fantoches de la imaginación). No es extraño, acaso, que en una sociedad y dentro de un lenguaje tan ajenos a los valores más profundos de la femineidad y la maternidad, el médico contemporáneo reprima en sí mismo aquellos rasgos maternales que no son exclusivos de la femineidad, sino comunes, virtualmente, a toda la especie: la predisposición al contacto físico, la delicadeza, el cuidado por los detalles y una cierta medida de empatía y ternura por el desamparo o la debilidad del otro. Virtudes todas que los médicos de corazón no ignoran y que aseguran el trato fructuoso con sus pacientes. Groddek ha señalado la nostalgia que siente el hombre por el parto, que se traduce en el desagrado implícito por la maternidad, ese miedo ante el cuerpo que conduce asimismo a la tentativa de controlar técnicamente todo el proceso relacionado con el alumbramiento. Su-

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giere por lo tanto invertir la propuesta freudiana: la mujer no sería un hombre castrado; no hay envidia del pene, sino que cabría considerar al hombre como una mujer incompleta, un individuo perseguido por el deseo de parir. Puede recordarse aquí la impresionante práctica de ciertas etnias sudamericanas, en las que la mujer alumbra por sí misma, colgándose de las ramas de un árbol a las orillas del río, mientras el varón permanece en una choza, gimiendo, rodeado de familiares que atienden su desvelo: una expresiva demostración de esta verdad potentemente enterrada en nuestro mundo. Más ecuánime, sin embargo, nos parece una perspectiva en la que la llamada envidia del pene o bien su complementaria, la del útero, se resuelvan en un reconocimiento de la capacidad fálica, creativa, que compartimos todos los seres humanos, así como poseemos todos la capacidad de gestación, esto es, de llevar a cabo y alimentar la plenitud de la vida para otros seres vivientes. Como lo ha dicho Freud: “Roca viva de la masculinidad es aceptar su femineidad”, es decir, la femineidad inherente a todo varón (1979, XXIII). Es decir que, en una perspectiva equilibrada, no cabe atribuir lo fálico sólo a los varones ni la capacidad de gestar exclusivamente a las mujeres, ya que no es masculina la mujer fálica ni afeminado el hombre gestacional. Y en realidad, deberíamos ver la función médica como


fálico-gestante: la buena fusión entre ambos términos permite la integración de lo activo-pasivo que cada género requiere asumir. Debemos reconocer, con todo, que esta vocación de lo materno como rasgo arquetípico del cuidado medicinal no se inscribe en el vocabulario médico, salvo en el nombre de los edificios o instituciones encargados de atender a la mujer en instancias de parto, que se llaman, naturalmente, maternidades. En este sentido, es interesante considerar el significado de la palabra obstetricia. Ob-stetrix, en latín, designa a la mujer que, de pie frente a la parturienta, se prepara a recibir al niño. Ob- significa delante, y stet deriva del verbo sto, stare, que es el antecedente de nuestro estar. (Muchos se preguntan, en realidad, si esta es la posición adecuada en cuanto al bienestar de la madre se refiere: lo que parece estar contemplado en este escenario es sobre todo la comodidad de quienes asisten al parto). Desde el punto de vista de las palabras empleadas, también resulta interesante ver la terminación -trix (en español -triz, como en actriz o emperatriz), manos. (También existió un verbo obstetrico, que significaba asistir en un parto). El término obstetra, acuñado modernamente, zanja la dificultad genérica, designando, como corresponde, tanto a las mujeres como a los varones que asisten a las madres en este acontecimiento crucial. Pero desde el punto de vista lingüístico, la tarea y el arte de recibir al niño, la obstetricia, donde perdura el sufijo -trix, típicamente femenino, ha sido –y simbólicamente es– tarea primordial y específica de mujeres, colaborando con otras mujeres en ese milagro cotidiano que el español llama “dar a luz”. Negar la importancia de la relación y la función materna como un posible modelo de la actitud medicinal trae aparejadas otras negaciones. El hecho de que la nutrición no esté totalmente incorporada como materia central en al currículum de la carrera médica muestra a las claras cómo la medicina, en tiempos modernos, se organiza desde una perspectiva mecanicista, que se especializa en cada órgano, pero no en el funcionamiento integral de la persona, con sus necesidades y costumbres. En gran medida, las enfermedades que nos aquejan parten de una alimentación desequilibrada, que afecta todo nuestro comportamiento

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que es propia y exclusivamente femenina cuando se aplica a agentes hu-


físico; y la recuperación plena de la salud se obtiene sólo con una atención perseverante relativa a los alimentos que consumimos, una atención que todavía es genéricamente femenina y maternal. No se trata de una mera apelación sentimental a las ternuras curativas provenientes del hogar. En la historia de la medicina en Francia, luego de la Revolución francesa, según lo relata Michel Foucault, la instalación de los hospitales encontró una fuerte reacción negativa entre aquellos que abogaban por la prioridad de la familia como gestora primordial de la restauración de la salud de los enfermos. Se la consideraba más competente, incluso, que la autoridad médica en ese sentido, por aventajar los parientes cercanos a cualquier médico ajeno al contorno familiar, en cuanto al conocimiento íntimo del enfermo y a la capacidad de prever sus reacciones ante las variaciones específicas de la enfermedad y sus remedios. El olvido masivo de las verdades parciales implicadas en esta actitud, y la entrega incondicional de la mayor parte de la población a los A LA ESCUCHA DEL CUERPO

poderes hospitalarios, habla bien a las claras del avance indetenible de la mentalidad técnico-administrativa y del omnipotente Estado terapéutico sobre nuestro estilo de vida contemporáneo.

Grecia: la persistencia de lo mágico-religioso Es curioso comprobar que los griegos carecieran de un término específico para designar a aquel a quien los romanos llamaron medicus; es decir, los términos de esta esfera no se reducían en forma excluyente a la restauración física, sino que implicaban servicio en general. La idea de que la medicina es o debe ser algo más que el mero restablecimiento físico del enfermo, ya que incluye o debería incluir su bienestar general y su reinserción total entre sus allegados, nunca ha desaparecido del todo, y vuelve a reaparecer modernamente en la figura del médico clínico o médico de cabecera, y en ciertos desarrollos de la medicina psicosomática y la psicología grupal: en ese sentido, presenciamos un cierto retorno de la modalidad griega entre nosotros. En Grecia, donde el conocimiento racional, procedente en parte de la tradición platónica, desdobla al ser humano en un cuerpo material


y un psiquismo, la medicina fue tendiendo a desacralizarse, abandonando paulatinamente el ámbito de las fuerzas mágicas o los poderes divinos que habitaba en la Antigüedad, restringiéndose a la observación y a la comprensión del organismo corporal, de sus enfermedades y de los métodos de curación correspondientes. El griego, sin embargo, conserva la terminología de lo médico como magia, como intervención religiosa cultural, como curación y también como servicio. Lo que observamos es que, sin formar otros términos nuevos para la nueva concepción, más racional, de la medicina, el griego va cargando sus vocablos tradicionales de nuevos sentidos. También debemos tener en cuenta el hecho de que las mujeres y los esclavos estaban excluidos, por la ley ateniense, de la administración de los cuidados medicinales, lo que parece indicar que un fuerte sesgo patriarcalista y elitista dominó desde el principio el desarrollo de la medicina en esa cultura. De hecho, en Grecia y Asia Menor, los médicos parecen haber gozado de alta reputación.

ran y cosen tejidos–, luego con aquellos que cuidan reanimando y poniendo en movimiento los músculos mediante el calor, y finalmente con aquellos fieles servidores, imbuidos de cierto conocimiento pero sobre todo guiados por el afecto hacia la persona enferma, que procuran su restablecimiento. En los tres grupos, con un grado de imbricación diferente, aparecen connotaciones mágicas o religiosas. Al primer grupo se vincula el verbo akeo: reparar; al segundo, el verbo iáomai: reanimar; y al tercero, el verbo therapeuo: servir. En el primer caso, está clara la persistencia de lo mágico- religioso. Akoé, por ejemplo, perteneciente a la misma familia léxica que akéo, significa curación y remedio mediante la recitación de fórmulas eficaces. Probablemente se requiriera cierta unción o solemnidad para administrar estas fórmulas, ya que akéomai significa reparar enfermedades o cosas, sanar (pero también: estar tranquilo, silencioso). Akéstor significa salvador, lo mismo que akésios, que es un epíteto de Apolo, dios vinculado a la medicina. El sentido medicinal de esta familia de palabras es, sin embargo, secundario, ya que el primero era reparar, restaurar, significado que

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Desde el punto de vista lexical, quienes ejercen la curación entre los griegos son equiparados en primer lugar con los sastres –ya que repa-

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se conservó, aplicado especialmente a la tarea del sastre en cuanto a la reparación de la ropa. Así, akestria es costurera, y akestra, aguja de coser; pero observemos que akestrís es la partera, la que en ocasiones debía restaurar las heridas o desgarraduras producidas por el parto. Probablemente este es el eslabón significativo que produce el pasaje del grupo lexical referido a las tareas de los sastres al ámbito médico. Las parteras juegan un papel tan importante e imprescindible como devaluado en la historia social de la humanidad y en particular, en la evolución de la medicina, pero nada quita que hayan representado un elemento crucial en su desarrollo. Notemos de paso que la metáfora que analoga al médico y al sastre perdura hasta nuestros días: todavía hoy las cicatrices burdas que puede dejar una herida se llaman costurones. Y es curioso comprobar que la acupuntura, que es a menudo fuertemente resistida por la medicina oficial, lleva en su raíz el mismo elemento que entre los griegos integró A LA ESCUCHA DEL CUERPO

las primeras denominaciones que se otorgaron al arte de curar. También encontramos la raíz ak- en el nombre de Panacea, una de las dos hijas de Esculapio, el dios griego de la medicina, que conlleva el significado de todo (pan) y remedio(akos), es decir, el remedio que lo cura todo. Estas imágenes son naturales en el mundo griego. Recordemos que en El Banquete de Platón, Eros, dios del amor, está representado como el médico que reúne y sutura lo que está dividido (sym-ballein). Pero la familia de akos perdió paulatinamente su vigencia al imponerse como competidora otra familia, representada por iatría: arte médica; iatrós, médico. Nuevamente están presentes en esta red lexical los elementos mágico-religiosos: íatra es el salario del médico, pero también la ofrenda a un dios para obtener la curación; iatromantis es médico adivino. El origen etimológico, en nuestra opinión, parecería ser iaino: calentar, ablandar por el calor (mediante la cera o el agua, como ocurre al aplicarse fomentos, o al recurrir a las aguas termales), reconfortar, estimular, alegrar (Chantraine 1980: 452; Buck 1949: 306). Pero el sentido original de iaino posiblemente haya sido “poner en movimiento” (como se mueven o agitan los líquidos al calentarse), y provendría de la raíz indoeuropea *eis-: lanzarse, correr, animar, vivificar.


La misma raíz está presente en el sánscrito isira: refrescante, activo, vigoroso (cualidades que pueden predicarse de un buen medicamento). Desde la idea de “volver a poner en movimiento” se habría derivado la de restablecer, reanimar a quien estaba enfermo. Nuevamente encontramos en esta familia residuos de nociones mágicas y religiosas, en adivinaciones y ofrendas. Por último, examinemos therapeuo. Es esta una forma de expresión que parecería responder a otro tiempo, a otra forma de organización social: designa al encargado de cuidar al enfermo como servidor, siervo o esclavo, con todas las modalidades que la esclavitud adoptó en las sociedades autocráticas, desde el sometimiento total hasta su inclusión como fámulo en la familia romana, llegando luego al prestigio logrado en Roma por los esclavos griegos, que eran maestros, pedagogos, y también médicos imbuidos de conocimientos racionales. Si therapeutés pudo llegar a designar al médico, fue porque en el origen del término, en su raíz, no estaba la noción de esclavo, sino la de mental en las culturas primitivas, y en ella consistía la esencia del servir. Esto resulta evidente si observamos el origen del latín servo: preservar, guardar, conservar; procedente del indoeuropeo *wer-: percibir, guardar, guardarse de, vigilar, proteger. En griego, derivado del mismo origen, encontramos orao, ver; asimismo frourá (procedente de pro-orao) significa guardia, vigilancia, guarnición. El diccionario etimológico griego de Chantraine señala que todas estas formas nominales expresan la idea de vigilar, cuidar; también aparecen, desde el mismo origen, en el persa, pasus-haurva: el que cuida el ganado. También en alemán antiguo encontramos wara: atención, y su derivado wahrnehmen: percibir. El mirar primitivo designado por *wer no era un simple regodeo visual: tenía una función altamente relevante para el grupo, ya que quien estaba a cargo de mirar era también el encargado de advertir y alertar, y de ese modo cuidar y proteger al grupo de los peligros exteriores. En cuanto al griego therapeuo, las confluencias de sentido son evidentes, ya que significa tener cuidado de, tener solicitud por, servir, honrar, prestar cuidados médicos; therápon, por su parte, es quien tiene

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“encargado de cuidar”. Y esta noción de cuidar mirando resulta funda-


cuidado de, siervo; y therápeuma significa cuidado, remedio, muestra de atención. Posiblemente estén también relacionados, en el griego, theoreo: observar, contemplar, examinar; theoría: acción de observar. Chantraine propone como etimología de theoria, thea-oras (thea: espectáculo y oros: que observa). Para los primeros casos, partiendo de la acción de ver, mirar, observar, se llega a cuidar, vigilar, guardar, cuidar de. Etimólogos prestigiosos como Ernout-Meillet y Benveniste disocian servo (observar) de servus, (el que cuida; en última instancia, el latín designa con este nombre no sólo al servidor, sino al esclavo), pero es muy probable que no consideraran que se trata de términos originales de la cultura nómade y de la función de quien en ella tenía a su cargo el cuidado del rebaño y del grupo humano: mirar atentamente, vigilar, como formas de preservar de peligros, de cuidar a los suyos, a lo suyo. Con el tiempo, con el paso a la sedentarización y a la sociedad patriarcal, de clases, desaparece esa función, pero los términos se conA LA ESCUCHA DEL CUERPO

servan, y pasan a designar a quienes desempeñan la tarea de cuidar, aun cuando se trate del cuidado de lo ajeno. Son actividades de orden inferior, propias de los carentes de poder y riqueza. Más tarde, con la aparición de la esclavitud, estas tareas serán realizadas por aquellos que carecen incluso de la condición de miembros plenos del grupo, los carentes de libertad, es decir, los siervos. En resumen, *wer- es ciertamente el origen de guardián y de siervo; y orao (y por lo tanto su raíz *wer-) es probablemente el origen de terapeuta. En el caso de terapeuta, “vigilar, mirar atentamente” no aparecen como definiciones de la familia de términos griegos, pero estaría implícitamente en su probable raíz orao, de modo que también terapeuta se derivaría en su origen (origen tan olvidado como para no ver la relación de servo y servus) de la primitiva función del pastor nómade encargado del rebaño. En griego se constituye así la familia de términos derivados de therapeuo. El amor al prójimo cristiano primero, y la filantropía laica después, retomarán esta concepción de un servicio voluntario que por sus motivaciones emotivas rescata incluso lo afectivo y maternal. Hay que tener en cuenta que una tradición, antigua pero siempre persistente, concibe el cuidado de los enfermos como parte integrante de la relación personal de parentesco, y lo nombra con términos relacionados


con cuidar. Curar es entonces, en ese contexto, sólo una de las formas con que se cuida a quien se quiere. Con el tiempo therapeuein, cuyo sentido básico es servir, cuidar de, fue sustituyendo a iaomai. Así vemos cómo, según el diccionario de etimología griega de Chantraine, therapon, en los textos de Homero, designa al ayudante del guerrero, su escudero; therápaina es sirvienta, esclava; therapeuon designa los cuidados que presta un servidor, un amigo, los honores que se rinden a un dios o a un personaje importante, y finalmente las atenciones que se brindan a un enfermo; y therapeia es tratamiento médico. No se trata necesariamente de un esclavo como agente de estas actividades, pero tampoco de una autoridad; simplemente, es alguien que sirve por fidelidad o afecto. Puede tratarse tanto de un adorador, como de alguien que busca ser grato, complacer, y en sentido médico, la persona apta para prodigar cuidado médico. En therapeuo reencontramos cierta correspondencia con un sentido religioso, pero esto se da sólo cuando se trata de los honores adjudico-religiosas, bajo cuyo influjo se concebía en ciertas etapas la actividad destinada a devolver la salud, se fue pasando paulatinamente a un sentido moral de cuidado fraternal entre personas vinculadas por un lazo familiar o afectivo. Es decir, los lazos personales –que nunca dejaron de existir, protagonizados por la figura materna– se acentúan, más allá de los sistemas rituales que intentaban monopolizar el cuidado de la salud. Es interesante que entre nosotros una expresión como “ir a terapia” se interprete casi exclusivamente en el sentido de recibir tratamiento de un psicólogo o un psicoanalista, como si estos especialistas hubieran retenido exclusivamente para sí la noción de servicio y cuidado que debería abarcar en principio a toda la profesión médica. Explorar las maneras en que esta terminología se fue implantando entre nosotros es un capítulo abierto en el léxico de la medicina. En ninguno de los tres grupos estudiados, como hemos podido observarlo, faltan las connotaciones mágico-religiosas, desde la akoé que es curación mediante recitado de fórmulas, al therapeuon que involucra tanto los cuidados impartidos al amigo como las ofrendas presentadas a un dios, pasando por íatra, que designa tanto el salario del médico

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cados a un dios. En general, parecería que desde las estructuras mági-


como aquello que se ofrece a un dios para obtener la curación. La idea subyacente de que los cuidados procurados al enfermo son necesarios pero no suficientes para lograr su total restablecimiento, y que potencias mágicas o dioses también deben rondar su lecho, parece inexpugnable dentro del vocabulario griego, a pesar de ser el pensamiento helénico la quinta columna racionalista más fuerte dentro de la cultura de Occidente. Es notable observar cómo la mayor parte del vocabulario médico contemporáneo reposa antes en el vocabulario griego que en el latino, lo que se debe sin duda al hecho de que fueron los árabes quienes transportaron literalmente los conocimientos médicos del mundo griego a la Europa cristiana, que los adoptó con su envoltorio lingüístico de origen, tal como hoy aceptamos la marca anglosajona en los elemento, de electrónica que importamos. Oftalmólogos, cardiópatas, oncólogos,

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alópatas y homeópatas proceden todos por igual, en sus denominaciones, de las elegantes y exóticas derivaciones griegas aclimatadas en el latín tardío y luego transmitidas desde Europa a todo el planeta. Muchas veces estas palabras se reproducen y difunden sin que asome la menor noción acerca del origen y alcance de sus contenidos. Muy pocos sospechan, por ejemplo, el parentesco lingüístico entre cirujano y quirófano, que contienen ambas, a través de muy diversos caminos fonéticos, un elemento griego primitivo, xeirós (mano), también presente en quiromancia, el arte de adivinación mediante la lectura de las manos. Esta raíz se combina en cirugía con ergon, obra, operación, cuya presencia es acaso más patente en el inglés cherurgy; y en quirófano con fáinein, transparencia, aquello que posibilita la mirada, como lo vemos en diáfano. Es decir, el quirófano es el lugar que posibilita mirar lo que la mano realiza. El diccionario etimológico español de Corominas nos informa acerca de la acepción de cirugía en sus comienzos: “Trabajo manual, práctica de un oficio. Considerado trabajo inferior, como el de barbero, carnicero”. Según Jacques Le Goff, citado por Le Breton, en los primeros tiempos el cirujano era despreciado y se encontraba en el mismo rango que el barbero, el carnicero y el verdugo, porque consentía el contacto físico con sus pacientes. Para remover este prejuicio debieron soplar


primero vientos herejes, que cuestionaron la doctrina eclesiástica de la sacralidad del cuerpo y prohibían en particular las autopsias, realizadas con el mayor sigilo en los comienzos de la ciencia médica. Ya en el siglo xii los médicos se dividen en tres categorías, comenzando por los universitarios, seguidos luego por los cirujanos, que desafían el tabú de la sangre y el contacto físico, pero que se organizan sólo a fines del xiii –despreciados por los otros porque no sabían latín– y finalmente, en el escalón más bajo, los barberos. El ascenso de los cirujanos contemporáneos en prestigio y rango dentro de la profesión médica se debe en gran parte al progreso arrollador de la tecnología contemporánea. En verdad, en los primeros tiempos de la medicina, aunque pareza extraño, tocar el cuerpo se consideraba deshonroso. (Y hoy, lamentablemente, la práctica médica también soslaya, en muchos casos, ese contacto tantas veces necesario, delegándolo exclusivamente en enfermeros o enfermeras). Mayor prestigio tenían los que curaban “de lejos”.

viduo que extrae cosas de los desperdicios. Un ‘profesional’ que usa el basural como quirófano” (Zimmerman, 1999).

Lenguas germánicas y celtas De la raíz indoeuropea *leg-, que significaba originalmente cosechar (elegir y colectar) se derivaron términos que significan hablar (en griego, legein), y en algunos casos, pronunciar palabras mágicas. Las lenguas germánicas, eslavas y celtas heredaron este sentido contenido en la raíz, y lo utilizaron específicamente para designar a aquel que cura: germánico lekis y posiblemente lekjaz, gótico lekeis: encantador, quien pronuncia palabras mágicas; celta, legis; inglés antiguo, læce; inglés moderno, leech (uno de cuyos sentidos es médico, hoy en desuso). Derivaciones semejantes muestran las lenguas escandinavas y eslavas, siempre enlazadas con el significado de curación mágica. Conectada con la misma raíz *leg-, no es raro que neg-lig-encia signifique descuido, ya que en

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No es extraño entonces que el vocablo haya descendido a nuestro lunfardo en su aspecto denigratorio: ciruja, entre nosotros, es “el indi-

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su estructura conlleva la negación de *leg-, que al haber derivado con sentidos cercanos a curación, implicaba también cuidado. Es interesante observar con detenimiento otros de los desarrollos semánticos que experimentaron las palabras relacionadas con *leg. Una de sus derivaciones, el término leech, con el cual se definía en inglés a quien actuaba como sanador mediante fórmulas mágicas, o ensalmos, comenzó a desacreditarse, tal como sucedió en Alemania, debido a los avances de la ciencia médica. Al desvalorizarse, el nombre pasó a significar curandero o médico poco serio. Acabó sirviendo para designar a la sanguijuela, suerte de lombriz (o gusano anillado) utilizada entonces por los médicos para limpiar la sangre, y se lo sustituyó por otros términos cultos. El ruso lekar, sin embargo, sigue designando hoy solamente al curandero. En inglés, leech fue reemplazado por physician, adoptado del fran-

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cés, physicien. Physis, de donde se deriva, es en griego naturaleza, como fuerza productora; physikós significa relacionado con la naturaleza, o con el estudio de la naturaleza; fue también, como sustantivo, el nombre que se dio a los filósofos naturalistas. El término física, con su sentido original de ciencia de la naturaleza, en general, se especializó para designar a la ciencia médica, como si se la considerara la ciencia natural por antonomasia. Algo similar ocurrió con el término doctor, y con facultativo, en principio títulos universitarios en general, pero aplicados en especial como tratamiento a los médicos (aquellos que acaso se arrogaron o a quienes se atribuyó el título de científicos, maestros y universitarios por antonomasia). En alemán, ya en tiempos merovingios, lekis fue sustituido por un término culto, “más serio”, arzt, que se prefirió incluso al medicus romano y al iatrós griego. Arzt es una evolución de archiater, que a su vez proviene del griego archiatrós: médico principal. En tiempos del Imperio, en Roma, sólo el archiater tenía competencia para nombrar y legalizar a los aspirantes al título médico. Es interesante comprobar que el deterioro del sentido curativo de la palabra que designaba al médico fuera tan fuerte, que esta desembocó en una especie de tabú, y acabó por resultar obligatorio su reemplazo por archiater, término que significa algo así como el máximo curador, el sanador supremo.


Según William A. Greenhill, la palabra archiater se puede descomponer en sus elementos originarios, arjós, jefe, e iatrós, médico, ambos provenientes del griego. Algunos lo han intepretado como “el jefe o la autoridad de los médicos”, otros como “el médico del príncipe”, pero tanto los textos en que aparece la palabra como los elementos históricos obligan a descartar la segunda hipótesis. Los archiatri podían estar asignados al emperador o al pueblo, según su nombradía y experiencia. Los llamados archiatri sancti palatii eran personas de alto rango que no sólo ejercían su profesión, sino que eran jueces en las disputas de los médicos de rango inferior. Poseían ciertos privilegios, como la exención de impuestos, que se extendía también a sus mujeres e hijos; no se veían obligados, como los ciudadanos comunes, a alojar soldados en sus casas; no podían ser encarcelados. Estos privilegios, que fueron en un comienzo comunes a todos los médicos, quedaron luego reservados a los archiatri de Roma. Los archiatri populares, que se ocupaban principalmente de los ponales, desde ciudades que contaban sólo con cinco, hasta Roma, donde eran catorce, más uno destinado a las vestales específicamente, y otro a los gimnasios. Eran pagados por el gobierno, lo que significaba que los pacientes debían ser atendidos gratuitamente, pero podían recibir retribuciones de la gente acaudalada. Dato interesante: no eran nombrados por los gobernadores, sino que los elegía el propio pueblo. Al parecer, aunque menos honorable, el oficio de archiater popular era más lucrativo que el de los archiatri sancti palatii. En tiempos tardíos, los encontramos equiparados a los vicarios o a los duques. A primera vista, se vería esta evolución como un triunfo de la ciencia sobre la superstición, pero por los intersticios de esta historia puede atisbarse una lucha entre la medicina concebida como participación mágica en los poderes benéficos de la naturaleza, que un intermediario especial comunica al paciente, y el establecimiento de una instancia social superior que erige al médico no sólo como el único curador competente, sino como autoridad máxima (archi) en la materia.

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bres, eran asignados a las distintas ciudades en cantidades proporcio-

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Roma: medicina y mesura En Grecia y Asia Menor los médicos gozaron de alta estima; aun sin tener en cuenta la inusitada importancia del culto a Esculapio, considerado padre de la medicina, hubo –como ya se adelantó– una ley en Atenas que prohibía a mujeres y esclavos practicar los cuidados médicos, lo cual, en una sociedad aristocrática y patriarcal como la ateniense, era una señal de supremacía para la profesión. En Roma, en los primeros tiempos de la República, según Plinio, los médicos eran desconocidos. Los libros de la Sibila eran consultados cuando se trataba de detener las epidemias y apaciguar la cólera de los dioses. Por mucho tiempo el ejercicio de la profesión fue confiado a los sirvientes. Como las familias pudientes contaban con esclavos hábiles en todos los oficios, generalmente poseían alguno competente en me-

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dicina y cirugía. Una excepción es el caso de Julio César, cuyo médico, de origen griego, era considerado amigo suyo, según Plutarco. Medicar, médico, medicina, medicamento, remedio forman parte de una familia de palabras proveniente del latín, con la cual el español nombra este campo de lo dedicado a la conservación y restitución de la salud. También las otras lenguas romances, como el italiano, el francés y el portugués, heredaron del latín familias de términos similares, que se extendieron a su vez a las lenguas célticas y germánicas. En latín, mederi, medicus, medicare, medicamentum, medicina se refieren al ámbito médico. Pero esta fue una aplicación particular de una vieja raíz indoeuropea heredada por el latín, *med-, que tenía una gama de sentidos mucho más amplia, como veremos enseguida. Escuchemos aquí la magistral descripción de Émile Benveniste (1969): En tiempos históricos, la raíz *med- designa nociones muy diversas: gobernar, pensar, cuidar, medir. El significado original no debería acudir o reducirse a un vago denominador común de estas nociones, ni a una heteróclita aglomeración de significados históricos: puede definirse como medida, no de medición sino de moderación (de allí el latín modus, modestus), apta para reinstaurar o asegurar el orden en un organismo enfermo (latín medeor, cuidar, de donde


deriva medicus), en el universo (en el dialecto homérico Zeus medeon es Zeus moderador) o en los asuntos humanos, desde los más graves, como la guerra, a los más cotidianos, como una comida. El hombre que “sabe los medea”, finalmente, no es un pensador o un filósofo, sino uno de los jefes o moderadores que en toda circunstancia saben tomar las medidas que necesariamente se imponen. Med pertenece al mismo registro de ius y de diké: es la regla establecida, no en cuanto a la justicia, sino al orden, que el magistrado moderador tiene como función formular. En griego, la raíz se propaga en medo: proteger, gobernar; y medon: rey, jefe. Otras derivaciones de esta raíz, según el diccionario de raíces indoeuropeas de Pastor, son molde, modular, moderno (lo que se ajusta a la medida de los tiempos) y cómodo, que significa conveniente, apropiado, ajustado.

Para dar una definición aproximativa de med se podrá decir que es “tomar con autoridad una medida apropiada a una dificultad actual; reconducir a la norma –mediante un método aprobado– una perturbación específica; y el sustantivo medes o modo designará “la medida experimentada que reintroduce el orden en una situación de desarreglo”. La noción no se preserva idénticamente en todas partes; según las lenguas, se diversifica, pero no es difícil reconstruir el sentido inicial. Vemos ahora que el latín medeor no significa propiamente curar, sino “tratar una enfermedad según las reglas”. No estamos ante una tautología: la noción designada no es “hacer recobrar la salud a un enfermo” sino “someter a un organismo alterado a reglas previstas, reintroducir el orden en una perturbación”. Interesante en este sentido es advertir que, como lo señala el diccionario de raíces indoeuropeas de Charles Buck (1949: 306), las distintas palabras que en las lenguas indoeuropeas representaban en un principio el verbo curar, llevaban exclusivamente un complemento de

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Benveniste explicita (1969, II: 129):

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persona: no se curaba algo, sino que se curaba a alguien. El latín medeor, entonces, representa en cierta medida una suerte de revolución copernicana en este sentido, ya que el objeto de atención del médico no es ya el paciente, sino la enfermedad, que se presenta ante sus ojos junto con el conjunto de reglas consabidas para tratarla. Pero volvamos a Benveniste: “Con modus se expresa una medida impuesta a las cosas, de la que se es dueño, que supone reflexión y elección, y también decisión. No se trata de medición, sino de moderación, algo que se aplica a aquello que ignora la medida, una limitación o contención. Tiene un sentido más moral que material” (1969, II: 127). De allí vienen moderar (someter a medida aquello que escapa de ella), modesto (quien observa la mesura) y módico. Son palabras que designan los efectos y las cualidades de acciones y actitudes que tratan de evitar afectos o situaciones extremas. También pertenece a este grupo

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meditar, que en su origen es buscar ideas apropiadas para solucionar algo, para obtener algo cuya carencia representa un cierto desequilibrio. No se trata solamente de enfermedades, sino de otras situaciones críticas, tales como guerras o desembarcos. Otra raíz, *me, da origen a una serie de palabras que tienen que ver con operaciones y resultados de mediciones concretas, es decir, con magnitudes, longitudes, intensidades y toda clase de dimensiones. De allí vienen en latín el verbo metior y los nombres del mes y de la luna (mens); también, en griego, metron y sus derivados. (Posiblemente relacionadas con *me se encuentran otras raíces como *medhyo-: medio; *meg-: grande; *mei- pequeño y *mel-: fuerte, grande). Lo relevante es comprender que mientras los derivados de *me se refieren a cualidades fijas y pasivas, los de *med, por ejemplo modus, se refieren a medidas de contención, que suponen reflexión y premeditación, y se aplican a estados alterados (Benveniste 1969, II: 128). Si nos preguntamos acerca del camino por el cual *med llegó a desplegar el significado específico de lo que hoy entendemos como medicina y el mundo con ella relacionado, debemos recordar el carácter político y cultural de la civilización romana, y en particular su propensión a definir funciones y situaciones no tanto por el juego de factores internos, personales o existenciales, morales o emocionales, que


en ellas se puedan dar, sino desde un punto de vista en cierto modo exterior y fundamentalmente normativo. Por eso Roma, desde su genio ordenador, define al médico ante todo como investido de una función social, que consiste en ser el encargado de regular, reorganizar el cuerpo desintegrado por la enfermedad, mediante un corpus de fórmulas canónicas que es jurisdicción del grupo médico. El eje de significación suscitado por esta raíz, como ya se ha dicho, no está centrado en la relación médico-paciente sino en la de médico-enfermedad: no es tanto de un trato entre personas, sino de un saber dispensado unilateralmente desde el médico a quien lo necesita, sobre la base de un conocimiento predeterminado, contenido en un corpus que sólo está a disposición de él, cuya competencia se encuentra debidamente avalada por la autoridad pública. De Roma, las lenguas y culturas romances heredaron el lenguaje y la concepción; pero más tarde también las otras lenguas y culturas indoeuropeas, que contaban, como ya lo hemos visto, de términos propios para la mecultura romana, incorporan como préstamo esta terminología desde la raíz *med-. Mederi y medicus fueron así una aplicación particular de la acción y función general de poner orden, regular lo desordenado. En osco, una lengua del Lacio, no romana, meddiss designaba a quien ejercía la autoridad, paralelo al compuesto latino judex, ju-dicare, jus-dicere, juzgar, que significa literal y originalmente: decir, proclamar, establecer solemnemente, oficialmente; el jus: lo que es justo, lo que es equivalente, cosa que se hacía aplicando las leyes, o más bien las series de casos y su resolución, ya fijadas por la tradición. La analogía es natural: tanto el médico como el juez son dispensadores del orden, en un caso ante el desarreglo biológico, en otro frente a la transgresión legal; ambos juzgan, diagnostican, restauran la armonía dañada y restablecen su estado primordial. En Benveniste vemos una clara confirmación de la explicación de los términos latinos para designar la medicina y la salud como resultado de su mentalidad institucionalizadora (1969, I: 323): “Tenemos aquí un modelo bastante frecuente de las relaciones que se intentan estudiar: en un extremo de la cadena (aquí en Roma), el término tiene que ver

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dicina, provenientes de otras raíces, bajo la influencia del poder y la

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con instituciones, mientras que en otros lugares forma parte de otras articulaciones y designa realidades diferentes”. Recapitulando entonces, medicus es, en particular, el que toma medidas apropiadas para poner orden en el organismo desorganizado por la enfermedad (salud, de la misma raíz de sólido, que veremos en detalle más adelante, es etimológicamente el estado bien integrado del organismo). Y lo hace aplicando las fórmulas, las recetas establecidas, que el medicus, como especialista, conocía en forma exclusiva. Como conclusión provisoria de este capítulo, podemos ver que a lo largo del tiempo, y ya desde la Antigüedad, alterna dos concepciones, que pueden expresarse en la siguiente pregunta: hablando de medicina y de médicos, ¿el punto de partida es el enfermo o la enfermedad? En el primer caso, el médico es la persona que cuida, que cura, que se pre-ocupa por el bienestar de quien está a su cuidado; en el segundo es

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el especialista que arregla desperfectos orgánicos. Esta disyuntiva sigue marcando el vocabulario médico, y la historia y la naturaleza misma de la medicina, entonces como hoy. Así la resume Florencio Escardó, con quien cerramos este apartado: Al médico se le denominaba antes físico, en el sentido de conocedor de la Naturaleza; no deja de tener significado profundo que el término, es decir su intención, haya caído en desuso. También se le dice facultativo, que al significar solamente “proveniente escolar de una Facultad”, apenas logra expresar un aspecto oficial y administrativo de su condición. En cuanto a decirle galeno, la cosa se queda en una referencia histórico-literaria; en verdad los médicos verdaderamente modernos no sólo no tienen mucho que ver con el pensamiento galénico sino que han debido apartarse decididamente de lo que tal pensamiento tiene de dogmático. Como vemos, en el campo de las palabras, el médico se queda lisa y llanamente en médico, que etimológicamente no quiere decir en rigor “el que cura”, sino “el que recompone lo descompuesto”. Atenidos a la estricta significación, decir médico es decir poco porque, a primera vista, el paciente quiere antes que nada que lo curen, es decir, que le saquen su enfermedad. Resulta, pues, lógico


que la palabra doctor –cuya raíz es la misma que la de docencia–, que nomina un grado académico que obtienen muchos facultativos no médicos, sea, en el uso corriente, aplicada con predilección a estos últimos. Cuando alguien dice: “se llamó a un doctor”, nadie supone, sin específica aclaración, que se reclamó a un abogado o a un químico, que también suelen ser doctores. La gente no se limita, en el recóndito significado del idioma, a llamar a alguien que pueda cuidar, sino que pretende que ese alguno sea muy docto, es decir, que sepa mucho. Sucede que en su remoto origen, doctor significaba maestro o preceptor, es decir, el que enseña. Si nos dejamos llevar por las primeras inducciones del hablar corriente, los pacientes pretenden acceder a alguien que, sabiendo mucho, pueda cuidarlos y enseñarles. Que los cuide en su enfermedad –o sea, en su estar enfermo– y que les enseñe a salir de su mal. Pareciera que en el fondo del idioma el paciente conociera que hay algo que tiene que aprender a cumplir por ne como paciente y discípulo. Veremos que este contenido docente, inexcusable en el hecho médico, implica una relación de enseñanza y aprendizaje, que rige la relación médico-paciente. Lo relevante aquí es la necesidad de aprender que experimenta el paciente en su relación con el médico –determinándola–, y no la existencia de tal o cual enfermedad concreta. Ernest von Leyden solía decir, a comienzos del siglo, que el primer acto del tratamiento es el acto de dar la mano al enfermo; y, como lo señala M. Balint, el médico es el primero de los medicamentos que él prescribe. Y Duhamel indica que la relación médico-paciente es el encuentro de una conciencia, la del médico, con una confianza, la del paciente.

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sí mismo, lo que entraña aceptar una tarea común a la que se dispo-

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Naturaleza vs. hospitales Este recorrido de los nombres asignados a quienes están a cargo de los enfermos nos conduce al momento de la creación de los hospitales, cuando ya desde la Edad Media los médicos adquieren un estatus y una autoridad muy diferentes de la que se les otorgaba en la Antigüedad. De los nombres vinculados a la acción hospitalaria nos ocuparemos más adelante; aquí solamente queremos señalar la disputa que se estableció entre los derechos y deberes familiares y la autoridad política en cuanto al cuidado de los enfermos, polémica que suele pasar inadvertida y que nos devuelve a las consideraciones previas sobre la competencia materna en los primeros cuidados del recién nacido. En El nacimiento de la clínica, Foucault señala las tensiones que existen desde el inicio entre el médico de hospital y el médico de fami-

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lia (hoy llamado expresivamente “médico de cabecera” para subrayar la intimidad y la confianza que califican su presencia). El debate no es sólo de jurisdicciones: El lugar natural de la enfermedad es el lugar natural de la vida, la familia: dulzura de los cuidados espontáneos, testimonio de afecto, deseo común de curación, todo entra en complicidad para ayudar a la naturaleza que lucha contra el mal, y dejar al mismo mal llegar a su verdad; el médico de hospital no ve sino enfermedades torcidas, alteradas, toda una teratología de lo patológico; el que atiende a domicilio “adquiere en poco tiempo una verdadera experiencia fundada en los fenómenos naturales de todas las especies de las enfermedades”. El médico de familia afirma su prestigio enumerando y clasificando las enfermedades que encuentra en gran número y diversidad a su paso, y va incrementando así el desarrollo de la nosología. Por vocación, se inclina a dejar obrar a la naturaleza –y así se reanima “el viejo debate entre la medicina que actúa y la medicina que espera”. Foucault cita el ejemplo de Vitet, que clasifica cerca de dos mil especies de enfermedades en su libro titulado Médecine expectante (1806), donde prescribe


invariablemente la quina “para ayudar a la naturaleza a realizar su movimiento natural”. El hospital, por otra parte, inspira desconfianza por ser un lugar cerrado donde cunde la amenaza del contagio, y donde la despersonalización deprime al enfermo, agravando sus dolencias. En otras formas, el conflicto perdura en nuestros días, en que muchas obras sociales y prepagas han restablecido la figura del médico de cabecera para asegurar un mayor y mejor contacto entre el enfermo y la institución. En cuanto a la medicina natural, encuentra mayores escollos, pero se abre paso en formas alternativas que, luego de ásperos debates, empiezan a abrir brechas y encontrar su sitio al lado de la medicina oficial.

Medicina: ¿ciencia o arte? Me atrevo a asegurar que el amor preside a la medicina. Platón, El Banquete

rrer los distintos significados asignados a la medicina a lo largo de su historia. En sus diálogos, Platón enfatiza la relación de la medicina con el amor. Así, en El Banquete, Erixímaco, médico él mismo, sostiene que la medicina es la ciencia del amor corporal, es decir, la ciencia de los amores y deseos del cuerpo, de su saciamiento y vaciamiento, y compete al médico específicamente distinguir los deseos enfermos de los saludables. “El médico que sabe discernir mejor en este punto el amor arreglado del vicioso, debe ser tenido por más hábil, y el que dispone de tal manera de las inclinaciones del cuerpo que puede mudarlas según sea necesario, e introducir el amor donde no existe y hace falta, y quitarlo del punto donde es perjudicial, el médico de esta clase es un excelente práctico”. Es sorprendente, en la visión platónica, la relación trazada entre la música y la medicina. Ambas armonizan los opuestos: si la música logra concordar opuestos como lo grave y lo agudo, la medicina opera análogamente, ya que el médico se propone conciliar lo frío y lo caliente, lo seco y lo húmedo, lo amargo y lo dulce, como lo ha enseñado Esculapio.

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Hemos hablado largamente sobre médicos, pero nos falta acaso reco-


Ciencia del amor corporal es la medicina, entonces, para la mirada platónica. También es ciencia trágica, porque tiene a la vista un horizonte permanente de muerte y de vida. Pero una visión tan elevada y exigente no prospera sin más en las épocas posteriores. Si bien, a partir de los tiempos modernos, nos encontramos sin dudas ante una praxis sustentada en conocimientos teóricos y empíricos que suelen acumularse progresivamente a través del tiempo, la naturaleza de esta praxis, la parte de la intuición, compromiso emocional o conocimiento científico que informa la conducta del médico, han sido siempre temas sujetos a acalorados debates profesionales y filosóficos. “La más humana de las ciencias, la más científica de las humanidades” es la medicina, para E. Pellegrino. En épocas de acentuado racionalismo, la medicina se define ante todo como un arte, y no siempre demasiado respetable. Ya Voltaire, escéptico hasta las últimas consecencias, decía juguetonamente que el

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arte que practicaban los médicos consistía en entretener al paciente hasta que la naturaleza lo curara. Y en el período plenamente empirista que caracteriza las postrimerías de la Revolución francesa, la medicina sigue siendo considerada sin rodeos como un arte, pero un arte ante todo descriptivo: “El arte de describir los hechos es el arte supremo en medicina: todo palidece ante él”. Quien defiende el carácter estético y sensible que debe presentar la mirada clínica es Cabanis: “En la medicina todo, o casi todo, depende de una mirada feliz; las certezas se encuentran más en las sensaciones mismas del artista, que en los principios del arte”. Como comenta Foucault, planea aquí el mito de una pura Mirada que sería puro Lenguaje, en una adecuación transparente. Aun cuando se han superado los tiempos de los médicos satirizados por Molière, que hablaban latín para no ser entendidos, la palabra que describe lo visto por la nueva medicina no está, sin embargo, al alcance de todos; se trata, en cierta medida, de un conocimiento iniciático. Cuando se instala la modernidad, la medicina se arroga con más fuerza un carácter científico, aun cuando no se trate de una ciencia pura sino de un conocimiento de tipo antropológico. Foucault asignará a la medicina el papel de soporte arquitectónico de todas las ciencias del hombre, en particular porque es aquella que se atreve a contemplar


su fin. La salud, desde esta perspectiva, sustituye a la salvación. En la medicina, la muerte es reafirmada pero también conjurada; el pensamiento médico está comprometido con el estatuto filosófico del hombre. Santiago Castellanos de Marcos señala que la medicina no es una ciencia pura, como la biología o la matemática, sino una aplicación de la ciencia, porque está recortada por el factor humano. Al mismo tiempo debería estar guiada por una ética, que desde el juramento hipocrático está orientada por el ideal de la cura y el bien de la humanidad, aunque en la historia no siempre fue así. Lo que dificulta la definición del estatus de la medicina y su delimitación específica es que los desequilibrios vitales, que se definen genéricamente como enfermedades, no resultan sólo de la biología, sino del ambiente, la sociedad y la cultura, factores que trascienden el estricto enfoque científico-biológico. Con la progresiva invasión, por parte de la empresa capitalista globalizada, de los dominios vitales de la salud y el bienestar –que en instancia de las personas individuales– se ve amenazado el estatus de la medicina como ciencia, ya que se la sujeta a un modelo puramente económico-administrativo. Pocas actividades y profesiones han sido más amenazadas y afectadas por el ritmo avasallador de los tiempos modernos que la medicina y los médicos. Aunque hay un momento en la modernidad en que los médicos profesionalizados reclaman sus privilegios como grupo académico y rector, luego el Estado y las prepagas van disolviendo ese estatus, y los médicos se convierten de privilegiados en asalariados. En vez de honorarios –noción cuasi sacerdotal–, los médicos reciben salarios. Y la misma medicina va siendo vista como un servicio más, administrado por los poderes económicos que nos rigen, antes que por políticas de ciencia y salud. En otras palabras, aquello que se sirve en tal servicio no son las necesidades de los pacientes, sino los intereses de la patronal. Institucionalmente va desapareciendo la medicina liberal (“profesión que puede ejercerse en libre competencia, o sea que no es retribuida por el Estado”, define María Moliner). En vez de atender pacientes libremente, el médico tiene patrones y atiende clientes.

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principio son competencia del grupo familiar y humano y en última


Así, a través del tiempo, la medicina, concebida primero como un arte y luego, por su específica orientación humana, como una ciencia de estatus particular, se va degradando hasta convertirse casi exclusivamente en una suerte de servicio administrativo, más sujeto a las normas burocráticas que a la mirada intuitiva del artista-médico o a la pasión investigadora del científico. Por cierto, existen áreas privilegiadas del mundo contemporáneo que ofrecen un tipo de medicina que conjuga virtuosamente el arte, la ciencia y el servicio, en sus versiones óptimas; pero son pocas, y suelen estar monopolizadas por y para los grupos de mayores posibilidades económicas. Bien lo dice Alberto Agrest en Ser médico ayer, hoy y mañana (2008): “La medicina ha existido durante siglos y milenios. Es una actividad humanística, mezcla de arte y de ética, y eso debería perdurar. Hace poco apenas más de medio siglo se ha convertido en una disciplina científica con pretensión de una exactitud preñada de verdades. A LA ESCUCHA DEL CUERPO

Esto también debería perdurar, pero junto a una actitud escéptica – crítica– que nos permita enfrentar los estragos que, en pocas décadas, ha llevado a cabo su economización. Hoy en día, la medicina se ha convertido en una actividad eminentemente comercial. Esto, a mi entender, no debería perdurar”. Quizá una de las más dramáticas situaciones del mundo contemporáneo se esté dando precisamente en torno al estatus y la definición actual de la medicina, ya que este debate toma como rehén el sufrimiento humano, un rehén eternamente disponible, tanto para lo mejor como para lo peor de las empresas, viles o nobles, que giran a su alrededor. El ser humano enfermo precisa tanto del arte y de la ciencia como del amor que evoca Platón en sus diálogos, y necesita asimismo ser defendido contra la rapiña que pretende sacar ventaja de su desventura. La definición de la medicina no es trivial: antes que un problema léxico o histórico, en ella se juega una de las condiciones centrales de la justicia y de la vigencia de los derechos humanos en nuestros días.


Antítesis en el mundo médico Mientras los griegos daban a los médicos el rango de dioses, hoy estos se ven perseguidos por mala praxis. En un tiempo se les entregaban ofrendas, porque se sentía –y aún se siente ahora– que eran dueños de la vida. Del mismo modo que la Naturaleza, generaban a la vez prodigios y catástrofes. Pero aun los dioses griegos producían reservas y reticencias: entre los atributos de Apolo, considerado un dios vinculado a la medicina, se contaba un ratón que originaba y transmitía la peste. Naturalmente, estos altibajos se ven reflejados en la lengua. Hemos visto ya las polaridades entre las que se mueven las denominaciones de quienes se empeñan en curar: desde el sastre remendón de los griegos a la supremacía que ostenta el arzt –archi o sumo sacerdote, top del top–, estos nombres demuestran el temor, muchas veces unido al desprecio, y por otra parte la admiración teñida de fanatismo, que los Esa ambivalencia rige también para las poco evidentes o muy olvidadas ramificaciones de nombres como los del médico, que en sus orígenes latinos se relaciona paradójicamente con la virtud de la modestia, como lo señala Benveniste. Ya hemos observado que en la actualidad, médicos y abogados detentan para sí el título de doctores –es decir, etimológicamente, aquellos capaces de enseñar–, mientras los ingenieros, arquitectos o agrónomos no invisten esa dignidad, a pesar de su prolongada y perseverante exposición al ámbito universitario. Académicamente, en sentido estricto, es doctor quien presenta una tesis de doctorado, si bien la mayor parte de los médicos o abogados que disponen de ese título no cumplen con este requisito. Es probable que el monopolio del título se deba a que el derecho y la medicina fueron las primeras disciplinas acogidas –junto con la teología y la filosofía– en el ámbito de las universidades medievales, donde la transmisión por medio de la enseñanza era tan urgente y necesaria como la práctica misma de la profesión. Al doctor ungido de su propia importancia se opone el matasanos del escepticismo popular –o bien el picapleitos, ave negra o leguleyo en el caso de los abogados–, mientras

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distintos grupos sociales adscriben a la profesión médica.

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las otras profesiones, menos doctorales, carecen por lo general de estas caricaturas verbales. Existen, por otra parte, muchos términos del campo médico que en sí mismos encierran la posibilidad de una doble lectura. Por ejemplo, en griego, phármakon es planta de uso medicinal y mágico, droga, medicamento; pero también veneno, brebaje mágico, encantamiento. Pharmakós en griego es la víctima expiatoria, persona que la ciudad expulsa para purificarse de toda mancha y evitar o remediar un flagelo natural: es como un remedio personificado. La palabra veneno, a su vez, se relaciona con Venus, diosa romana de la belleza y del amor, ya que los primeros venenos conocidos en el mundo antiguo fueron precisamente los filtros de amor, que condenaban a quienes los insumían a enamorarse irremisiblemente de la persona que enviaba el elixir. En la descendencia del nombre de Venus no entran sólo los venenos sino también los viernes –día dedicado a ella A LA ESCUCHA DEL CUERPO

en el calendario romano–, la venalidad y, desde luego, las enfermedades venéreas. La raíz indoeuropea de este nombre es *wen-: esfuerzo, pasión, deseo, de donde proviene en alemán el verbo wünschen, y en holandés el verbo wensen, desear. Una antítesis semejante se encuentra en el inglés poison y en el francés poison, que descienden ambos del inocuo potio, en latín: bebida. El español ponzoña tiene el mismo origen, pero en este caso hay un cruce con el verbo punzar, por los dolores punzantes que suele originar el veneno. Otra denominación para el veneno, en lenguas germánicas es gift, que coincide con don, regalo. El eufemismo adquiere aquí visos de traición. Un desarrollo también inquietante se presenta en virus, que significa en sus primeras acepciones jugo de plantas, zumo, humor o bien esperma o veneno de ciertos animales, ecuación esta última que no deja de sobresaltarnos. También significa fetidez. (Típico de la asepsia y miopía del mundo etimológico académico es que una sinonimia como la de esperma y veneno resulte intrascendente, y no merezca ningún comentario). Virosus es viscoso, venenoso. Virus está relacionado con el griego iós, veneno; y existiría también una posible conexión con el sánscrito vesati: hacer fluir. Es sumamente interesante ver cómo se enlazan aquí semánticamente los elementos genésicos y los tóxicos.


Notemos que las acepciones mencionadas comparten como sentido básico el de un líquido o fluido que segregan plantas y animales. Pero la palabra tendió a especializarse en el sentido de veneno; Chantraine, en su diccionario etimológico del griego, al dar el origen de iós, término que relaciona con virus, habla de un posible tabú lingüístico. Y realmente está rodeado de un halo de extrañeza: ¿se daría aquí un cierto temor ante el fenómeno de algo que surge del interior de plantas y animales y humanos, viscoso, con efectos de toda índole? La posibilidad de lecturas antitéticas de una misma palabra llamó la atención de Freud, que siguió de cerca los estudios del lingüista Abel, quien había analizado la presencia de este tipo de palabras en el latín –donde altus, por ejemplo, significa a la vez alto y profundo: recordemos la expresión “alta mar”– así como en egipcio, donde se dan otros fenómenos equivalentes. Sin ir tan lejos, Freud observó en uno de sus estudios clásicos, dedicado al presidente Schreber, que en el alemán cotidiano también se encuentran estos procedimientos: en el habla

notarse que la misma raíz *wer da lugar tanto a vergüenza como a reverencia). Hegel, hablando del alemán, notaba que hay muchas palabras que encierran significados no sólo diferentes, sino opuestos, lo que representa un signo seguro del espíritu de la lengua. “Es una alegría para el pensamiento encontrarse ante este tipo de palabras”, señalaba. De la raíz germanica *geb- viene, en inglés, give, y en alemán, geben, dar; notemos que gift, en holandés, del mismo origen, significaba tanto don o regalo como veneno. En otro orden de cosas, diccionarios etimológicos como el de Buck indican que en ciertos casos las mismas raíces o palabras sirven para designar tanto una aflicción como el cuidado que esta provoca. Esto es lo que parece ocurrir con cuidado y cuita, ambos descendientes de cogitare, del latín co-ag-itare. La raíz indoeuropea *ag deriva como ago, conducir, hacer, actuar; cogito (co-agito) es agitar pensamientos, prestar atención. Cogitatum significa tutela en latín; de allí procede cuidado, pero también cuita, aflicción. Acaso se presente aquí una situación de contagio afectivo, por el cual quien presta atención o cuidado contrae,

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coloquial, por ejemplo, veneno significa alimento, y recompensa puede usarse como sinónimo de castigo. (Dentro del grupo romance, puede


por solidaridad, una aflicción semejante a la que sufre su semejante. No de otro modo se presenta el movimiento de la compasión, que significa, etimológicamente, el sufrimiento que se comparte con otro. Desde este punto de vista, todo cuidado requiere ante todo una emoción compasiva para realizarse efectivamente. Alguien que está de cuidado requiere inmediata e intensa atención. Visto de otro modo quizás más convincente, toda aflicción o sufrimiento envía una onda, que puede repercutir en quien lo presencia, motivando su intervención o ayuda. Acaso estemos ante un caso de lo que hoy se estudia como el fenómeno de las neuronas espejo, que funcionan en cadena de reacciones en el bostezo o la risa; una suerte de imitación o internalización espontánea e inevitable de lo que vemos producirse en otros, y que en el caso del dolor reclama obligatoriamente su alivio. Otro tanto parece ocurrir en las lenguas anglosajonas. Así, la raíz de care (cuidado, en inglés) se remonta a *gar: llamar lamentándose, A LA ESCUCHA DEL CUERPO

gritar de dolor; en irlandés, gair es llorar (pero algunos de los derivados de esta raíz, como care, sin embargo, pasan a significar, asimismo, aflicción, ansiedad, cuidado, atención, protección). Y de allí se pasa al sentido de gustar, ser aficionado a alguien o preferir algo. Uno de los estudiosos de las raíces indoeuropeas que denotan estados emocionales, Hans Kurath, nos dice que care desarrolla el sentido de ansiedad, dolor, sufrimiento, pero conjuntamente ofrece el significado de amor, como lo muestran las expresiones have cares (sufrir molestias) y care for (gustar de, sentir afecto por). En el diccionario de Stuart Mann, An Indoeuropean Comparative Dictionary, las raíces germánicas kar y karos despliegan sentidos fuertemente antitéticos, que van del amor a la humillación, del deseo a la afrenta y el desprecio, del amante al adúltero y a la prostituta. También están presentes, en karos, la codicia y el reproche. También hay tensiones semánticas –si bien no tan marcadas– en el español cura, que los diccionarios etimológicos no relacionan con care, aunque la similitud consonántica dé que pensar. En latín, la palabra significa solicitud, preocupación, aflicción, ansiedad; pero también, cabe subrayarlo: amor apasionado. Curioso es cuidadoso, pero también ansioso, entrometido; y curo es cuido, me preocupo, me involucro.


Una expresión muy habitual en medicina es la de “tratamiento o procedimiento seguro”. Si examinamos el origen de seguro, se-curus, vemos que significa libre de cuidado, sin preocupación (la partícula se tiene aquí un sentido negativo, como en se-gregar –apartar de la grey– o se-ducir: conducir falsamente, descarriar). Pero ya las acepciones de curioso indicaban, como hemos visto, esta desvalorización: curioso es el que se inquieta demasiado, un ansioso, diríamos. La idea contemporánea, aséptica y distante, parece ser que los tratamientos seguros implican o requieren que la cura se realice sin preocupación. La garantía de un buen resultado, paradójicamente, parece depender del desprendimiento y la distancia del médico en cuanto a alguna preocupación excesiva que pudiera generar el estado de su paciente, en tanto se descarte que haya efectos colaterales perniciosos: esto es lo que confirma la seguridad del tratamiento. El desarrollo de cura en latín, como cuidado y simultáneamente amor apasionado, se duplica en el francés soin, que se vincula con el en la narrativa como en la filmografía actual estamos acostumbrados a ver, efectivamente, los romances incendiarios que suelen desatarse entre ciertos pacientes y el personal médico –en particular, de enfermería– que los asiste. Un ejemplo típico y memorable es la encantadora y sabia película de Almodóvar Hable con ella. También parece haber un tipo de dialéctica interna semejante en palabras como sorrow, que implican en inglés lamento o aflicción, pero que proviene de una base germánica que significa cuidado, como parece atestiguarlo entre otros el vocablo alemán Sorge y el holandés zorgen, que quiere decir, precisamente, cuidado o preocupación en esos idiomas. En griego saurga, de la misma familia, es pesar y aflicción, pero también cuidado y atención (ibíd.) Lo que inevitablemente se intuye en estas relaciones es la noción de compasión, en donde cuidado y lamentación parecen comunicarse íntimamente. El irlandés, una lengua de tipo céltico, va todavía más lejos en estas curiosas polaridades: cais es cuidado y significa a la vez amor y odio, según Kurath. Todo apunta, en este vocabulario, a un complejo entrelazado de aflicción, cuidado, pasión y compasión, del cual la literatura novelística –desde Thomas

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germánico sennen: desear apasionadamente (Buck, 1949: 1092). Tanto


Mann hasta Katherine Mansfield, llegando a Sandor Marai en nuestros días– nos proporciona un cuadro muchas veces deslumbrante. Una curiosa pareja translingüística es la que ofrecen bless (en inglés, bendecir, consagrar; originariamente, marcar con sangre, en un rito religioso que confería santidad) y blessure: herida en francés. Según el diccionario Webster, bless se relaciona etimológicamente con una antigua forma bledsian –ella misma proveniente, de blo, blood–, y alude al rito de consagración que se realizaba esparciendo sangre sobre un altar. (Convendría preguntarse, naturalmente, de qué origen era esa sangre, un dato que los diccionarios no suministran). Bledsian también significaba santificar, alabar, sentirse feliz y congratularse. Estas últimas connotaciones aparecen como influencias de bliss, felicidad, palabra que no se encuentra etimológicamente relacionada con esta familia. Por su parte, el Petit Robert nos informa que blessure, en francés,

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proviene también de blettjan, un equivalente fráncico del bledsian anglosajón, de modo que nuevamente se anudan aquí sangre y bendición. Si recordamos la huida de los israelitas de Egipto, ocasión en que, según el Antiguo Testamento, el Ángel del Señor señaló con sangre de cordero pascual la puerta de aquellos primogénitos que no debían ser ajusticiados, encontraremos quizá un remoto antecedente de esta curiosa pareja donde lo bendito y lo sangriento se unifican en un solo significado religioso. Incidentalmente, podemos notar que la sangre representa claramente un tabú a través de las diversas lenguas indoeuropeas, ya que sus denominaciones son sumamente dispares: griego haima y latín sanguis; en las lenguas bálticas, palabras que presentan la secuencia kr-, y en las germánicas, bl-. Acaso el sanguis latino, habida cuenta del carácter sagrado y consagrador de la sangre, se relacione con sanctus, santo. Aquí las palabras y los antiguos rituales que las vinculan parecen decirnos que ciertas heridas, ciertas marcas de sangre pueden ser leídas como bendiciones; o bien, como creyeron tantos pueblos primitivos, que los dioses o la vida misma exigen pruebas, sacrificios o muestras de sangre para mantenerse y mantenernos en vida. Recordemos que en otros tiempos las sangrías eran una práctica fundamental en la medicina. Y la cuantiosa pérdida de sangre que se experimenta actualmente


en ciertas operaciones en apariencia muy cruentas, puede también significar una ocasión eficaz de reconstitución del cuerpo y de la persona afectada, motivo de congratulación y bendiciones para quien atraviesa con integridad ese duro pero necesario trance.

Intervalo mitológico Esculapio: las advertencias de un dios derrotado Un conocimiento mitológico básico es necesario para desentrañar ciertos nombres que acontecen en la medicina, particularmente en lo que se refiere a las enfermedades. El priapismo debe su nombre al dios Príapo, dios de la fecundidad; las enfermedades venéreas –como ya se dijo– se relacionan con Venus, diosa del amor y sus deleites físicos. El tendón de Aquiles nos remite al legendario héroe de la Odisea y su vulnerable talón. La morfina debe su nombre a Morfeo, dios del sueño.

mitológicas, no deben extrañarnos tales recurrencias. En la actualidad, en cambio, la nomenclatura médica refleja los nombres de los sabios que han descubierto ciertos males específicos o sus correspondientes remedios, y así hablamos de pasteurización, o de mal de Alzheimer. Los dioses han sido reemplazados por apellidos de héroes meramente humanos, y algunos creen que lo que se ha perdido en estética y fantasía se ha ganado en conocimiento y eficiencia en materia de salud. Ciertos nombres prototípicos, sin embargo, reclaman en particular nuestro interés. Y los símbolos básicos son, a su manera, un lenguaje plástico e histórico que requiere ser interpretado. Por eso nos detendremos en una figura que encierra considerables contrastes simbólicos, la del dios de la medicina. Esculapio –cuyo nombre griego original es Asclepio– es la personificación mitológica de la medicina en el mundo helenístico. Su doctrina subraya los poderes terapéuticos del descanso y el sueño. La madre de Esculapio, Coronis, incurrió en la ira de Apolo al darlo a luz, pues su fidelidad era dudosa. Por lo tanto, Apolo recurrió a su hermana, la potente Artemisa –Diana en la mitología romana–, para

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Dado que el mundo médico se enlaza en sus orígenes con las culturas griegas y romanas, en las que la medicina coexistía con las creencias

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castigarla. Mercurio intervino para salvar al niño aún no nacido, que fue luego entregado al cuidado del más sabio de los centauros, Quirón, quien lo llamó Asclepius y le enseñó el arte de la medicina. Una nota interesante es que Quirón no sólo era dotado para la medicina, sino que era el único centauro versado en música. La mitología griega parece haber captado así la sutil relación entre medicina y música, ambas artes en las que la percepción de lo emocional y de lo imponderable es condición necesaria para un pleno desempeño del talento requerido. Esculapio recibe de Atenea la sangre vertida de la Gorgona: las venas de su lado izquierdo daban gotas venenosas, mientras que las del derecho eran salutíferas; con las cuales Esculapio resuscita a muchos. Según una leyenda, Glauco, joven a quien Esculapio asistía, cayó súbitamente herido por un rayo mortal. En ese momento, irrumpió una serpiente, que fue muerta por Esculapio con un bastón. Apareció entonces una segunda

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serpiente, que resuscitó a la primera metiéndole hierbas en la boca. Fue precisamente con esas mismas hierbas que Esculapio logró resuscitar a Glauco. Interesante aquí es la calidad onírica del relato, y la presencia de elementos violentos –rayos y bastonazos mortales– junto con la misteriosa terapia transmitida a través de las serpientes: un episodio también antitético. Esculapio se volvió famoso por su capacidad milagrosa, lo que enfureció a Hades, dios infernal de los muertos, que vio amenazada su jurisdicción y por lo tanto pidió a Zeus que lo castigara. Otra leyenda, proveniente de Píndaro, relata que Artemisa pidió a Esculapio que resuscitara a Hipólito, su favorito, y al verlo vacilante le ofreció una fuerte recompensa. Esculapio abrió su gabinete de marfil y extrajo las mismas hierbas con que había resuscitado a Glaucus, el héroe de Creta. Con ellas tocó tres veces el pecho de Hipólito, repitiendo ciertos encantamientos, e Hipólito irguió la cabeza desde el polvo. La resurreción de Hipólito enfureció a Zeus, que envió sus rayos contra Esculapio. Apolo decidió vengar la muerte de su hijo matando a los cíclopes, quienes estaban encargados de administrar la fuerza de los rayos; Zeus reaccionó a su vez obligando a Apolo a servir como esclavo a un mortal, Admetus. Es interesante comprobar que, pese a los orígenes mitológicos de Esculapio, los griegos lo identificaron en cierta medida con Imhotep, un médico egipcio de la corte faraónica de Zoses (2778-2600 a. de C.), que


fue deificado por sus virtudes y talentos extraordinarios. Fue considerado un sabio porque además de médico era arquitecto, y se le atribuye la pirámide escalonada de Saqqarah, así como también un templo a Horus. Estudioso de los libros religiosos antiguos, los sabía interpretar. Era también escriba y poeta, y desplazó a Thoth como dios de la salud después de su muerte. Su tumba en Menfí era visitada por los enfermos, y los milagros no se hicieron esperar. Imhotep significa “aquel que vino en paz”, y se lo representa con la cabeza rapada, sentado como un sacerdote, con un rollo de papiros en sus manos. El templo de Esculapio se encontaba en Epidauro, en el Peloponeso, y su célebre estatua lo representaba sentado en un trono, con una vara en la mano, en la cual se enrosca una serpiente, y la otra mano reposando sobre la cabeza de un dragón. En otras imágenes, el dragón se ve reemplazado por una serpiente que no es venenosa, sino símbolo de prudencia y renovación, por el cambio de su piel. Este símbolo pasó a ser propio de los farmacéuticos, y luego común a médicos y farmacéuticos, específico una copa de la que la serpiente bebe. Los fieles colocaban recordatorios en las paredes del templo para expresar su gratitud, del mismo modo que hoy pueden verse los exvotos en la Basílica de Luján, representando miembros afectados y manos benefactoras. Imágenes semejantes se encuentran en las representaciones del dios sumerio de la medicina y del mundo subterráneo, Ningizzida, junto al cual aparece una serpiente con cuernos. Aun hoy, una medicina no oficial utiliza el veneno de serpientes para curar enfermedades. Una fuente histórica informa que las serpientes representadas en los símbolos de Esculapio corresponden al género Coluber longissimus, de color amarillo y negro y de uno a dos metros de largo. Estos ofidios se encuentran aún en las ruinas de templos antiguos en el sur de Europa. Es improbable, como dice la literatura antigua, que las serpientes chuparan las heridas de los pacientes, pero según los sacerdotes de Epidauro, bajo su influjo se conseguían curas milagrosas. A la vara de ciprés se le atribuye la “figuración de la fortaleza y de la solidez de la ética irrevocable en la que se apoya el médico”. Y no cabe subestimar el simbolismo de la serpiente que está enroscada en la

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aunque en el caso de estos últimos, suele agregarse como simbolismo

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vara, otro signo de sentido antitético, muy fuerte en la Antigüedad. La astucia, la prudencia, la previsión y asimismo las virtudes demoníacas le están asignadas, no sólo en el Antiguo y el Nuevo Testamento sino en muchas tradiciones religiosas primitivas, incluyendo las hindúes, las cretenses y las culturas de Mesoamérica. La serpiente simbolizaba asimismo el rejuvenecimiento, debido a la repetida mutación de piel. Aun cuando no cabe confundirlas con la serpiente que aparece en la vara de Esculapio, las serpientes aladas enroscadas alrededor de una vara forman el caduceo, símbolo de Hermes –Mercurio, heraldo y mensajero de los dioses para los romanos, patrono de comerciantes y ladrones– y representan la paz por él conseguida al lograr detener el combate en el que se hallaban trenzadas. Las asociaciones médicas internacionales, ciertas instituciones universitarias y algunas revistas médicas incurren a veces en esta confusión. Actualmente simbolizan la medicina homeopática, que refleja la noción de que la naturaleza posee recursos para resA LA ESCUCHA DEL CUERPO

taurarse a sí misma combinando energías negativas y positivas. La singularidad de la vara de Esculapio está en que la serpiente que se encuentra enroscada en la vara se identifica con la cabeza de la Medusa. Aun antes de Esculapio, una vara sola fue símbolo de la profesión médica. Se ha relacionado el bastón de Esculapio con la vara mágica del Antiguo Testamento (Éxodo VII, 9-13), que se transforma en serpiente, por medio de la cual Moisés hace abatirse sobre el país del faraón las plagas de Egipto. También puede establecerse una relación entre esta vara y la serpiente de bronce alzada por Moisés sobre una estaca plantada en el desierto (Números XXI, 6-9), cuya vista bastaba para sanar a aquellos que habían sufrido la mordedura de una serpiente venenosa (interesante señal, quizá, de la necesidad de enfrentar sin rodeos los aspectos más repulsivos y difíciles de una enfermedad para lograr fortalecerse contra ella). Las tres hijas de Esculapio eran Panacea (la que todo lo remedia), Meditrina e Hygieia (de donde deriva higiene). En griego, ygiés viene de la raíz *su-: bien, bueno, y significa sano, intacto, robusto, sensato, razonable. La copa de Higía es uno de los símbolos más conocidos de la profesión farmacéutica a nivel internacional. Se trata de una serpiente enroscada sobre una copa o cáliz. La serpiente representa el poder, mientras que el cáliz es símbolo del remedio.


Los festivales en honor de Esculapio se llamaban Asklepia. Tito Livio relata cómo, en 293 a. de C., se declaró una peste en Roma que impulsó a los romanos a importar el culto de Esculapio de Grecia, cuyas imágenes centrales fueron las serpientes, símbolos de rejuvenecimiento. Otro símbolo de Esculapio era el gallo, que –aparte de sugerir la potencia masculina– representaba el estado de alerta o vigilancia, y también la victoria del amanecer sobre la noche, semejante a la de la salud sobre la enfermedad. La imagen del gallo se trasladó luego, emblemáticamente, a las torres de las iglesias y los edificios públicos en toda Europa. Inválidos y discapacitados solían sacrificar gallos a Esculapio, y es clásica la historia de Sócrates, que luego de beber el veneno, ordena sacrificar un gallo a Esculapio. Las Asclepíades –templos de Esculapio– eran los lugares más importantes para la enseñanza de la medicina, y funcionaban también como colecciones de tabletas votivas que proveían material informativo sobre enfermedades y curaciones. Los templos de Esculapio eran mediante un proceso denominado incubación, el sueño les revelara una cura para sus dolencias. Crucialmente, los sueños eran interpretados y se los consideraba a la vez fuente de diagnóstico y de curación, como lo señala Le Breton en su Antropología del cuerpo. Es probable que la vara de Esculapio sugiera el bastón del caminante, ya que se esperaba que los descubrimientos médicos fueran diseminados por el mundo. De hecho, la veneración por Esculapio fue tal, que su nombre se dio a una de las constelaciones, que se llama también Serpiente o Serpentario. Entre los seguidores de Esculapio en Cos, el más célebre fue sin duda Hipócrates, cuyas enseñanzas prevalecieron y se conservaron, mientras otras tradiciones, anteriores o posteriores a él, desaparecieron. Sólo fueron capaces de introducir una inflexión en esta historia los llamados empíricos, fundados en el siglo III a. de C. por Serapio de Alejandría, que profesaban derivar su conocimiento exclusivamente de la experiencia. A partir de este momento, los médicos hubieron de registrarse en una de las dos sectas opuestas: la de Hipócrates o la de los empíricos. En el año 131 a. de C., empero, nace en Pérgamo Galeno,

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visitados por enfermos que acudían allí para dormir, a la espera de que,

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que vivió en Roma y fue honrado como autoridad suprema hasta los tiempos modernos. Fue él quien transmitió e interpretó las doctrinas hipocráticas, con tal éxito que su nombre pasó a designar a los representantes de la profesión en general. La historia de Esculapio resulta reveladora en más de un sentido. Sus orígenes parecen indicar una relación ilegítima, que acarrea la muerte de su madre. Acaso aquí se encuentre simbolizada la aparición de una medicina que no reposaba exclusivamente en fórmulas mágicas u oraciones, como la anterior, y cuyos orígenes se consideraban, por lo tanto, sospechosos y no confiables. De hecho, el diccionario mitológico de Grimal nos informa que la escuela médica de Epidauro observaba prácticas sobre todo mágicas, pero preparaba asimismo el advenimiento de una medicina más racional. Si bien en la doctrina de Esculapio se subrayan las virtudes terapéuticas del sueño y el reposo, técnicas que probablemente apelan a A LA ESCUCHA DEL CUERPO

recursos inconscientes y contactos con lo sobrenatural, el hecho de que utilizara hierbas para sus tareas resuscitatorias, como en los casos de Glauco e Hipólito, lo muestran dispuesto a experimentar con elementos naturales. También la particularidad de que sus símbolos sean la serpiente, un animal dispuesto a renovarse a través del cambio de su piel, y el gallo, que representa un estado de alerta y vigilancia, sugiere que en esta concepción se acentúa la capacidad de los enfermos de reunir en ellos mismos la energía suficiente para prever el rumbo de su dolencia y aceptar (y provocar) los cambios necesarios que induce su estado. Asimismo, parece que asomara aquí la noción positiva de la enfermedad como ocasión de renovación y rejuvenecimiento. Tal vez, la historia dramática de Esculapio, pulverizado por los rayos de Zeus que castigan su omnipotencia desafiante, al permitirse incluso la resurrección de quienes se consideraban muertos, nos advierte que pudo haber habido grandes crisis de pasaje entre dos concepciones distintas de la vida y la salud en el mundo de los griegos. En efecto, de una medicina fundada exclusivamente en el recurso a las instancias sobrenaturales, pasamos a una concepción más humanística y racional, que pudo alcanzar logros notables apelando a la capacidad natural de


aquellos organismos dispuestos a afrontar los riesgos de ciertas transformaciones drásticas requeridas para una plena reinstalación en la vida. El hecho de que en una de las tradiciones sea Mercurio, mensajero entre dioses y mortales, quien rescata a Esculapio niño de las garras de la muerte, apunta también en esa dirección. Y la muerte de Esculapio, semejante a la de Ícaro –como también el castigo de Prometeo–, señala asimismo los peligros de quienes se exponen, por su arrojo y su genialidad, a la ira vengativa de los dioses, despojados de sus poderes por la creatividad y la técnica de los simples mortales. (No es un dato menor el que sea Quirón, maestro de Esculapio en las artes medicinales, quien libera a Prometeo a través de Hércules, causando de esta manera su propia muerte. La línea del heroísmo médico fue delineada con singular lucidez por la tradición helenística). Lo que es aún más seguro, estos audaces también se exponen, rompiendo la frontera del conocimiento y la praxis a favor de la vida de sus semejantes, a la envidia de sus sacerdotes y de sus colegas.

conciliar los contrarios: Es preciso que el médico sepa crear la amistad entre los elementos más enemigos, e inspirarles un amor recíproco. Los elementos más enemigos son los más contrarios, como lo frío y lo caliente, lo seco y lo húmedo, lo amargo y lo dulce y otros de la misma especie. Por haber encontrado Asclepíades, jefe de nuestra familia, el medio de introducir el amor y la concordia entre estos elementos contrarios, se le tiene por inventor de la medicina, como lo cantan los poetas y como yo mismo creo. Entre la salud propia y la dolencia ajena, entre la envidia de dioses y pares, los médicos libran una batalla incesante por derrotar algo más que la manifestación de un desarreglo pasajero (que puede ser físico o psíquico). De delimitar los contornos de esas manifestaciones me ocuparé en el próximo capítulo.

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En El Banquete, Platón presenta en el discurso de Erixímaco una semblanza de Esculapio que refiere sus poderes a la capacidad de re-

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La enfermedad



La enfermedad es el lado nocturno de la vida, una ciudadanía más onerosa. Todos los que nacen tienen doble ciudadanía en el reino de los sanos y en el reino de los enfermos. Aunque todos preferimos usar sólo el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado, por lo menos por un tiempo, a identificarse como ciudadano de ese otro lugar. Susan Sontag La enfermedad es una desviación interior de la vida. Michel Foucault Los pacientes: una mayoría irredenta. Florencio Escardó

El lenguaje de la enfermedad La enfermedad, piedra angular del mundo médico, proyecta un vocabulario de alcances muchas veces insospechados. No cabe sorprendernos: su léxico es el espejo de una historia del sufrimiento humano y de los distintos acercamientos a ese espinoso tema, según las visiones y las filosofías imperantes en cada época. Por algo la afirmación de que el hombre es el “animal enfermo” recorre filosofías tan distantes como las de San Agustín, Hegel y Nietzsche. En particular, la enfermedad pone de relieve uno de los escollos fundamentales de nuestra cultura: la difícil relación en esa compleja dualidad que forman cuerpo y alma en la tradición occidental, marcada por Platón y por Descartes. Acaso es por esta razón que, cuando hablamos de enfermedad, nos adentramos en un territorio crítico habitado por toda clase de fantasmas y prejuicios. El lenguaje se eriza en extraños hermetismos; múltiples rodeos se erigen para suavizar el impacto de esa presencia que, como dice Foucault, nos viene a hablar inevitablemente de nuestra inevitable muerte. Y la muerte también se rodea de eufemismos. Un difunto (di-funto), por ejemplo, no es alguien que se pudre bajo tierra, sino un ser correcto que ha dejado, casualmente,


de funcionar. Esa circunspección, ese retorcimiento, esa voluntad de disimulo y olvido no deja de ser apasionante para quienes observamos los repliegues que las palabras pueden ofrecer para esta empresa de compasivo e inútil ocultamiento. Pero no todo es eufemismo en la aproximación al mundo de lo enfermo. También aparece el gesto fiscal de la acusación, que identifica a la enfermedad con la culpa, la prisión o el pecado. Hablamos de la remisión de una enfermedad del mismo modo que hablamos de la remisión de una falta. En otros casos, la enfermedad es un accidente exterior que se despliega contra nosotros como un fuego de artillería: sufrimos ataques, luchamos contra el cáncer, huimos de las pestes. Un enemigo invisible pero omnipresente acecha a nuestro pobre e inocente cuerpo desde las tinieblas exteriores. El temor, el conjuro, la ignorancia, pero también el autoritarismo

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científico han labrado el espeso tapiz que recubre el mundo de la enfermedad y revelan nuestra vulnerabilidad al respecto. Este capítulo intenta en ciertos casos apartar algunas hebras, señalar algunas vetas, mostrar algunas arbitrariedades, y en otros, iluminaciones fugaces encerradas en las palabras que circundan ese mundo. Una primera aproximación nos mostrará, en la estructura general de la nomenclatura de las enfermedades, la tendencia a nombrarlas mediante partículas negativas; aparecerá asimismo la peligrosa coincidencia de la enfermedad y lo malo, con sus efluvios éticos; y algunas definiciones preliminares nos mostrarán cómo interpretar, de un modo más amplio y equilibrado, esta negatividad en lo referente a la expresión de la enfermedad. Como de costumbre, desde la etimología, los idiomas –clásicos y modernos– nos irán diciendo cuáles son las raíces y las imágenes que en distintas épocas moldearon nuestra visión de la enfermedad como acontecer biológico, personal y social. Veremos por ejemplo cómo el encogimiento, la sequedad, la esterilidad, la debilidad, unidas a la sensación de malestar e infelicidad, son las imágenes más frecuentes de este penoso racimo de raíces. Desde las raíces mismas del concepto y las palabras que han definido y calificado la enfermedad, nos iremos internando en la rica gama


de matices que –sobre todo en idiomas como el inglés, con su tríada disease, illness, sickness– descubre las distinciones que pueden realizarse dentro de este complejo vocabulario. Y la mirada dirigida a las metáforas modernas de lo patológico –tanto en inglés como en francés o en español– nos mostrará la complejidad de nuestras actitudes actuales al respecto. Allí nos acompañaremos con los argumentos de Sontag, de Foucault, de Escardó, que exploraron pro-fundamente estas napas de significado, pero también nos dejaremos guiar por nuestra propia experiencia referida al vocabulario cotidiano de la enfermedad. Como ya lo anticipamos, no pretendemos ser exhaustivos: simplemente, se trata de aguzar los oídos para detectar el lugar, la significación y las parábolas de la enfermedad en el lenguaje. En ese sentido, creemos que sólo unas muestras bastarán para sugerir una metodología espontánea al respecto, que nos ayude a meditar más profundamente sobre el impacto de la enfermedad en nuestras vidas.

fondo misterioso e indecible en la enfermedad, que proviene, inevitablemente, de su adyacencia con esta última. Más allá de todo conocimiento científico o filológico, ningún diccionario puede agotar este misterio. Conscientes de estas limitaciones, nuestra reflexión se orienta con todo a esa fuente de sabiduría común y ancestral que es nuestro lenguaje, para compartir lo que él nos dice acerca de una experiencia insolayable para todo ser humano.

Los nombres de la enfermedad Mientras el vocabulario de la salud nos refiere universalmente a la noción de totalidad, integridad o armonía con lo interno y lo externo, es notable observar que para los términos dedicados a la enfermedad parecería que la lengua empleara toda clase de subterfugios con tal de no enfrentar con símbolos concretos la naturaleza de los desfallecimientos a los que estamos expuestos.

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Como en todo avatar donde está implicada la relación vida/muerte –en la cual representa un puente prácticamente insoslayable– hay un

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Así como los filósofos escolásticos definían el mal como la privación del bien, parecería que el lenguaje, en líneas generales, ha optado por hablar de la enfermedad ante todo como un menoscabo de la salud, una ausencia de plenitud física, un defecto en el funcionamiento de determinados órganos. Entre los recursos empleados para cumplir con este propósito, figuran en primer lugar los términos que se forman con afijos negativos sobre una base positiva. Es decir que en general las enfermedades, lingüísticamente, no tienen entidad de por sí, sino que son la negación de nociones tales como firmeza, bienestar, soltura; o bien se refieren a fallas en órganos o funciones específicas, mediante afijos privativos. Una partícula negativa que suele acompañar los nombres de enfermedades que provienen del griego es dys-, prefijo inseparable, con sentido de mal, difícilmente:

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• Disfasia es dificultad para hablar (del griego phásis, palabra, del verbo femí, hablar). • Disfagia es dificultad para deglutir (de phaguéo, comer). • Disfonía es un trastorno de la fonación (de phoné, sonido). • Dismnesia es dificultad para recordar (de mnésis, memoria). • Disnea es dificultad para respirar (de pnéo, respirar). • Dispepsia es lentitud para digerir (de pépto, digerir). • Distocia es parto difícil (de tókos, parto). • Distrofia es un escaso crecimiento por mala alimentación (de trépho, alimentar). • Disuria es dificultad para orinar (de oúron, orina). Otros prefijos inseparables negativos que indican falta de un elemento, o bien ausencia o cesación de una función, son a-, an-, como en an-uria, an-emia, a-fasia y a-pepsia. In-válido, no-vidente –que ha remplazado a ciego–, hipo-acúsico –que ha reemplazado a sordo– son expresiones en las que las dolencias o carencias físicas se expresan mediante la negación de una cualidad positiva. Una creciente conciencia de la discriminación que se puede ejercer desde el lenguaje ha llevado paulatinamente a cambiar in-capacitado (demasiado próximo a incapaz)


por dis-capacitado, que actualmente, a su vez, es reemplazado en ciertos contextos por el giro “con capacidades especiales”. Pero no todo es privación o negación cuando se trata de enunciar la enfermedad. Existe aquí una partición –culturalmente significativa– entre los idiomas romances y los germánicos: sólo en los primeros se refleja claramente, desde el punto de vista idiomático, una connivencia entre la enfermedad y lo malo. Así como en francés maladie –proveniente del latín mal habitus– significa enfermedad, también en español las enfermedades son vistas como males. Al aparecer la palabra mal, con su peligrosa capacidad de significación en el ámbito ético, se irradia o contagia sospecha y reprobación moral en el ámbito de lo patológico. Cuando alguien “está mal”, la primera interpretación que surge es que su salud se encuentra deteriorada. En ese sentido, es interesante detenerse en una expresión como “estar mal de la cabeza”, formulación que no encuentra fácilmente equivalentes en otros idiomas. ¿Cómo inmal, sino que alguien está mal –alguien en su totalidad, personalmente– a partir de algo que se origina en su cabeza, desde ella. Es decir, algo se irradia en su mente hasta afectar toda su vida. Una cosa es el punto de partida y otra la expansión de un mal que encuentra la receptividad, la vulnerabilidad plena del individuo para instalarse en él, invadirlo, ponerlo y dejarlo mal. Mediante una sola preposición, el lenguaje capta esta distinción entre el factor causal y el ente receptivo, entre el punto de origen y la complicidad de un organismo que permite que se apodere de él algo objetivamente dañino. También conviene reflexionar sobre el aura de significaciones que despliega la palabra mal. Entre los españoles se oye a veces decir, por ejemplo, “la niña está malita”, es decir, enferma. Pero atención: también decimos “está mal” de las cosas equivocadas o incorrectas, ya sea del punto de vista práctico, estético, psíquico, intelectual o moral. La expresión puede aplicarse tanto a un texto como al color de un vestido, a un estado de angustia tanto como a un reuma. Y para una sociedad tan afecta a la explotación laboral como la nuestra, decir que alguien “está mal” puede equivaler a decir que un engranaje

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terpretar ese de? Notemos que no se dice que sea la cabeza lo que está

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de la máquina está fallando, contrariando los designios de la tarea férreamente asignada por empresarios inflexibles. Lo que está mal es algo que se ha salido de su rumbo, algo equivocado, aquello que ha dejado de obedecer a su propósito y delata la imperfección, la vulnerabilidad –intelectual, moral o física– del objeto o la persona que lo sufre. Pero notemos que no se dice que un paciente sea malo, sino que está mal. (Menos drásticos, el inglés y el francés, que carecen de la distinción ser/estar, deben resignarse aquí a sendos eufemismos: he is not well, il n’est pas bien). Se trata de un estado antes que de un rasgo esencial, y por lo tanto de una situación pasajera, corregible o superable. Una frontera sumamente sensible y de enormes consecuencias separa a lo que cabe considerar enfermedad y aquello que recibe otros nombres. En nuestros hospitales, por ejemplo, se recalca siempre a los familiares que el síndrome de Down no es una enfermedad, pero la A LA ESCUCHA DEL CUERPO

palabra síndrome (conjunto de síntomas que concurren en una enfermedad) parece desmentir esta información. La lucha actual, por parte de las parejas estériles, para que la infertilidad sea considerada una enfermedad, y su tratamiento reciba compensaciones como tal, muestra bien a las claras cómo el límite móvil entre aquello que la sociedad y los expertos consideran como enfermedad entraña cambios fundamentales en nuestros conceptos acerca de la salud y la vida misma.

Definiciones Si pasamos ahora al ámbito de las definiciones, María Moliner nos dirá en su Diccionario que la enfermedad es una afección, dolencia o padecimiento; cada una de las diversas alteraciones del organismo que perturban su funcionamiento. Inmediatamente se pueden ver las dificultades y los límites de esta definición en apariencia razonable, ya que, por ejemplo, muchas enfermedades –como el cáncer– se presentan en sus primeras etapas sin dolores, y en cuanto a las perturbaciones orgánicas, están ausentes en la mayoría de las más graves enfermedades psiquiátricas.


Otro aspecto en el que podemos detenernos es el concepto de la enfermedad, según se elabore objetiva o subjetivamente, es decir, como una realidad exterior que podemos estudiar científicamente, o como una experiencia interior innegable, pero difícil de apresar. Así, Florencio Escardó, una autoridad médica indiscutible, señalaba que la palabra enfermedad se parece más a la traducción de un sentimiento que de un concepto: Se ha buscado definirla por lo negativo como falta o ausencia de salud; pero ello sólo conduce a la necesidad de definir la salud. Naturalmente, esta definición se requiere para hablar y enten-dernos, porque en lo individual-personal no es imprescindible; todos sentimos cuando no estamos sanos, si bien no es raro que sean los demás prójimos quienes adviertan nuestra enfermedad antes que nosotros. Es habitual, por ejemplo, que la madre perciba la enfermedad de su hijo antes de que el mal revele síntomas ostensibles para todos. Otro

Y prosigue Escardó magistralmente con la siguiente descripción: Salud y enfermedad son situaciones vinculadas a eso que llamamos genéricamente vida y que se manifiesta como una fuerza o energía positiva traducida en el objetivo vital que, en última instancia, quiere decir lleno de vida. La enfermedad viene a ser, pues, una no vida o una menos vida y en consecuencia, una aproximación a la muerte que es la no vida total. Lo útil es entender que ambas son expresiones distintas del mismo fenómeno vital. Esta prevención es tanto más imprescindible cuanto que hemos de ver cómo suprimir un síntoma es por regla suprimir una expresión vital que requiere ser encauzada, pero no anulada.

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tanto sucede entre cónyuges.

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Enfermedad: ¿un tabú? La perspectiva de Escardó no ha sido siempre compartida en la historia de la medicina. La enfermedad despierta miedos, sospechas y ocultamientos, y por consiguiente el vocabulario que la refleja también exhibe contorsiones, vacíos, vacilaciones y ambigüedades que nos conviene dilucidar. Mientras que para referirse a la salud tanto el griego como el latín establecieron básicamente términos cuyos originales o derivados se conservaron a través del tiempo (ygiés, salus, valetudo), los referentes a la enfermedad no muestran la misma consecuencia ni estabilidad. Lo que fue en griego el término fundamental, nosos, no dejó descendientes en el habla común de las lenguas indoeuropeas. Morbus y aegritudo, designaciones fundamentales en latín para el tema, tampoco se conser-

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varon ni dejaron descendientes. Sí volvieron a aparecer, siglos después, pero sólo como préstamos cultos o para su uso en la jerga científica. Es este un fenómeno explicable desde el mecanismo del tabú, el ocultamiento, disimulo, disfraz de lo que se teme, evitando su nombre y sustituyéndolo por sinónimos no cargados aún de su energía negativa, de los efectos maléficos de su sola mención. Los diccionarios etimológicos señalan en otros términos este mismo fenómeno. Tal como lo dice Chantraine en su diccionario etimológico griego, “los nombres de las enfermedades se renuevan con frecuencia, por lo que no se puede esperar encontrarles una etimología indoeuropea común”. “El nombre de la ‘enfermedad’ difiere en las distintas lenguas indoeuropeas, por eso es inútil buscar la etimología de morbus”, señalan a su vez Ernout-Meillet, en su diccionario etimológico del latín. Curiosamente, sin embargo, varios diccionarios etimológicos nos presentan una raíz *mer, que parece indisputablemente ligada al sentido de enfermedad. En Pastor, por ejemplo, encontramos no menos de tres raíces *mer: la primera significaría oscilar, parpadear; la segunda –de la cual, contra lo afirmado por Ernout-Meillet, provendría morbo–, causar daño o borrar; la tercera, por fin, morir. Estas distinciones parecen excesivas, porque la adyacencia de significados resulta sugestiva: ¿qué es una enfermedad sino una oscilación o parpadeo entre la vida y la muerte? Y el


hecho de que enfermedad y muerte se distingan en cuanto a raíces evidentemente homónimas, ¿no es en sí mismo un subterfugio para obviar lo evidente, es decir, que la enfermedad suele ser el camino más seguro o frecuente hacia la muerte? Ya en griego, asthéneia y arrostía, ambos con sentido original de debilidad, terminan significando enfermedad. En latín, infirma valetudo significa salud débil, o bien se usa imbecillus, débil, para designar a una persona de aspecto o talante enfermizo. Y en español, decididamente, empleamos enfermedad, del latín infirmitas, no-firmeza, debilidad, como designación básica, la más frecuente, para las temidas alteraciones de la salud. Son, en realidad, eufemismos, porque no se trata simplemente de debilidad, sino de situaciones más serias, de afecciones que alteran el organismo, que pueden incluso llevar a la muerte. Y otros sinónimos nuestros y que tienen equivalentes también en otras lenguas indoeuropeas –malestar, padecimiento, dolencia– resultan términos relativamente livianos para realidades graves.

bilitado, sin fuerza, encogido, se pasa lentamentamente al de enfermo en sentido médico. El latín medio infirmarium; italiano, infermeria; francés, infirmerie; inglés, infirmary significan directamente hospital; también valetudo, salud, propiamente es fuerza, fortaleza. Al principio se asocia debilidad con enfermedad, hasta que el término débil, por sí solo, se utiliza con ese sentido, del mismo modo que fuerte para sano.

Etimologías Si examinamos los diccionarios disponibles, no aparecen reconstrucciones de raíces indoeuropeas que nombren la enfermedad en sentido genérico. ¿No se tenía en aquel tiempo una noción abstracta, o se perdió esa raíz en la maraña de los eufemismos? Los términos con que la designan las distintas lenguas indoeuropeas son muy dispersos. Acaso por eso los diccionarios indican que es inútil buscar la etimología de morbus. Al parecer, por tratarse de nociones tabú, que se renuevan con

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En español, el significado actual de enfermo, en contraposición con sano, repite lo observado en latín; desde un significado original de de-


frecuencia, no hay correspondencias claras entre las distintas lenguas europeas al respecto. Pero es instructivo, con todo, ver cómo se desarrolla esta noción en las distintas lenguas del tronco indoeuropeo.

Latín La palabra enfermedad viene del latín in-firmitas, que significa carencia de firmeza, debilidad, inconstancia. Es necesario advertir que el sentido original latino de infirmitas no era primordialmente enfermedad sino esta falta de solidez, o bien carencia de estabilidad. Entre las distintas formas en que se presenta la falta de firmeza, aparece el deterioro de la salud; los otros sentidos apuntaban a nociones morales como la volubilidad, la ligereza. Enfermo y enfermedad, etimológicamente, entonces,

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no dicen sólo sensación de debilidad sino falta objetiva de fuerza moral, de equilibrio. Vemos, así, que desde el inicio la noción de enfermedad tiene contacto con términos que implican cierta descalificación, no sólo física sino también moral. Es interesante comprobar cómo, por el pase del prefijo inicial in de infirmitas al en de enfermedad, se ha perdido para el hablante común en español, la posibilidad de relacionar lo en-fermo con lo no-firme; es decir, se nos escapa en general la connotación fuertemente negativa, y transparente en ese sentido, que tenía la palabra en latín, donde, como hemos visto, infirmus es la antítesis de firmus: sólido, fuerte, estable. El término proviene de una raíz indoeuropea *dher, que significa sostener, guardar, y en sánscrito deriva como proteger; daharma es estatuto, ley; en griego resulta en thronos, trono (lugar de apoyo y fortalecimiento). En italiano y en francés la reencontramos como fermare, fermer, y se emplea en expresiones tales como cicatriz firmemente cerrada; puerta firmemente cerrada. A la misma familia pertenecen nuestros verbos afirmar, confirmar. Como hemos dicho, en latín infirmus no sólo significaba débil en sentido físico y moral; desde allí adquiría asimismo los significados de flojo, tímido, sin valor. Infirmare es anular. Infirmo significa: yo enflaquezco. Infirma valetudine era una expresión contradictoria que podría


traducirse como “salud enfermiza” (¡estrictamente, como fortaleza débil!). Era propia de quien enfermaba con frecuencia. Aeger se reservaba sólo para las enfermedades corporales; por ejemplo, aeger morbo gravi significaba enfermedad grave, y aegrotatio era el estado general de un enfermo (“estar mal de salud”). Sin embargo, algunos derivados de este término se referían a la enfermedad psíquica, como aegritudo o aegrimonia, que significan tristeza, melancolía, dolor, mal humor y enfermedad. Evocan ante todo la idea de aflicción e inquietud. Al decir aeger, se insistía ante todo en la idea de sufrimiento y dolor causado por la enfermedad. Aegreo es estar enfermo. Aegre significa “de manera penosa”; aegresco, enfermar, afligirse, exasperarse, empeorar. Los sentidos de afligirse, exasperarse, estar de mal humor, tan frecuentes en esta familia, parecen revelar que el significado original era el transmitido por estos términos, y que enfermedad es sólo una de sus aplicaciones; es decir que ya el mismo término aeger habría sido un recurso tabú. Es muy probable que esta familia se relacionara, a través proveniente acaso de la interjeción ¡ay!, el grito de dolor; asimismo cabe notar la presencia en griego de aiaktós: que deplora, que lamenta. En cuanto a morbus, acaso más antiguo, define la enfermedad desde su condición negativa y significa enfermedad propiamente dicha (enfermedad específica). Es un término habitual, no romano; según algunos etimólogos, como ya lo hemos señalado, su parecido con morior (yo muero) sería casual. Cabe la duda, sin embargo, ya que parecería emparentado, desde el significado y la fonética, no sólo con morior sino con mordeo (muerdo), y asimismo con mortarium (mortero). También parece difícil negar el entronque con las raíces indoeuropeas –que, como también hemos visto, los diccionarios presentan separadamente– *mer-: morir; *mer-: causar daño, borrar; *mer-: parpadear, oscilar. Si se tiene en cuenta que la alternancia e-o es muy común en las raíces indoeuropeas, tenemos posiblemente aquí demasiadas coincidencias, acaso, para negar el común entronque de morbo y muerte en los estadios originales de la lengua. Las mismas raíces derivan en griego como marasmo: agotamiento, consunción; merizo: partir, dividir, y mérimna: inquietud. Amaranto,

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de una raíz indoeuropea onomatopéyica, con el griego aigma: lamento,


con la partícula privativa a-, es la flor que no muere. Ambrosía (proveniente de a-mrós) es el néctar de los dioses inmortales. Murder, en inglés, es asesinato; smart es sufrir un dolor agudo o bien provocarlo. En español corresponden a esta familia mortero, morder, mordaz y mordaza; también almuerzo, del latín admordere, morder ligeramente, empezar a comer algo. En sánscrito, mrd significa aplastar, retorcer, magullar, y marati es muerto. Frente a esta avalancha de términos sobre los cuales revolotea incesante la sombra de lo siniestro, no podemos dejar de observar que es interesante que la enfermedad y la muerte se vean, en ocasiones, como consecuencias de un daño o borramiento provenientes del exterior; como un mordisco del destino, diríamos, una hostilidad, antes que un acontecer natural de la existencia. El lenguaje –igual que la humanidad– se resiste por todos los medios a aceptar la muerte, que

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es siempre vista de algún modo como un crimen antes que como una parte inevitable y culminante de la vida. No en vano decía Freud que la muerte es siempre la consecuencia de una violencia que es necesario exorcizar. También parece negarse el parentesco de la enfermedad con la muerte. No hay, al parecer, expresiones lingüísticas que representen la muerte como una desembocadura espontánea de la vida o una parte natural de ella, como tantas filosofías contemporáneas lo postulan. Como adjetivo, morbidus significa de complexión enfermiza, pero también suave y delicado. Curiosamente, el adjetivo morboso se ha cargado de connotaciones sádico-eróticas con el correr del tiempo. De una raíz *smerd, cercana a *mer, proceden tanto el griego smerdnós: temible, horroroso, y el alemán Schmerz, con el sentido restringido de dolor moral, mientras que el dolor físico se expresa mediante Pein. En inglés, emparentado con este vocablo, encontramos smart, ya mencionado. Dijimos que imbecillus era la designación que se daba a quien se encontrara enclenque, débil, sin fuerzas; como tal, el adjetivo se oponía a valens o a firmus. Se desprende originariamente de la expresión “sin báculo”, es decir, aquel que camina sin apoyo, tambaleándose. (Béquilles, en francés, proveniente de la misma raíz que aparece en im-bec-illus,


y significa muletas). Notemos que hoy día imbécil se destina a quienes están desprovistos de facultades mentales normales. Finalmente, contamos con languor: languidez, debilidad, enfermedad. Es interesante ver cómo Cicerón distingue el morbus de la aegrotatio y del vitium (vicio): el primer término indicaría la corrupción del cuerpo; aegrotatio significa aquel morbus que apareja imbecillitas, es decir, un estado vacilante y enclenque; y vitium, vicio, implica distorsión o deformidad de los miembros, lo que hoy llamaríamos una malformación. Desde lo físico se pasó a lo moral, con el significado de falta o defecto, y asimismo de violencia, violación. Vituperar, de la misma familia, es encontrar defectos. En síntesis, para denominar la enfermedad, el latín prefiere usar la palabra aegritudo o aegrimonia, que significa tristeza, melancolía, dolor, enfermedad. Es decir que aegritudo define preferentemente el estado de ánimo, desde una sensación subjetiva, mientras que infirmitas señala el estado del cuerpo, apuntando a la apariencia y experiencia

Griego Si pasamos al griego, vemos que enfermedad se dice nosos, que significa también esterilidad (de la tierra), locura, sufrimiento moral, pasión, defecto, vicio. De aquí proviene, naturalmente, nosocomio. Noseo es el nombre que se da a Zeus como protector contra la enfermedad (este es precisamente el nombre bajo el cual se lo veneraba en Mileto). Nosos es una designación por la negativa, y suena a original, no eufemística: esterilidad de la tierra, vicio. Probablemente su elemento inicial coincide con aquella “n”, negativa, que aparece en el indoeuropeo *ne, raíz de la cual se desprenden un sinnúmero de palabras: en el registro fúnebre, nekrós (cadáver, en griego); necrosis es la alteración del tejido de ciertas células luego de la muerte. Ambas palabras conllevan las raíces nek, nok, de sentido negativo, también patentes en todos aquellos términos relacionados con la noción de daño que heredamos del latín: nocivo, inocente –incapaz de

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de la debilidad.


producir daño–, a más de los pronombres y adjetivos de tipo negativo como nadie, nulo, neutro, ninguno. Necare en latín significa matar sin usar armas y luego deriva en francés en noyer (ahogar). La terminación comio en noso-comio proviene del verbo koméo, que significa “ocuparse de cuidar” (humanos, caballos, etc.). Komizo es asimismo ocuparse de, pero también transportar y cuidar. Kuma es cuidado, y corresponde a kamno el significado de cansarse, estar enfermo, estar muerto. Como verbo transitivo significa trabajar en, dedicarse a. El nosocomio, por lo tanto, encierra la idea de cuidado de la enfermedad. Astheneia –nuestra astenia– significa debilidad, enfermedad y pobreza. Asthenés quiere decir débil, enfermizo, impotente, pobre, sin valor, poco abundante. Ambos términos representan la negación de sthenos: fuerza física, valor, fortaleza; pero también poder, violencia, ejército. Es decir, tenemos aquí un proceso equivalente al de infirmitas A LA ESCUCHA DEL CUERPO

en latín. Interesante y significativa resulta la adyacencia de las nociones de enfermedad y pobreza. Otra expresión es arrostía: debilidad, enfermedad, incapacidad, abatimiento, agotamiento, pobreza. La raíz pathos –relacionada con patología (enfermedad), y también con paciencia y patético– para los griegos implicaba sometimiento y sufrimiento. Fundamentalmente representaba la situación de estar sometido, estar sujeto, ser pasivo, porque los griegos consideraban que nada era más penoso que la pérdida de la libertad o enajenación. Es esta humillante pasividad la identificada por los griegos como sufrimiento, de allí que pasión, derivada de latín passio, pase a querer decir sufrimiento, como cuando se habla de la pasión de Cristo. Un desarrollo especial condujo más tarde el significado de pathos a sentimiento y pasión, como si el origen de toda emoción, la pasión por antonomasia fuera el sufrimiento, ramificándose luego para cubrir todo el espectro emocional, con sus distintos matices. Páthema es enfermedad, aflicción, desgracia, disposición física o moral, en plural significa pasiones, acontecimiento, accidente. Astheneia y arrostía definen la enfermedad desde una sensación subjetiva de debilidad; páthema, en cambio, la define desde la idea de


sufrimiento; son ambas ya eufemismos como efecto del tabú, en el sentido de que se remiten a una esfera considerablemente abstracta en la denotación de la enfermedad, y conllevan cierto disimulo con respecto a la posible gravedad de la situación real. Como hemos visto, tanto en latín como en griego, en numerosas ocasiones, la noción de enfermedad se asocia con la de debilidad. Son interesantes en este sentido las asociaciones que lo débil despierta en distintas lenguas indoeuropeas. Por de pronto, el latín debil proviene de un prefijo negativo de- (que encontramos también en de-men- te), más otra raíz indoeuropea, *bel, que se manifiesta en el sánscrito bal (fuerza) y emerge asimismo, curiosamente, en bolchevique y en Bolshoi: gran teatro. Previsiblemente, lo débil es lo no fuerte. Endeble es una derivación de débil (en-debole). El latín flebilis, por otra parte –cualidad de aquello por lo que se debe llorar (flere)– produce el francés faible, débil, asociándolo por tanto a lo lamentable. Aquí la perspectiva es la reacción que la debilidad En irlandés y otros idiomes celtas, la raíz de debilidad se confunde con la de lepra; en gótico y otros idiomas germánicos, con las de corrupción, maldad, fealdad, flojera y decrepitud. Finalmente, en lenguas eslavas, connota un andar vacilante. Estética y moralmente, como podemos ver, las lenguas parecen unánimes en la condena a la debilidad, que no es sólo condición de los enfermos, sino de los niños y los desvalidos. Algo así como la despiadada ley de la sobrevivencia de los más fuertes parece latir en esta inclemente nomenclatura.

Francés In-firmitas, como hemos visto, se forma con una partícula negativa, para denotar la carencia de la condición de firmeza. Lo mismo ocurre con el francés mal-aise, falta de comodidad, calcada por el inglés dis-ease: las dos indican etimológicamente una disminución o deterioro de la sensación del bienestar, la comodidad o la calma. Sólo hacia

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evoca en sus espectadores.

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fines del siglo xiv tendió a restringirse el sentido de malaise al de enfermedad. Se trata, naturalmente, de un eufemismo, ya que una enfermedad, en general, es algo más que una incomodidad. Del mismo modo hablamos hoy de ciertas molestias, evitando referirnos a los síntomas más enojosos de alguna enfermedad. (De paso, observemos que molestia deriva del latín moles, masa, interpretado como carga). Experimentamos nuevamente las contorsiones y miramientos del lenguaje para designar lo enfermo, un universo amenazante no sólo para los afectados sino también para quienes lo rodean, que deben mostrarse solícitos con el enfermo y apelar a la consulta médica (mientras en ciertos casos vigilan, asimismo, las posibilidades de contagio). Maladie es un término francés popular, acuñado en el siglo xii, que quiere decir propiamente: enfermedad. Como ya hemos señalado, viene de la expresión latina male habitus, encontrarse en mal estado, donde habitus representa el participio pasado de habere: encontrarse. A LA ESCUCHA DEL CUERPO

Es interesante notar que, en español antiguo, malato (tomado de una apropiación italiana del término francés) significaba enfermo, y era una designación que se aplicaba en especial a los leprosos; es decir, la lepra (o malatía) era la enfermedad por excelencia. Malatería era el edificio destinado a los leprosos, que se llamaron luego lazaretos (por el personaje evangélico de Lázaro, a quien Cristo resucita) o bien leprosarios.

Idiomas germánicos Siech es la antigua denominación germánica referida al enfermo; significa achacoso, enfermizo, enclenque; en inglés encontramos correlativamente sick; en holandés, ziek. Los idiomas escandinavos también presentan derivaciones afines. Siech designa en general un estado de mala salud, que a menudo no presenta síntomas intensos, pero es casi siempre incurable (aunque no contagioso). Alude a una situación permanente de padecimiento, en contraposición con una enfermedad aguda, transitoria. Probablemente nuestro achacoso venga de la misma raíz. Denominaciones del estado enfermizo, achacoso, como sick, siech, achaque, parecen tener en su origen una historia propia. Se trata de


un estado “normalmente” asociado con la vejez. Desde la etimología podrían asociarse con ciertas raíces indoeuropeas que hablan de lo encorvado, lo doblado, lo marchito, lo seco: *sker-: doblar, encorvar; *skerbh-: encoger, arrugar (de donde deriva el germánico hirmp, con los mismos significados); *skamb-: doblar, encorvar; *skeng-: torcido; *skel-: secar, marchitar; encorvado, torcido –de allí proviene (a través del griego sklerós) esclerosis, enfermedad que consiste en la transformación de un tejido normal en otro fibroso. La eclerótica es la membrana dura que recubre el ojo, con un orificio en la parte anterior, en la que está implantada la córnea transparente. De la misma raíz procede esqueleto. En alemán se presenta krank: arrugado, encogido, disminuido, es decir, debilitado, sin fuerzas, o sea, enfermo. El término estaba referido en primer lugar a personas ancianas o inválidas. Proviene de la misma raíz de krampf: convulsión, contracción espasmódica; dolor de las articulaciones (francés crampe e italiano granchio: calambre) y de haken

sola palabra con antiguas transformaciones de la misma raíz. Krankheit, debilidad, en el sentido actual, es tanto el estar enfermo como también el padecimiento considerado médicamente. El inglés shrink (encoger, contraer) muestra la raíz con s-. Impresiona la fuerza fonética de estos monosílabos que transmiten una sensación de escalofrío. Leiden, sufrir, proviene de lîdan, viajar en barco; pero aparece después con otro sentido completamente distinto, el de sufrir; es decir que se establece una equivalencia muy notable entre emigrar y padecer. El verbo lîdan, desde el significado de trasladarse a un país lejano a través del mar, adquirió el sentido de sentirse mal, sufrir, sentir nostalgia; etimológicamente, en griego, dolor (algia) del regreso (nostós). También expresaba este verbo afrontar los peligros de la emigración. En antiguo noruego, un verbo emparentado con la misma raíz, lida, significaba ir, pero también morir. (Partir c’est mourir un peu, dice el célebre poema francés). De manera notable, el hebreo presenta un proceso semejante. En efecto, tenemos en ese idioma, entre varias palabras con raíces y significados

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(gancho), klammpfer (grapa, pinza), como kramme, krampe (grampa, garfio, gancho), krapf; los cuatro últimos términos son en realidad una


afines, jalá: enfermar, jalak: pobre, miserable, desgraciado; pero también, en hebreo bíblico, jalak: migrar, perecer. De un modo similar, madué significa sufrimiento, dolor, pena, dolencia y madujá: exiliado, desterrado, extraviado. Coincidiendo con lo expresado por lenguas tan diferentes, las muy numerosas investigaciones médicas que señalan enfermedades propias de los migrantes corroboran el tremendo impacto físico y psíquico que el destierro forzoso causa a los que lo sufren. Según Le Breton, la clínica de los inmigrantes ha demostrado una patología que recorre al cuerpo generando sufrimiento: la sinistrosis. Después de una lesión cicatrizada, el sujeto sigue quejándose, más allá de la recuperación orgánica. Una escucha que se aparte de la técnica, muestra que el sujeto sufre en su vida y que utiliza, sin saberlo, el dolor como el único medio para que su existencia sea reconocida por los otros y para mantener por sí mismo una identidad que, de otra manera,

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no tendría sentido.

Reflexiones en forma de conclusión En definitiva, los nombres indoeuropeos señalan a la enfermedad como: • realidad negativa: latín morbus, griego nosos; • sensación, percepción subjetiva de malestar, dolencia: griego pathos, alemán leiden; • debilidad (sensación subjetiva y también eufemismo): español enfermedad, griego arrostema, alemán krankheit; • estado enfermizo, achacoso: inglés sick, alemán siech, español achaque (probablemente asociado con la vejez). José A. Mainetti resume acertadamente: “los nombres clásicos de la enfermedad –infirmitas, pathos, nosos– guardan las raíces semánticas de tres vivencias fundamentales: incapacidad, sufrimiento y mal”. También deben notarse aquí las connotaciones que se deslizan en los distintos nombres que recibe la enfermedad, en las lenguas indoeuropeas, y que apuntan a aspectos médicos, éticos o estéticos


claramente orientados a una percepción rechazante. En los idiomas celtas, por ejemplo, la enfermedad equivale a calamidad o a lepra; en sánscrito a impotencia; en lituano, representa lo amargo; en letón, lo malo; en gótico, lo perverso. El sánscrito la vuelve sinónimo de tormento y desplazamiento; el persa, de la llaga y del agotamiento. El hálito negativo que exhala la enfermedad es innegable, y en particular, las peligrosas metáforas morales que la rodean muestran a una sociedad más inclinada a discriminar al enfermo que a tomarlo a su cargo como víctima encaminada a restablecerse. Con el correr del tiempo, desaparecen las designaciones de tono objetivamente negativo. Nosos, morbus no dejan descendientes, salvo en resucitaciones cultas. Se desarrollan en cambio las designaciones de tono subjetivo, acaso señalando los nuevos tiempos de afirmación de la individualidad. En español, como también en otras lenguas romances, se impone con exclusividad la denominación eufemística que originariamente se repreenfermedad, pero esta palabra también se evita para dar paso a expresiones tales como “no tengo nada grave, es sólo que me siento débil”. Lo curioso es que, abandonadas las designaciones que describen “objetivamente” la enfermedad como un daño, un desarreglo, se las sustituye por otras que en realidad no designan el daño sino uno de los engranajes del mecanismo de curación: el dolor, que en realidad, al igual que la sensación de malestar, puede considerarse como recurso biológico para atender al daño y estimular la curación, como veremos más adelante. Acaso la debilidad que implica el nombre de enfermedad (etimológicamente, como hemos visto, equiparable a no-firmeza) podría considerarse el recurso biológico que obliga al reposo, al abandono de toda otra actividad, para dejar que el cuerpo se dedique a curarse.

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sentaba como debilidad: es infirmitas el término que evoluciona como


Distintas miradas sobre la enfermedad El inglés presenta una interesante diversidad de términos con respecto a la noción de enfermedad, diversidad que a su vez ha dado lugar a una nutrida bibliografía sobre el tema que, en nuestro medio, no ha sido desarrollado acaso con la misma extensión. Para empezar, es importante notar que existe una gradación y distinción clara en la percepción de lo que ocurre con el enfermo, primero desde el punto de vista “objetivo”, el de la ciencia médica, luego desde el punto de vista social, y finalmente –y no es lo menos importante– en la propia experiencia del enfermo en cuanto a su estado, es decir, la dimensión subjetiva de lo que le acontece. En inglés se emplean precisamente –según el caso– uno de estos tres términos: disease, illness, sickness cuando se trata de designar lo

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que el uso habitual denomina en castellano con uno solo: enfermedad. Esta diferencia idiomática no es inocente: la convergencia de las tres nociones que el inglés distingue contribuye a igualar lo que es diferente y a invisibilizar los múltiples aspectos que la enfermedad incluye. Marshall Marinker, un clínico general, sugirió hace unos veinte años una manera eficaz de distinguir entre disease, illness y sickness. Caracteriza estos tres modos de falta de salud de la manera siguiente: Disease es un proceso patológico, frecuentemente físico, como una infección de garganta o un cáncer de pulmón; a veces resulta indeterminado en su origen, como la esquizofrenia. Lo que identifica a este proceso es cierta desviación de la norma biológica. La objetividad que presenta esta noción la vuelve perceptible a los médicos que la pueden ver, tocar, medir y oler. Son los hechos centrales en la perspectiva médica. Es decir, se trata de una enfermedad que se presenta a los ojos del médico a través de signos que él reconoce mediante su saber específico. La palabra viene del antiguo francés –en última instancia, del latín– y literalmente significa ausencia de libertad o espacio para moverse, ya que en eso consiste el ease, proveniente del francés aise, que quiere decir en su origen “espacio al lado de uno”. Es una expresión que podríamos traducir aproximativamente en español como “estar a


sus anchas”. En principio, existía en el francés, con el mismo sentido, desease (que cabe comparar con el italiano disagio), término que luego se transformó en malaise, incomodidad, intranquilidad; hacia fines del siglo xiv tendió a restringirse al sentido de enfermedad. Dis-ease designa la privación de esa facilidad o libertad. Hoy, sin embargo, se usa, sin separación, para referirse a un desorden de estructura o de función en una planta o ser viviente, en tal medida que acarrea o amenaza con acarrear una enfermedad detectable, es decir, más estrictamente, una variedad identificable de desorden, en general con signos o síntomas específicos afectando asimismo una locación específica. Esta es la definición ofrecida por el New Shorter Oxford Dictionary, que añade los sinónimos illness y sickness. Illness tiene, en cambio, tres definiciones. Las dos primeras conciernen la acepción que tuvo la palabra hasta el siglo xviii, cuando significaba maldad, depravación, inmoralidad, o bien, la cualidad de aquello que es desagradable, dañino o repugnante. Los significados antiguos lo malo. Este sentido está aún presente en ill-will (mala voluntad), ill-mannered (de malos modales), etc. El sentido de enfermo apareció más tarde. Al parecer, el término fue tomado del antiguo escandinavo illr, bastante misterioso, cuyo origen no se conoce. Este sentido proviene quizás del uso de un verbo impersonal escandinavo, que significaba literalmente “es malo para mí”. El tercer significado, a partir del siglo xvii, es el moderno: ill health (mala salud, el estado de quien se encuentra enfermo). Illness podría traducirse como padecimiento: significa la dimensión subjetiva y singular del enfermar, que únicamente puede conocer quien padece la enfermedad. Illness es un sentimiento, una experiencia de encontrarse mal que es enteramente personal, propia del paciente. Como lo dice la anciana del célebre cuento de Scholem Aleijem: “Doctor: sufro del corazón, de los pulmones, del estómago y de los intestinos, y yo también estoy enferma”. A menudo este sentimiento acompaña lo que se llama disease, pero esta última puede permanecer no declarada, como en los primeros estadios del cáncer, la tuberculosis o la diabetes. A veces

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reflejan el hecho de que la palabra ill es una contracción de evil, malo,

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existe illness sin que se pueda identificar una disease. Cabe en ese caso suponer o sospechar un estado de enfermedad imaginario. La educación médica tradicional hace insoportable el ensordecedor silencio de la illness en ausencia de la disease. Nada puede ofrecer el paciente que satisfaga los sentidos del doctor. Sickness, en cambio, es la dimensión social del enfermar. Es decir, aquello que los otros ven en el enfermo; el modo externo y público de la falta de salud, aquel del que se hacen cargo los familares o allegados al enfermo o los servicios mutuales a los que está afiliado. Es un rol social, un estatus, una posición negociada en el mundo, un compromiso sellado entre la persona a la que en adelante se llamará enferma y la sociedad que está preparada –o no–para reconocerla y apoyarla. La seguridad de este rol depende de un número de factores, entre los cuales no es el menor la posesión de ese apreciable tesoro, la enfermedad, que

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legitima demandas de atención y cuidado. Quien se funda solamente en su enfermedad para declararse sick tiene un estatus colmado de incertidumbre: aun la “posesión” de una enfermedad no garantiza ninguna equidad. Los que tienen un mal crónico se encuentran mucho menos seguros que los que sufren de un mal agudo; los que padecen de una dolencia psiquiátrica están menos seguros que los que esperan una cirugía. Lo mejor, en cuanto a esperanza de pronto auxilio, es una enfermedad física aguda en un joven, rápidamente determinada por la recuperación o la muerte: ambas circunstancias serán consideradas equivalentes. Los diccionarios apuntan también a diferencias de uso: mientras sickness se reserva en general a malestares estomacales, náuseas, etc., illness se considera un término más refinado. Sintetizando: • Disease es el proceso patológico, desviación perceptible de una norma biológica. • Illness es la experiencia del paciente con respecto a su mala salud, sin que a veces pueda diagnosticarse ninguna disease. • Sickness es el rol negociado con la sociedad.


¿Hay un enfermo imaginario? En español, la palabra enfermedad parece remitirse sólo a la primera de estas acepciones, es decir, subraya en sus usos el carácter clasificable y abstracto de la alteración sufrida por el enfermo. Igualar es un procedimiento que usa la ciencia –y con razón– para forjar modelos mediante la estandarización. Si se olvida esta dimensión “ilusoria” de las descripciones de las enfermedades, designadas mediante una única palabra, y se las toma como pertenecientes a lo real, se facilita o estimula el amargo dicho acerca de los médicos que “tratan enfermedades y no enfermos”. Esto ocurre porque a menudo, ante la mirada del experto, lo que está frente a él, lo que es visible, es la enfermedad y no un enfermo singular. Si bien podemos decir que el castellano carece de las mismas distinciones léxicas que traza el inglés en la tríada disease, illness y sickness, este aparente vacío no implica por fuerza que conceptual y filosóficaabierta a los pacientes, de Florencio Escardó, encontramos con mucha claridad una distinción entre pacientes y enfermos que viene a espejar en cierto sentido la que se realiza entre illness y disease. “Paciente no es así como así sinónimo de enfermo; la palabra paciente significa el que padece, el que sufre”, nos dice Escardó. “Advirtamos que en la expresión usual enfermo y enfermedad aparecen o pueden aparecer disociados. Y surge entonces, frente al planteo clásico, un sujeto que es el enfermo sin enfermedad”. Alguien que acude a la guardia con una queja cardíaca que el examen correspondiente no avala, está enfermo del corazón en el sentido traslaticio del término. “La medicina moderna sabe que están enfermos de la imagen que tienen de su propio corazón”, argumenta Escardó. Y prosigue: “Un famoso maestro de la nueva medicina ha definido así al enfermo: ‘Es un hombre que siente la necesidad y reclama o busca un médico’. Lo importante de esta precisión está en que lo característico es la necesidad que determina la relación médico-paciente y no la existencia de tal o cual enfermedad concreta”. Notemos que esto es tan cierto que cuando se habla de un “paciente de” el complemento nunca es una

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mente tales distinciones no existan. En las páginas magistrales de Carta

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enfermedad, sino el nombre del médico que atiende. No decimos: “un paciente de tuberculosis”, sino: “un paciente del Dr. Rodríguez”. Los enfermos llamados “imaginarios” no sólo son enfermos sino primordialmente pacientes, señala Escardó: pueden estar mal informados, pero tienen sus derechos y deben ser protegidos contra aquellas complicidades culturales, que no sólo prolongan inútilmente sus padeceres sino que crean nuevas dolencias y las multiplican. “Ya sea que se llamen pacientes, dolientes o enfermos, lo que con respecto a ellos se plantea –aunque no siempre ellos estén en condiciones de plantearlo– es un problema de salud”. Esta situación impulsa a Escardó a establecer lo que él llama los derechos de los pacientes, es decir, los derechos de los seres humanos a defender su vida como una plenitud indeclinable. “Si muchos pacientes no saben ejercer sus derechos de tales es porque han abandonado a los

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médicos el manejo de su vida y el uso de su libertad. Vida y salud son conceptos íntimamente ligados, y como el uso de la propia vida se reconoce en la libertad, vida, salud y libertad son términos unimismados en el ejercicio vital. Toda enfermedad entraña por sí misma una disminución de la vida y una limitación de la libertad”.

Enfermedad: ¿desequilibrio o disminución? Llegados a este punto, sostiene Escardó, es conveniente profundizar una vieja comparación: la salud como el ciclo del día. A la mañana ya es día como también lo es en el meridiano y a la caída del sol; cada uno de esos momentos es totalmente diurno aunque no se parezca a los demás. Salud es, pues, la plenitud vital relativa de cada momento: la plena salud de un viejo no es, fenomenológicamente hablando, comparable a la plena salud de un lactante, pero ambas son salud en cuanto a situaciones de vida en equilibrio del sujeto singular. Nada, pues, más práctico que considerar la enfermedad como un desequilibrio de la vida, pero no como su disminución. La enfermedad es, en su esencia, una expresión de la vida.


Y prosigue Escardó, derivando hacia posiciones polémicas: La más alta autoridad en la materia, la Organización Mundial de la Salud, se ha obligado a definir la salud removiendo resueltamente el viejo concepto de lo orgánico como principal y determinante y señalando que no consiste tan sólo en una situación de equilibrio en lo corporal, sino también en lo mental (psíquico y emocional) y en lo social (o sea, convivencial y económico). En consecuencia, está tan enfermo aquel que tiene un abceso en un riñón, como quien vive sin agua potable y en hacinamiento o como quien mantiene de continuo relaciones difíciles o contenciosas con su suegra o su patrón. Es bueno repetirlo: quien padece una artritis es un enfermo; también lo es quien abandona al hijo que ha engendrado o quien no dura en ningún empleo. Todos ellos caben bajo el comprensivo dictado de pacientes.

Aquí conviene que nos detengamos en la palabra paciente. En un sesudo estudio de Christopher Lawrence (2008), se nos aclara que se trata de una palabra que en muchos sentidos parece acarrear un significado opuesto al que se le da hoy en el contexto médico. Fuera de este contexto, la continuidad de su significado es notable. En latín expresaba la idea de soportar las dificultades y la adversidad; de allí desciende a las lenguas romances, y así el inglés la toma del francés en el siglo xiv. Se la asoció por mucho tiempo con virtudes tales como ser tolerante, obediente y sufrido. Pero también, desde el primer momento, aparece como un nombre sustantivo, designando a una persona que sufre sin quejarse. De este modo, podía aplicarse tanto a un enfermo como a un amante desdeñado, por ejemplo. Aunque hasta el siglo xviii ambos significados coexisten, poco a poco el mundo médico se fue apropiando de la palabra, que en el siglo xix pasó a significar, exclusivamente, una persona que requería cuidado médico, por sufrir un trauma o una enfermedad. Esta restricción pro-

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bablemente se deba al hecho de que, con la aparición de los hospitales como emplazamientos canónicos para el tratamiento de los enfermos – en particular, de los pobres–, la palabra paciente se reservó para los que guardaban cama, aparte de obedecer las regulaciones de los médicos, que debían aceptar con gratitud. En el siglo xviii, los pacientes, además de ser individuos enfermos, se convierten en categorías estadísticas necesarias en el manejo del Estado. Se habla ahora, en inglés, de inpatients (internos) y out-patients (externos). Recientemente, como adjetivo, el término se usa para transmitir significados opuestos a la pasividad o la obediencia: poder de los pacientes (patient-power), derechos de los pacientes. Sin embargo, irónicamente, y a pesar de las connotaciones de deferencia que encierra la palabra, no hay que olvidar que la conducta paciente fue uno de los escasos recursos con que contaron los enfermos pobres para mantener

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un cierto control sutil sobre el encuentro clínico. Tampoco hay que olvidar la diversidad de lenguajes expresivos que se encierran bajo el rótulo indiferenciado de paciente. Zborowsky estudió los diferentes aspectos de la reacción a la enfermedad en tres diferentes grupos: italianos y judíos son exagerados en sus muestras de sufrimiento; los irlandeses se comportan más estoicamente y no creen socialmente adecuado quejarse; los americanos tratan de tomar una actitud objetiva frente al dolor. A su vez, estas actitudes influyen en el doctor y en el tratamiento impartido. Quizá lo más peligroso de la denominación paciente es que oculta la realidad innegable de que en muchos casos no somos sujetos pasivos de nuestras enfermedades, sino agentes resueltos y vigorosos de estas. La palabra paciente vela inoportunamente la noción de responsabilidad sobre el propio cuerpo, y coloca al enfermo en una posición de víctima que no hace más que debilitarlo. No es un azar, por cierto, que la palabra, en su significado actual, aparezca tardíamente, y en el preciso momento en que el establecimiento de los hospitales y la autoridad médica se encuentran en el comienzo de su apogeo institucional. Aun cuando sería difícil o utópico pensar en una erradicación de este término, no está de más reflexionar sobre su sentido, y recapacitar sobre la posibilidad de introducir imágenes alternativas que


recalquen la autonomía que debemos ejercer en el cuidado de nuestro propio cuerpo.

Sintaxis de la enfermedad Otro aspecto para considerar es el contexto verbal en que aparece la enfermedad. Las enfermedades se sufren pero también, curiosamente, se tienen (y esto ocurre tanto en español como en francés o en inglés y en otros muchos idiomas). “¿Qué tiene?” inquiere el que quiere saber acerca de la enfermedad de un allegado. Según Daniel Flichtentrei, la pregunta “¿Qué tengo?”, en la consulta, es prioritaria en el paciente mismo, anterior incluso a su deseo de ser curado: poner un nombre a su mal es la primera condición necesaria para circunscribirlo, enfrentarlo y superarlo. También se dice “tener un accidente”. La salud se experimenta, se goza de ella, pero no se “tiene buena salud”). En cambio se tiene una diabetes, una tuberculosis, un cáncer. Se dice “es un enfermo” pero no “es un sano”. Es como si el lenguaje advirtiera que la enfermedad nos alcanza más hondamente que la salud, y por eso apareja verbos más envolventes para definir nuestra relación con ella. Quizá digamos que tenemos una enfermedad para evitar el sentimiento opuesto que a veces nos asalta, de que son en realidad las enfermedades las que nos tienen, nos poseen, nos invaden. Y es también como si se supiera, desde el principio, que la salud no puede ser un estado permanente, una posesión inalienable de nuestro cuerpo; que al fin y a la postre nos encaminamos a aquellas enfermedades o traumas que culminarán en nuestra inevitable muerte. Rilke señala que la muerte es una señal que va creciendo como una semilla en nosotros mismos, en nuestro interior, ineluctablemente, hasta el día en que nos ocupa por entero; una semilla alimentada por el tiempo y las enfermedades. (Curioso también es el verbo que empleamos cuando decimos: “Tuvo una muerte muy pacífica”. Aquel que dejó la muerte atrás habiéndola poseído, ¿quién es y dónde habita?)

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salud” (aun cuando, de modo redundante, podemos enfatizar: “Tiene

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Mientras las enfermedades nos afligen (afligir contiene el verbo flere, llorar en latín), nos atacan, nos aquejan, nos postran, la salud carece de verbos que nos involucren directamente: decimos mejora o empeora o flaquea su salud, sin más. El lenguaje parece prestar más oídos y sutilezas al sufrimiento que a la salud. Cuando decimos “me duele la cabeza”, el dolor puede residir en la cabeza, pero soy yo, la totalidad de mi persona la que está afectada. En el francés: J’ai mal à la tête, y en el inglés: I have a headache se acentúa más la localización del dolor, que en español, en cambio, se difunde más allá de su lugar de origen. También convendría reflexionar alguna vez acerca de quién es el atacante y quién el atacado en el ataque al corazón. “Hizo un infarto, una metástasis” sugiere o acusa en cambio una voluntad omnipotente por parte del enfermo. Hay matices más o menos voluntaristas entre expresiones como me agarró fiebre, me agarré

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una gripe, le vino una neumonia, se pescó una pulmonía. En una publicación reciente, se aconseja a las mujeres evitar expresiones como “me vino la menstruación”, que se acompañan habitualmente con “estar enferma”, “estar indispuesta”, “en esos días”, “con el asunto”. “La menstruación no viene, la producimos”, dice una conocida educadora, reprochando el sesgo arcaico de estos modismos. Pero sonaría extraño, en verdad, reemplazar las expresiones mencionadas por un insólito “estoy produciendo mi menstruación”, de un voluntarismo a todas luces exagerado. “Tener el período” no es demasiado feliz tampoco; y “estoy menstruando” suena algo crudo a mis oídos acaso trogloditas. En mi experiencia, nada sustituye al delicioso humor de Alejandra Pizarnik cuando se refería a tal circunstancia como “la visita de mi tía comunista”. Curiosas son las expresiones: “Le dio una fiebre muy alta”, “le dieron convulsiones”. El verbo parece indicar, por su concordancia, que el sujeto es, sintácticamente, la fiebre o las convulsiones; pero la pregunta sería entonces –ya que dar es un verbo obligatoriamente transitivo–: ¿qué es lo que nos dan la fiebre o las convulsiones? En realidad, a pesar de las reglas gramaticales, estas frases idiomáticas se procesan instintivamente con el significado de que hay un sujeto oculto –y malévolo– que nos inocula la fiebre o las convulsiones. Ni el inglés ni el francés,


siempre más racionales que el español, padecen de estas extrañezas. Pero nuestra lengua es más apta, al parecer, para sugerir la calidad misteriosa y fantasmal que, en nuestra experiencia, asumen los agentes o los focos del dolor. Acaso estamos aquí frente a la persistencia de la visión de la enfermedad como causada por agentes externos, espíritus, demonios, o mal de ojo. Es curioso, además, que ni el francés ni el inglés tengan un verbo que traduzca directamente nuestro enfermar, enfermarse; ambos deben recurrir a perífrasis: il est tombé malade, he got sick (ha caído enfermo, se puso enfermo). Sicken, en inglés, en sentido intransitivo, es poco usual. Antes que un proceso determinado por algún agente específico, parecería que en estas lenguas enfermarse es un estado al que se llega, en cierta manera, de un modo involuntario o inexplicable, sin causa definida. Y mientras nosotros nos enfermamos de algo, en inglés se enferman con algo: he is sick with the flu.

sotros enfermamos y sanamos, pero también nos enfermamos y nos curamos; los ingleses, por su parte, enferman y sanan: he got sick, he healed. El español parecería más psicosomático, en el sentido de que admitiría, con el uso del reflexivo, un cierto grado de responsabilidad en el proceso de enfermarnos tanto como en el de curarnos. El inglés, en cambio, desconoce toda responsabilidad propia en una y otra eventualidad. Algo semejante pero más complicado ocurre con morir y matar: alguien muere o se muere por causa de una enfermedad, pero muere o se mata en un accidente; lo mismo ocurre en francés. Pero el inglés, más aséptico que las lenguas romances, desconoce esta asignación de responsabilidades y al parecer, atribuye todas estas circunstancias a un destino ciego y exterior con el que no cabe colaborar ni pactar.

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También es interesante notar cómo los idiomas reflejan distintos grados de participación o complicidad con respecto a la salud: no-

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La enfermedad como metáfora Este es el título de un célebre libro de Susan Sontag que comentaremos unas líneas más abajo. Sontag se detuvo fundamentalmente en tres enfermedades: la tuberculosis, el cáncer y el sida; nosotros examinaremos más tarde las metáforas corrientes acerca de la enfermedad, tal como se dan en español, nuestro lenguaje. Pero antes de hacerlo, nos parece importante deslindar el concepto mismo de metáfora. La metáfora (etimológicamente, el transporte de algo: los taxis y fletes en Atenas se llaman hoy metáforas) es la pieza clave en el mundo del pensamiento analógico, que se constituye, psicológica e históricamente, antes que el mundo del pensamiento racional. Todo el lenguaje está constituido y recorrido por metáforas, porque el hombre primitivo, para ir organizando la realidad a su alrededor, debió necesariamente

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proceder por semejanzas y proximidades, y de estas analogías proceden las palabras, cuyo nombre mismo es una metáfora, ya que en su origen las palabras son parábolas. No existía en los primeros tiempos del lenguaje un esquema conceptual generalizado que permitiera descender del concepto del mundo botánico, por ejemplo, al de planta, árbol, eucaliptus. En ese mundo existían cosas que debían religarse a través de una red de vinculaciones percibidas como fulgores de identidad entre ellas. Hoy, por ejemplo, decimos hijo y simplemente pensamos, de modo abstracto, que se trata de la relación de parentesco que se establece entre progenitores y progenie. Pero en su origen, según lo que revela la etimología, hijo significaba literalmente “el que pende del pezón”, porque esa era la “imagen” que se desprendía de la situación filial. Con el desgaste del tiempo y de la evolución fonética, las metáforas iniciales fueron perdiendo su fuerza de significación para nosotros. Por eso Nietzsche pudo hablar de las verdades como de “un ejército de metáforas fósiles”. La metáfora fue la primera forma de clasificación, de explicación inteligente, de ordenamiento de la realidad, que es el principio de comprensión del modo en que funcionan las cosas. La razón, es decir, el pensamiento racional, esquematizó la forma de relacionar, de clasificar. A partir del advenimiento de la cultura


griega, ya no se trataba de enfocar realidades singulares que se interrelacionaran horizontalmente, sino que se las veía regidas verticalmente, “desde arriba” (autocráticamente), desde una idea abstracta; conceptos y palabras eran casos particulares de una noción abstracta (abstraer es “formar la idea de un objeto separada de cualquier individuo en que se encuentra realizada”). Lo importante para el conocimiento pasó a ser la idea. Los entes pasaron a ser casos, números, manejables matemáticamente. La metáfora es al pensamiento mítico lo que el concepto abstracto a la filosofía. Para la cultura racionalista, la metáfora queda relegada al dominio de la poesía, para los tiempos de ocio. Se desconocen de ese modo las iluminaciones que la metáfora puede transmitir, mucho más allá de la transcripción conceptual de una situación determinada. “El jinete se acercaba / tocando el tambor del llano”, dice García Lorca, y en un relámpago de una sola línea nos dice más que en tres páginas de “descripción objetiva”.

duos no relacionados ya entre sí horizontalmente, afectivamente, como en el grupo de parentesco, sino regidos desde arriba, piramidalmente, por el autócrata, comienzan a relacionarse de la misma manera con las cosas, los otros, la naturaleza, a la que entonces “dominan”. Sin embargo, el hábito de crear metáforas y jugar con ellas continúa aún a nivel de lenguaje cotidiano, porque la facultad analógica en el ser humano es inextinguible. Por eso decimos, por ejemplo, “Fulana tiene una polenta bárbara”, “la fiesta estuvo infernal”, “hace mucho que me corta el rostro”. En la vida coloquial, necesitamos renovar el léxico y oxigenar el diccionario grupal que compartimos lanzando imágenes al aire, y las metáforas son los guiños o sobreentendidos que iluminan de ingenio y gracia nuestra conciencia lingüística y generacional, ensanchando los estrechos mundos conceptuales que el racionalismo y la tecnología imponen sobre nosotros.

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El pensamiento racional, forma autocrática de dominio de la realidad, corresponde a una concepción autoritaria de la sociedad. Indivi-

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Susan Sontag y la denuncia de las metáforas En su célebre libro, La enfermedad como metáfora (Illness as Metaphor [1978]), Susan Sontag, aquejada de cáncer, sostuvo que los mitos y las metáforas asociados a la enfermedad, especialmente al cáncer, contribuyen a intensificar los sufrimientos de los enfermos y los desalientan en cuanto a intentar la superación de su estado. Una década más tarde, como una extensión de su libro, Sontag publicó una suerte de apéndice dedicado al sida, en donde extiende los argumentos con respecto a la discriminación que suelen sufrir las personas aquejadas por esta enfermedad. La postura de Sontag no es totalmente novedosa; ya Nietzsche señalaba que los enfermos suelen sufrir más por la imagen que sustentan acerca de su propia enfermedad que por la enfermedad misma. Llegar a calmar la imaginación del enfermo en este sentido representaría un

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enorme progreso, según el filósofo alemán. Algo semejante encontramos en los conceptos del antropólogo francés Le Breton, cuando nos dice que si la palabra o el rito pueden terminar con un síntoma o provocar la muerte, es porque encuentran, desde el comienzo, eco en el cuerpo, resonancia en la carne. Existe de hecho, según lo atestiguan los estudios de Lévi-Strauss y Mauss, una porosidad del cuerpo respecto de la acción del símbolo. De hecho, las asociaciones que genera el vocabulario médico referido a las enfermedades tienden a menudo a avergonzar al enfermo y, finalmente, a estigmatizarlo. Se trata, según Sontag, de fantasías punitivas o sentimentales. El mejor modo de encarar la enfermedad, según ella, sería aquel que menos se prestara y mejor resistiera al pensamiento metafórico. Apuesta difícil y en cierto modo irreal pues, desde su designación, por ejemplo, la palabra cáncer (como, en general, todas las palabras) encierra una poderosa metáfora. Como Sontag misma lo nota, Galeno atribuye el nombre –que en el griego karkínos y en el latín cáncer significa cangrejo– al parecido entre las venas hinchadas de un tumor externo y las patas de un cangrejo. (También se da como interpretación del nombre el hecho de que el dolor que produce el cáncer es comparable a la sensación de encontrarse sometido a las pinzas de un cangrejo).


Pero en su uso y evolución, el nombre va aparejando el sentido de una invasión insidiosa y voraz: “un tumor melancólico que come partes del cuerpo”, se lo define ya en 1528 en las fuentes inglesas. Tan poderoso es el nombre, argumenta Sontag, que su sola fuerza ha llegado a matar a ciertos pacientes que no hubieran sucumbido tan pronto a la enfermedad que los aquejaba. No se trata sólo de la palabra en sí, sino el discurso en que suele aparecer inserta. En primer lugar, los rodeos con que se presenta o se oculta al paciente su estado; lo mismo ocurre con su entorno familiar o laboral: los establecimientos oncológicos, por ejemplo, suelen ocultar sus membretes en las comunicaciones a los pacientes. Luego aparecen las interpretaciones o proyecciones acerca de la enfermedad, no menos dañinas: por ejemplo, el cáncer aparecería como fruto de una represión en el terreno pasional (como cuando Wilhelm Reich atribuye el cáncer de mandíbula de Freud a sus frustraciones sexuales). Filósofos y moralistas enarbolan la palabra cáncer cuando se refieren a males particularmente agudos en la huincurable, de la razón objetiva. Enfermedad cruel, incurable, maligna, innombrable: tales son las perífrasis con que se suele rodear al cáncer. El eufemismo corriente en el periodismo bienpensante, recurrente en las necrologías de personajes notables, es: “una larga y penosa enfermedad”. No se trata de maldición ni de castigo: el cáncer es simplemente una enfermedad, argumenta Sontag, y una enfermedad curable si se aplica a tiempo el tratamiento adecuado. La escritora estadounidense advierte acerca del carácter acusatorio de las metáforas relativas al cáncer, como por ejemplo “personalidad estilo cáncer” o bien “estilo de vida cancerígeno”. Cuando ciertas situaciones políticas o sociales se ven descriptas como cáncer o como esquizofrenia, se corre el riesgo de asociar a las personas que sufren de estos males con agentes maléficos que perturban con su sola presencia el ritmo vital de los grupos a los que pertenecen. Sontag describe el proceso por el cual una enfermedad asociada con un uso metafórico puede volverse un adjetivo, usando la lepra como ejemplo: en primer lugar, dice, los sujetos que sufren una temible enfermedad que acarrea corrupción, decadencia, anomia o debilidad,

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manidad: Kant, por ejemplo, llamaba a las pasiones el cáncer, a menudo

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acaban siendo identificados con ella; luego la enfermedad misma se vuelve una metáfora. Más tarde, en nombre de la enfermedad se transporta a otros objetos. La enfermedad se vuelve un adjetivo. Un aspecto enfermizo es sinónimo de una apariencia desagradable. Una pared mohosa es una pared leprosa. La novela Pabellón de cancerosos, que apareció en 1967, fue una obra de ficción basada en la vida del poeta Solyenitzin: en este caso, su tratamiento de cáncer en Tashkent, Uzbekistán (que en ese momento formaba parte del Asia Central soviética), durante sus años de exilio, desde marzo de 1953, el mes y el año de la muerte de Stalin, hasta junio de 1956. En el libro, el cáncer se convierte en una metáfora de la fatal enfermedad del sistema soviético. “Un hombre genera un tumor y muere ¿cómo puede vivir un país que ha generado los campos de trabajo y el exilio?”. Del mismo modo, el uso frecuente de la palabra esquizofrenia como A LA ESCUCHA DEL CUERPO

metáfora para situaciones contradictorias puede aumentar el estigma que suele generar la enfermedad. Utilizarla como sinónimo de caos impredecible sugiere una desinformación acerca de la verdadera naturaleza de la enfermedad. Entre nosotros, la histeria es atribuida como descalificación a personajes políticos de uno y otro sexo. Y la palabra misma (histeria) implica ya desde su origen un trato discriminatorio, puesto que proviene del griego hystera, útero, por imaginarse erróneamente que era una dolencia exclusivamente femenina. Con la aparición de tratamientos cada vez más efectivos para reducir una determinada enfermedad, decae la utilización metafórica del nombre de la enfermedad. Este parece ser el caso del cáncer, según los últimos estudios realizados en los Estados Unidos al respecto. Como ya adelantamos, los frecuentes cambios de denominación que sufre se relacionan con el estigma asociado a la enfermedad. Así, la manía depresiva resultaba una enfermedad tan estigmatizante que pasó a llamarse primero ciclotimia y luego trastorno bipolar en español, mientras que en japonés se pasó de una expresión que significaba “desorden de la mente disociada” a “desorden de la asociación laxa”. Con respecto al sida, un desarrollo inquietante es el que ha desplazado al forro, nombre popular del preservativo, a su calidad actual


de insulto fuerte y agraviante, con un inesperado femenino como aditamento ingenioso, llegado el caso. Parecería esconderse allí el fuerte rechazo que experimenta la población masculina –en particular, la juvenil, como lo muestran ciertas desoladoras estadísticas– a las medidas elementales de protección propia y de la pareja que sugiere el avance perturbador de la enfermedad en el país. Para ciertas mentalidades machistas, el forro es un embeleco prescindible ante las supuestamente arrolladoras urgencias masculinas. Como tal, sólo cabe destinar su nombre a los despreciables antagonistas a tiro de los varones tan impetuosos como desdeñosos de tales cuidados. La irresponsabilidad, la ignorancia y la agresividad se conjugan en este insulto que lamentablemente parece ser privilegio único del talento callejero argentino.

Consecuencias de las metáforas

como “mensajeros de significación” y “unidades de traducción”. La opinión de estos autores es que los escritores deben usar las metáforas médicas con prudencia, porque “el discurso cambiado por la metáfora reorganiza la realidad”. Las metáforas transfieren significado “para producir efectos que no pueden controlarse desde el punto de vista del cambio potencial de significado”. En otras palabras, su significado puede tomar vida propia: “la realidad reorganizada” puede ser peligrosa. Un ejemplo cabal de los extremos a los que puede llegar esta reorganización aparece en los escritos de Judy Segal. “La metáfora es uno de los medios por los que la biomedicina controla el debate sobre la salud pública”, afirma. Para esta autora, hay tres metáforas principales en acción en la medicina hoy: el cuerpo como máquina; la medicina como guerra; y la medicina como negocio. Esta última podría ser más dañina, dice Segal, porque deshumaniza al paciente. Una expresión como managed care (“medicina como negocio”, según Segal) puede afectar negativamente a las víctimas de una enfermedad mental. Dentro de esta perspectiva, que algunos psicoterapeutas llamen a sus pacientes “clientes” no deja de producir resquemor.

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Las metáforas, según Maasen y Weingart, pueden ser consideradas

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Quienes así lo hacen suelen alegar que el término paciente tiene cierta connotación denigratoria, mientras que cliente preserva la noción de un contrato entre dos partes. Obviamente, la relación entre paciente y médico desborda en muchos sentidos la acepción del contrato: la salud no es un bien negociable y el servicio que ofrece el médico, bajo el juramento hipocrático, no puede evaluarse estrictamente en términos económicos, como sí ocurre con otros servicios, porque lo que está en juego es la vida misma del paciente. Los juicios de mala praxis se fundan en un fallo grave de las obligaciones y competencias del médico antes que en la ruptura de un contrato. Lo curioso aquí es que la denominación cliente, en principio, desde el punto de vista etimológico, se condice con la atmósfera del mundo médico, porque cliente comparte con clínica el parentesco con la raíz griega kliné, que significa cama. Desde allí se desgajaron significados como inclinarse, proteger, lo que se hacía habitualmente con respecto A LA ESCUCHA DEL CUERPO

a los enfermos que guardaban cama. En la antigua Roma, se llamaba cliente al plebeyo que estaba bajo la protección de un patricio, y luego este pasó a ser el nombre de aquel que solicita servicios profesionales, como los de un abogado. Lo notable es que cliente, descartando los matices paternalistas que hemos repasado, haya pasado a significar ante todo, en el lenguaje actual, comprador o consumidor. Y es también curioso el que, en el mundo médico, sean sobre todo los psicoterapeutas los que emplean esta denominación para sus pacientes. Las metáforas que encajan en la categoría de la medicina como el negocio podrían tener el mismo efecto calamitoso sobre los pacientes que aquellas imágenes (y creencias) que identificaban como causa de enfermedad mental a la posesión demoníaca. La metáfora de la posesión, en efecto, condujo a un tratamiento inhumano del enfermo mental. ¿Corren los escritores y profesionales que acuñaron estas expresiones el riesgo de que la analogía de la medicina como negocio pueda tener un impacto similar sobre el enfermo mental? Los escritores, concluye Segal, deben tener buen cuidado de que las nuevas metáforas concernientes a los tratamientos y patologías mentales no arrastren de nuevo a contingentes de pacientes desprevenidos a oscuras galerías llenas de demonios (o, en términos actuales, de gestores económicos).


Medicina, religión y ejército En nuestro recorrido etimológico, cuando se estudia la noción de enfermedad comparativamente, en distintos vocablos, a través de diversas lenguas, vemos que las palabras que la representan no designan sólo un determinado estado físico ni se reducen a la expresión de un desorden exclusivamente corporal, sino que se refieren a menudo a factores morales o anímicos, que resultan cruciales en el deterioro de la salud. También hemos de advertir que la segunda fuente del vocabulario referido a la enfermedad se relaciona con la analogía entre la enfermedad y la falta o el pecado. Para la memoria de las generaciones, no es indiferente que las grandes figuras religiosas, como Cristo, se encargaran de reparar tanto los males físicos como los espirituales. Según los evangelios, cuando Cristo (soter, el salvador, es decir, el que otorga la salud) curaba a los enfermos, también les decía, al despedirlos, que sus pecados les habían sido perdonados, de modo que la vinculación entre pecado y psicosomática de nuestros días retoma el tema de la cohesión de lo físico y lo espiritual, si bien no trata pecados sino afecciones psíquicas, que traban la libertad y la plenitud de las conductas personales y sociales. Naturalmente, la alianza de pecado y enfermedad o sufrimiento entraña, en el orbe juedocristiano que ha marcado tan fuerte la cultura occidental, la idea de castigo. Así lo expresa el inglés pain, del latín poena, que es a la vez dolor físico y moral, pero también castigo. De allí death-penalty, pena de muerte. El español –como el francés peine– reduce la esfera de significación de “pena” al sentimiento de dolor moral y al castigo: apenado, penoso, penal, penalizar, penado, punición, punitivo, penitencia, derivan todos del mismo origen. El castigo engendra dolor físico y moral, pero el agente del castigo puede ser tanto la sociedad como el individuo mismo, capaz de crear su propio sufrimiento como expiación por las faltas por él cometidas. La alianza de la enfermedad con el descarrío ético no es exclusiva de religiones o épocas primitivas. Siempre ha habido y sigue habiendo, en tiempos modernos, una ligazón entre lo ético y el mundo de la enfermedad. El lenguaje contemporáneo, testigo involuntario de actitudes y

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enfermedad resultaba clara a los ojos de los circunstantes. La medicina

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creencias religiosas y mágicas de otros tiempos, mantiene estas vinculaciones. Por eso es instructivo enumerar algunas de las semejanzas entre las expresiones que se usan en el caso de los pecados y aquellas que empleamos para las enfermedades (y, en algunos casos, para las deudas). Hablamos, por ejemplo, de la remisión de una enfermedad y de una deuda, pero también hay remisión de los pecados: mittere es enviar, pero en su primera acepción significa dejar ir, o más bien echar, como se echa a los espíritus. Contraemos una enfermedad como contraemos una deuda o una obligación. (Lo notable es que también contraemos matrimonio; desde un ángulo humorístico, el español parece haberlo considerado a la vez como una deuda o una enfermedad). Parecería que con la enfermedad se hace un contrato equivalente a aquellos que se establecen en los matrimonios o en los endeudamientos. Se arrastran deudas, culpas y

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enfermedades. Caemos enfermos como caemos presos (y somos presos de enfermedades), y como caemos, asimismo, en el pecado (la caída del pecado original es un tópico célebre en el cristianismo). Quienes padecen enfermedades terminales están sentenciados. Los drogadictos presentan síndromes de abstinencia, una virtud predicada en el cristianismo, un precepto de la Iglesia que prohíbe comer carne en ciertos días del año. Hay pecados y enfermedades tanto leves como mortales; por otra parte, una recidiva se predica tanto de un delito como de una enfermedad. Hay enfermedades y tentaciones malignas, provocadas estas últimas por el demonio, el gran Maligno. Se está limpio de culpa como se está limpio de lepra. Aliviamos las culpas mediante la confesión; la enfermedad, mediante los medicamentos. En el purgatorio purgamos culpas y pecados, como a través de laxantes purgamos nuestros intestinos. (Interesante es aquí la homologación de culpa con excremento). Y recaemos en el pecado, en la adicción, en una conducta criminal, tanto como en una enfermedad. Si se tiene en cuenta que por mucho tiempo, antes del advenimiento de la modernidad –concretamente, con la Revolución francesa–, el cuidado de los enfermos estuvo, como la educación, a cargo de la Iglesia, no parece equivocado postular que estas expresiones,


con sus connotaciones religiosas, se acuñaron en esa etapa; y tampoco es raro que hayan persistido hasta nosotros, a pesar de nuestras vehementes negativas a sentirnos o vernos incorporados al antiguo paradigma que asociaba el pecado a la enfermedad. De hecho, la mayor parte de los tropos que acarrea la lengua se nos imponen inconscientemente, porque inconsciente es, en gran medida, su aprendizaje. Sólo un esfuerzo de reflexión como el que implica la lingüística, y la familiaridad con las reglas de la semántica y la poética, revelan y dilucidan estas “trampas” de significado que navegan sin obstáculos en nuestras mentes progresistas. Existe también, en el lenguaje médico, una notable propensión a la metáfora militar. Así, se declara una peste o un brote epidémico del mismo modo que se declara una guerra. En este sentido, muy llamativo es el listado realizado por Francisco Maglio acerca de ciertos términos con que solemos hablar de enfermedad, medicina y hospitales:

¿Cómo se designa al jefe de área? Jefe de división. ¿Cómo se designa al jefe de enfermeros de un sector? Cabo. ¿Cómo se llama el área de recepción de pacientes? Guardia. ¿Cómo se llama al conjunto de recursos terapéuticos? Arsenal terapéutico. ¿Cómo se llama a la primera dosis de un antibiótico? Dosis de ataque. ¿Cómo se llama al diseño de un plan de tratamiento? Estrategia terapéutica. ¿Cómo se llama el ganglio linfático que aparece en el cáncer de pulmón? Ganglio centinela. ¿Cómo se llama al acto de recabar información de un paciente? Interrogatorio. ¿Cómo se llama al practicante más antiguo de una guardia? Mayor.

Es notable esta equiparación del léxico médico con el vocabulario propio de la Iglesia y el Ejército: ya hemos visto que alcanza a lo que se refiere a la enfermedad por una parte, y al personal, el tratamiento y los

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¿Cómo se organizan las plantas de un hospital? En pabellones.


locales médicos por otra. A nivel de lenguaje común, esta curiosa homologación revela acaso que el mundo de la medicina ha sido investido, en el imaginario popular, de una autoridad y un prestigio semejantes a los que se ha asignado comúnmente, en nuestra sociedad, en épocas no muy lejanas, a estos sectores del poder. Sacerdotes, militares y médicos se han visto a sí mismos –y han sido vistos– con frecuencia, como dueños de la vida y la muerte, y en particular como aquellos que detentan los secretos de la salvación –política, religiosa o vital– para toda la población. Acaso fuera saludable que quienes, dentro de la medicina, dicen ejercer una reflexión profunda y auténtica sobre la democracia, dedicaran algunas de sus inquietudes a estas inquietantes coincidencias.

Otras imágenes de la enfermedad

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Podemos ahora detenernos en lo que ocurre en cuanto a metáforas relativas al mundo de la enfermedad y la medicina en español. Notemos que el vocabulario cotidiano nos señala con claridad la fuerza negativa de las expresiones asociadas con este universo. Por de pronto, caemos enfermos, las enfermedades nos afligen, nos postran, y nos vuelven víctimas, porque las padecemos y sucumbimos a ellas (sub-, en latín, significa abajo, y cumbere, yacer). Nos volvemos fantasmas de nosotros mismos, verdosos, pálidos e irreconocibles. Particularmente significativa –y escalofriante, en cierto sentido– es la expresión acuñada en los últimos tiempos por los porteños: “¡Es un enfermo!”, referida a una persona maligna y malintencionada. Los cadáveres se corrompen al igual que las buenas costumbres. Una curiosa metáfora que se aleja de las anteriores es incubar una enfermedad. Aquí lo que parece predominar es la visión de una determinada dolencia como un proceso subterráneo que conduce a una suerte de inevitable estallido. Recordamos la siniestra y muy eficaz imagen de Federico García Lorca, en su célebre “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejía”, torero amigo suyo que murió debido a la infección causada por la cornada de un toro que estaba lidiando: “La muerte puso huevos en la herida”.


Los lugares de la enfermedad Las instituciones que albergan al enfermo llevan nombres que señalan claras distinciones entre las diferentes categorías de enfermos, enfermedades, tipo de médicos que concurren y tratamientos. En el mundo sedicente democrático, estas distinciones pasan por lo económico, pero no es este el único factor de discriminación. Así describe Foucault la diferencia entre hospitales y clínicas en el período inmediatamente posterior a la Revolución francesa:

El papel del médico de hospital es descubrir la enfermedad en el enfermo [...] en la clínica se tratan, a la inversa, enfermedades cuyo portador es indiferente: lo que está presente es la enfermedad misma, en el cuerpo que le es propio y que no es el del enfermo, sino el de su verdad. En el hospital, el enfermo es sujeto de su enfermedel ejemplo; el enfermo es el accidente de su enfermedad, el objeto transitorio del cual esta se ha apoderado.

Son los médicos quienes tienen el privilegio de completar la enseñanza teórica que han recibido asistiendo a la clínica; los oficiales de salud, en cambio, se destinan a las zonas rurales, adonde se procuraba derivar a los enfermos desde los hospitales, demasiado costosos, a los cuidados familiares. Los pacientes se seleccionaban según curiosos criterios: los partos eran asistidos en clínicas sólo si las mujeres afectadas eran solteras “porque es la clase de mujeres cuyos sentimientos de pudor se consideraban los menos delicados”.

Hospital María Moliner establece, en su Diccionario, que un hospital es un establecimiento sanitario público, de gran capacidad, con camas para que

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dad, es decir que se trata de un caso; en la clínica no se trata sino

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los enfermos puedan permanecer ingresados el tiempo que necesiten para su tratamiento. En una segunda acepción, se lo define como una casa que acogía, por tiempo limitado, a los enfermos y peregrinos. El adjetivo hospitalario, nos informa la misma fuente, se aplica a la persona que acoge amablemente a los visitantes, a los forasteros o a los extranjeros: “Los españoles tienen fama de hospitalarios”. No sólo se trata de alguien acogedor: se aplica también a los lugares en donde las personas reciben amablemente, y a los lugares naturales donde se encuentra buen abrigo y se puede estar bien. Se aplica asimismo a las órdenes religiosas que concedían albergue, como la de Malta, la de San Juan Bautista o la de San Juan de Dios. La noción y la actitud de la hospitalidad, en principio aplicada exclusivamente a relaciones entre grupos, se aplicó después a las relaciones intragrupales, entre individuos miembros de una misma comunidad. Y

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una de estas aplicaciones fue la hospitalidad para quienes la necesitan por su condición de enfermos; con el tiempo, se llamaron hospitales las instituciones que ofrecían esta hospitalidad, para albergue y para tratamiento; por afecto generoso, por caridad cristiana, como acuerdo social y deber del Estado, o con fines de lucro. En el muy primer origen está la raíz indoeuropea ghos-ti, extranjero, huésped, con el sentido original de “alguien con quien uno tiene deberes recíprocos de hospitalidad” (Watkins). El término, consecuentemente, asume en latín los sentidos de extranjero: el otro, alguien que no es del propio grupo, con quien se establecen compromisos de hospitalidad, es decir, el hospes: huésped, que significativamente se dice tanto de quien hospeda, como de quien es hospedado. El carácter de huésped, en tanto persona vinculada a un romano por el lazo de hospitalidad era más sagrado y requería mayor obligaciones de parte del anfitrión que los mismos deberes de familia. Pero con el tiempo aparece la acepción de enemigo. Es decir que el extranjero no recibido ya como huésped, sino considerado un enemigo, es designado, desde la misma raíz, como hostis: enemigo; y hostilis significa hostil. (Recordemos aquí la novela de Camus, El malentendido, en la que un desconocido se alberga en un hotel donde muere por la codicia de su hermana y de su madre, que ignoraban su identidad).


Las lenguas romances conservaron las dos vertientes derivadas de esa raíz: tanto el otro visto como alguien a quien se recibe bien: huésped, como aquel considerado enemigo, al que se califica de hostil. Los significados se volvieron tan contrapuestos con el tiempo, que nadie piensa hoy que hospitalario y hostil tengan una raíz común. En latín, hostis es el enemigo de guerra, enemigo público (extranjero); de allí provienen en español hueste y hostil. (El enemigo privado se llamaba inimicus). Hospes, a su vez, proviene de una composición léxica de dos raíces, ghos y pot: amo; es decir, un huésped-amo: originalmente, como ya hemos dicho, “el señor que da hospitalidad, el que hospeda”, y posteriormente, también el que la recibe, el hospedado. Es decir, se expresa la relación de una obligación recíproca. (Hospes entendido como hospedado no significaba sólo el extranjero, sino el viajero de paso; y podía también referirse al desconocedor, al ignorante). Es interesante observar esta breve sílaba, pot, que proviene de una raíz indoeuropea *poti: poderoso; señor. A partir de ella se forma el mento se relacionan palabras nuestras como apoderar, posible, potente. Poseer se forma con pos+sideo; sedeo es estar sentado. Poseedor, entonces, es quien se sienta como amo y señor. Hospitalis, como adjetivo, significaba hospitalario, bondadoso, benéfico, cortés, cordial. En realidad, hospital nació como adjetivo, acompañando siempre a un nombre, pero de tanto ir solo, acabó convirtiéndose en nombre sustantivo. Hospitium significaba, entre otras cosas, hospitalidad, alojamiento, albergue. Hostia –probablemente relacionada con hostis– es la víctima, generalmente expiatoria, que se ofrece a los dioses para apaciguar su enojo, o para expresar gratitud. Luego pasó a significar víctima en general. Dentro de la misma familia encontramos como descendientes hospedería, hostería, hostal y hotel. Como el sentido de huésped pasó a expresarse en latín con hospes, se terminó empleando hostis insistiendo en la noción de extranjero, de donde salió la noción de enemigo. Estas derivaciones y transformaciones dialécticas de una misma raíz, que origina por una parte palabras referidas a sentimientos de hospitalidad, y por otra los de hostilidad, nos hace pensar inevitablemente en la historia actual de los países

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latín potis: dueño, poseesor; quien ejerce el poder. Con el mismo ele-

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europeos, que luego de haber albergado por años a los inmigrantes extranjeros en calidad de mano de obra barata, hoy los hostigan y los arrojan como enemigos fuera de sus fronteras. Mariano Arnal hace notar que, durante siglos, hospital, igual que hospicio, eran términos inseparables de la pobreza. (Y aún ahora entre nosotros, nos permitimos añadir, sigue siendo así). De ahí también que mientras estuvo vigente el significado peyorativo de hospital, se prefiriese el nombre de clínica para los pequeños hospitales, y el de residencia para los grandes. Fue precisamente la seguridad social la que puso de moda esa denominación, y no es difícil imaginar las razones que se escondían detrás de estas transformaciones.

¿Cómo nombramos las enfermedades? Epónimos

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Los epónimos son aquellos nombres (usualmente de médicos, pero en ocasiones de pacientes, áreas geográficas o grupos étnicos), que reemplazan a los nombres específicos o propios de la enfermedad. Estos últimos, en general, tienden a señalar sus síntomas más comunes, pero suelen hacerlo apelando a las raíces griegas o latinas, de modo que tales apelaciones les quitan toda transparencia. Contribuyen además a alejar e intimidar a los pacientes, creando alrededor de los médicos una defensiva empalizada de hermetismo que acentúa su poder. Las denominaciones tradicionales pueden en ciertos casos asemejarse a trabalenguas: la enfermedad de Fabry es un nombre preferible a angioqueratoma difuso hereditario. El síndrome de Stickler originalmente fue llamado artrooftalmopatía hereditaria progresiva. Los epónimos, en cambio, brindan alguna información acerca de la historia de la enfermedad, la contribución de los científicos que la estudiaron o, en algunos casos, su distribución geográfica o étnica. Aparte de una mayor claridad y comunicabilidad, los epónimos tienen sobre los nombres específicos la ventaja de que estos últimos a veces cargan el énfasis sobre un determinado aspecto de la enfermedad, tomando el todo por una parte, porque el aspecto nombrado no necesariamente está presente en todos los casos (como sucede, por ejemplo,


con el nombre aracnodactilia para el síndrome de Marfan). También se han registrado casos de nombres basados en un presunto defecto, cuya falsedad se comprobó mediante investigaciones posteriores: así, el síndrome de Hurler fue designado durante mucho tiempo como lipocondrodistrofia, en la equivocada creencia de que el material patológicamente almacenado eran lípidos, cuando en la realidad correspondía a una clase de sacáridos. Los epónimos no abren juicios apresurados sobre los resultados de la investigación. Pero no todas son soluciones cuando tratamos de apelar a los epónimos para obviar el aparataje pedantesco de los términos científicos. La mención del síndrome de Alzheimer, por ejemplo, se ha vuelto tan temible, que muchos han acabado mencionándolo como “la visita del alemán”.

¿Qué nos dicen los nombres de las enfermedades?

diversas enfermedades, así como las etimologías correspondientes y las correlaciones con ciertas palabras alejadas del orbe médico, puede ilustrarnos acerca de las implicaciones que aparecen en estos términos elegidos por nuestros antepasados para denominar nuestros quebrantos. Si bien se habla mucho de la arbitrariedad del signo –en el sentido de que, obviamente, a un mismo concepto pueden corresponderle numerosos términos diferentes entre sí– no puede ignorarse que las palabras que designan las enfermedades tienen una tendencia muy marcada a entretejerse con otras que designan realidades muy cercanas (y, en algunos casos, casi tangibles por la virtud de la onomatopeya). En este sentido podemos hablar de una cierta motivación en el campo léxico que las agrupa. La palabra angina, por ejemplo, se incia con el mismo elemento ang– que aparece en ang-ustia, y en su misma pronunciación se hace evidente el cerramiento de la garganta que requiere, propio tanto del fenómeno físico como del psíquico. Ciertamente, no es un azar que en griego ankein significara estrangular.

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Un recorrido por las metáforas contenidas en los nombres mismos de

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Afasia e infancia comportan un elemento semejante, que se relaciona con el verbo femi (hablar) y sus derivados en griego. A-fásico es el que está privado del habla por una dolencia específica; in-fante el que todavía no se ha apoderado plenamente del mundo de la palabra. Distinto es el caso de hemorragia y diarrea, afecciones por cierto muy diferentes pero que también comparten, en sus respectivos sufijos, un elemento onomatopéyico común, la rr. En efecto, en los dos casos se trata de una substancia que se derrama y corre, ya sea la sangre o la materia fecal, y la rr es el elemento onomatopéyico clásico para señalarlo: un sinfín de palabras –rueda, ferrocarril, río– señalan, en castellano como en otras lenguas, esta propensión idiomática a unir la vibración de la semiconsonante con la imagen de un movimiento impetuoso. El antrax se llama de este modo porque el ardor que produce bajo la axila se asemeja al de la antracita (carbón fósil en griego). Los bacilos

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son organismos microscópicos que recuerdan por su forma a pequeños bastones o báculos, estos últimos descendientes de una raíz *bak –vara o bastón– munida de un diminutivo. Como lo señala Héctor Zimmerman, la misma raíz se refleja en bacteria (que presenta formas semejantes) y en imbécil. La anorexia es la desaparición (an-) del deseo (en griego, orexo), tanto en lo alimenticio como en lo sexual (característica de la enfermedad, como se sabe, es la suspensión del flujo menstrual). Bulimia, en cambio, combina las raíces griegas de bous (buey) y limia (hambre): sufrir de un hambre de buey. Las migrañas –término que tomamos del francés migraine– se caracterizan por un fuerte dolor que ocupa la mitad del cráneo. El tifus, por otra parte, debe su nombre a su parentesco febril con la estufa, o sea, el vapor caliente. La penicilina se nombró así por la forma de pequeños pinceles (penicillum) detectados microscópicamente por Fleming en el hongo que la contiene (en latín penis significa pene y también, en su diminutivo, pincel, como ya dijimos). El infarto parece haber derivado, algo caprichosamente, de farcire (francés farcir), que significa rellenar o embutir, aludiendo a la obstrucción o saturación de los caminos que llevan la sangre al corazón. Contagio, esperablemente, es la forma culta de contacto.


Hay enfermedades que son en general desconocidas y llevan nombres extraños. Tiene un acúfeno alguien que oye una suerte de ruido que parece proceder de su interior. Este puede variar, pero no apagarse. Aunque parezca curioso, menisco y menstruación comparten el mismo origen: ambos se refieren a la luna (men). En el segundo caso, el motivo es evidente; en el primero, se debe a la forma de luna creciente que tiene el cartílago. Sufrir, por otra parte, viene del latín sub-ferre, soportar una carga. Tumor proviene de la misma raíz *thub, *thum, que significa hinchazón, y produce también derivados como tumba, trufa y tubérculo. Anestesia y estética comparten el mismo significado, procedente del griego áisthesis, que expresa sentimiento o sensibilidad. La anestesia nos despoja de ella (an- es un prefijo negativo), mientras que la estética la presupone para juzgar lo bello. Cólera y melancolía comparten en común el elemento kolos, que significa bilis, en griego. La cólera, como pasión, se relacionaba para los rrame biliar a la envidia, pero envidia y cólera no dejan de tener ciertas adyacencias. También el cólera se relaciona en ciertos casos con la vesícula, que produce la bilis. En cuanto a la melancolía, una afección psíquica estudiada por Freud, provenía, según la teoría de los humores que profesaban los griegos, de un desorden de la bilis negra o melan-kolos. Este elemento aparece también en melanoma, por su aspecto oscuro. Dosis significa en griego, simplemente, la acción de dar (dídomai), aquello que se da. Antídoto proviene del mismo origen. Una palabra interesante es clínica, que tiene como origen, desde el indoeuropeo *kli, el griego klinein: como lo anticipamos, significa apoyarse, inclinarse, acostarse; kliné quiere decir cama. La clínica es aquello que concierne al enfermo visitado en su lecho. De allí, naturalmente, pasó a significar luego el examen de los pacientes, y más tarde, aquella parte del hospital donde se enseñaba en vivo. Por último, comenzó a reservarse para institutos hospitalarios de carácter privado. Sarcófago y sarcoma comparten la misma raíz. En el primer caso, se trata de una cal que se usaba en las tumbas porque consumía más rápidamente el cuerpo. Sarcoma, patentado por Galeno, proviene del

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griegos con la bilis; nosotros solemos atribuir el color verdoso del de-

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griego sarx, carne, y significa una excrecencia; el significado “tumor maligno del tejido conjuntivo” aparece sólo en 1804. Difunto viene del latín defunctus, y se aplica a alguien que ha cumplido su destino o bien, en otros términos, que ha agotado su función. El animismo ha dejado su huella en los nombres de las enfermedades: no debemos olvidar que la gripe se llamaba antes influenza, porque se la atribuía a la influencia negativa de los astros. La malaria, que tomamos del italiano, recibe su nombre de la creencia generalizada de que este mal se propagaba por el aire. (Entre nosotros, como se sabe, ha pasado a designar la apretura económica, a través de un camino metafórico no del todo claro). El paludismo debe su nombre a los pantanos (paludis) que rodeaban a Roma, antes que a los mosquitos, nacidos en esos pantanos, que lo transmiten. Y si pasamos ahora al ataque de pánico, tan popular en nuestros días, la etimología nos dirá que proviene del

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griego panikós, que significa terror causado por Pan. Como lo recuerda Zimmerman, a esa divinidad silvestre se le atribuían todos los ruidos terribles de la naturaleza cuya causa se ignoraba. Algunas enfermedades presentan en sus denominaciones rasgos muy específicos en los que conviene detenerse, porque se relacionan con sus síntomas e historia de modo muy particular.

Estrés El jefe de Cardiología de la Fundación Favaloro, Enrique Gurfinkel, ha realizado diferentes estudios científicos que buscan relacionar el estrés con las enfermedades cardíacas. Así, por ejemplo, un trabajo suyo reveló que los casos de infarto no fatal disparados por el estrés y la depresión sumaron durante el período de gestación, desarrollo y desenlace de la crisis de 2001. “La relación científica del estrés con la enfermedad coronaria es muy reciente porque, históricamente, se había subestimado el efecto del estrés sobre el corazón. Pero ahora se lo empieza a mirar de otra manera. Algo similar ocurre con la depresión anímica, un factor que nunca considerábamos, pero que se ha comenzado a relacionar, ahora, con los infartos”, reconoce el experto. Gurfinkel y su equipo se


encuentran abocados en retomar la investigación de la crisis de 2001 para ahondar en sus conclusiones. Los índices de ese año indican que “la Argentina tiene la mayor tasa de enfermedad cardíaca del mundo: 250 argentinos por cada 100.000 habitantes. En Estados Unidos la tasa es de 150/100.000, y en Brasil de 205/100.000, aunque ahora que empezaron a estar mejor económicamente el índice está comenzando a disminuir. En nuestro caso, nos empezamos a preguntar qué papel juegan esas pequeñas gotitas de estrés diario que absorbemos.” Estrés, etimológicamente, tiene el mismo origen que estría: ambos términos proceden de una misma raíz indoeuropea, *strei, que significa apretar, restregar y que da en griego stornumi, extender; en latín, tenemos sterno, de donde derivan stratum y de ahí estría, que es una raya o marca, resultado de una extensión o estiramiento, a lo largo o a lo ancho. El estrés, al igual que la estría, es el resultado de una presión. También aparece en latín, correlacionado, el verbo stringere: apretar, comprimir, estrechar, cuyo participio pasado es strictus, en español, que aparece ya en 1490. Constricción, astringente, restringir, son términos cultos de la misma familia. La palabra estrés proviene del mundo de la física y de la tecnología, donde se utiliza para describir la fuerza aplicada a un metal y para medir su reacción o resistencia, concebida como fatiga. La consecuencia es que el metal puede desfigurarse y posteriormente volver a su estructura original, o bien encaminarse a la destrucción total. El sustantivo strain significa en inglés carga, desgaste, esfuerzo, distorsión, deformación, torcedura, agotamiento; como verbo transitivo, to strain quiere decir tensar, poner tirante, estirar, encorvar, torcer, cansar, agotar, forzar, poner a prueba. Si miramos un poco más detenidamente, siguiendo las investigaciones de Justo Fernández López al respecto, encontramos que la palabra inglesa stress, de la que derivó el castellano estrés, apareció en el inglés medieval en la forma de distress, tomada a su vez del francés antiguo destresse: estar sometido a estrechez u opresión. En inglés, distress como sustantivo significa angustia, dolor, pena, aflicción, sufrimiento, agotamiento; como verbo transitivo significa afligir, apenar.

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estricto, y luego: estrecho. De este verbo procede en español estreñir,

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Esta palabra procede del verbo latino distringere: separar, aplicar una fuerza en varios puntos al mismo tiempo, torturar, atacar al enemigo abriendo varios frentes al mismo tiempo, esforzar demasiado. De donde aparece en español: distrito, del latín districtus. Con el tiempo, el inglés utilizó distress sin el prefijo di-, y comenzó a usar stress al lado del original distress. Ambas formas son corrientes en el inglés actual, sólo que la primera pone el énfasis en el significado de tensión o presión, mientras que la segunda denota más bien una situación de dolor, sufrimiento, angustia, es decir, de tensión en sentido negativo. Al español llegó la palabra stress con el matiz negativo de sobrecarga, presión excesiva, esfuerzo, algo superior a las propias fuerzas. Así lo recogen los diccionarios académicos: “Med. Tensión provocada por situaciones agobiantes que originan reacciones psicosomáticas o tras-

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tornos psicológicos a veces graves” (DRAE); “Estrés. Adaptación gráfica de la voz inglesa stress, tensión provocada por situaciones agobiantes y que origina reacciones psicosomáticas: ‘En situaciones de estrés aumenta la necesidad de calcio’ (Aguilar Dieta [Esp. 1995]). Su plural, poco usado, es estreses. De la adaptación española derivan el verbo estresar(se) (causar o sufrir, estrés) y el adjetivo estresante (que causa estrés). No deben usarse grafías con s- líquida, como *stres, *stresante o *stresar” (Real Academia Española, 2005, p. 279). Según estas ideas, y transfiriéndolas al área de la salud, estrés significa toda demanda física o psicológica que se le haga al organismo bajo presión y fuera de lo habitual, provocándole un estado ansioso: el máximo de tensión que un individuo puede soportar sin sufrir consecuencias físicas o psicológicas. Dicho de otro modo, el estrés sería esa sensación de opresión que parece asfixiar a quien lo padece. El concepto de estrés se remonta a la década de 1930, cuando un bioquímico vienés de 20 años de edad, Hans Selye, estudiante de segundo año de la carrera de medicina, observó que todos los enfermos a quienes estudiaba, indistintamente de la enfermedad propia, presentaban síntomas comunes y generales: cansancio, pérdida del apetito, baja de peso, astenia, etc. Selye publicó sus descubrimientos en la revista Nature, en 1936. Diferenció claramente el estrés positivo o necesario


para toda vida más o menos intensa, del estrés negativo, que agota las fuerzas vitales y puede causar enfermedades psicosomáticas. Sin cierta dosis de estrés no se puede vivir: el estrés positivo o sano tonifica el cuerpo. El negativo es el que consume las fuerzas corporales y causa enfermedad. Para distinguir estas dos clases de estrés, Selye empleó el prefijo griego eu-, que aparece en muchas voces españolas, como euforia, del griego euphoría, que significa “fuerza para llevar o soportar algo”. Con este prefijo, el bioquímico austríaco formó el vocablo eu- + stress > eustress o estrés bueno, positivo. Para el estrés negativo empleó el vocablo distress, tomado del inglés directamente en el sentido de angustia, dolor, pena, aflicción, sufrimiento, agotamiento, o simplemente compuesto del inglés stress y el prefijo griego dis-, que significa dificultad o anomalía (recordemos, de ahí las voces españolas dispepsia, disnea, dislexia). 131

Según Mariano Arnal, a quien seguimos en este apartado, fiebre (febrem en latín) es una de esas palabras de las que rehuyen los lexicólogos, porque tiene pocos asideros. Los diccionarios indican, en efecto, que el origen de febris es desconocido; y apuntan que podría encontrarse en férveo, fervere, férvui, que significa hervir, estar hirviendo, estar en efervescencia, estar agitado, estar en gran fermentación. Por el significado, este sería un origen muy razonable; pero es muy difícil explicar que de fervere (hervir) se haya pasado a febris (fiebre). Muchas razones fonéticas e históricas apuntan a la fragilidad de esta derivación. El pasaje de ferv- a febr-, y no de ferv- a frev-, como sería de esperar según las reglas, es difícil de explicar; por otra parte, los usos en que aparece el verbo ferveo, con sus derivados, en los textos latinos, no aluden nunca a la fiebre. Si descartamos pues la hipótesis de fervere, hemos de quedarnos en el grupo léxico febr-. Y en este tenemos, además de febris (con su docena de derivados: febril, afiebrado, etc.), fébrua y su derivado februarius (febrero). Respecto de febrero (februarius, llamado también febrarius,

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Fiebre y purificación


que de esta forma pasó a las lenguas románicas), está bien documentada su relación con fébrua, que es el nombre de las fiestas de purificación que se celebraban en febrero. Recordemos que nuestra cuaresma –con su inicio en los carnavales– se celebra en febrero, como cristianización de las februarias romanas, las fiestas dedicadas a la purificación y a la limpieza. Las escobas, en los carnavales, así como la eliminación de todo lo viejo, se relacionan con los antiguos ritos de purificación; entre los cuales la Candelaria, fiesta de purificación presidida por el fuego, la candela, que da a la vez candor e incandescencia. El fébruum es entonces el medio de purificación, el ritual de las lustraciones, la ceremonia religiosa de expiación. ¿Y cómo encaja ahí la fiebre? No es temerario ensayar la relación a partir de dos hechos relacionados entre sí: al encontrarse la Roma primitiva asentada en un terreno pantanoso, estaba expuesta a las fie-

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bres palúdicas, que cursan con sudor abundante. No es extraño que los romanos relacionasen los pantanos, y las enfermedades que producían, con la suciedad; y que viesen en las fiebres y en los sudores que las acompañaban, una reacción purificadora del cuerpo. No olvidemos que fue tal la preocupación por la salud de los romanos, que impusieron como norma de cortesía interesarse por ella al iniciar y al acabar una conversación. A esa obsesión debemos nuestro verbo saludar, procedente de la expresión latina salutem dícere; y a ese afán debemos el mes de febrero, mes de purificación. Por eso nada tendría de extraño que siguiendo en la misma línea hubiesen percibido la fiebre como un proceso de purificación; que apreciasen en ella más el fin purificador que el medio de purificación, la calentura. Michel Foucault traza un cuadro semejante, aunque no idéntico, con respecto a la fiebre. Según él, en el siglo xviii por esa palabra se entendía la reacción del organismo que se defiende contra un ataque o una sustancia patógena. La fiebre manifestada en el curso de la enfermedad va en contrasentido y trata de remontar su corriente; no es un signo de la enfermedad, sino de la resistencia a ella: “una afección de la vida que se esfuerza por apartar a la muerte [...]. Tiene por lo tanto, y en el sentido estricto del término, un valor saludable. La fiebre es un


movimiento de excreción, de intención purificadora; y Stahl recuerda una etimología: februare, es decir, ahuyentar ritualmente de una casa las sombras de los difuntos”.

Gota En medicina, se consideraba que las inflamaciones en las articulaciones de los pies o las manos se debían a las gotas de algún humor corrupto; de ahí que a los que sufrían tal tortura se les llamara gotosos, o enfermos de gota. La apoplejía o infarto cerebral también se denominó en otros tiempos gota, ya que se lo consideraba consecuencia de gotas de sangre que obstruían el cerebro tras romperse alguna arteria. Es interesante en este ejemplo notar que las denominaciones procedentes de una percepción incompleta o defectuosa de las verdaderas causas de una dolencia sigan empleándose en tiempos de gran exigencia científica en

Trauma Hay una distinción clara entre enfermedad y trauma (herida, fractura), que es una distinción de origen: según se trate, respectivamente, de causa orgánica o accidental. Estar expuesto a un trauma no significa estar enfermo: no decimos que está enfermo quien ha sido atropellado por un auto, pero podemos decir, en cambio, que “está mal”. Decimos, sin embargo: “Se mató en un accidente de auto”, del mismo modo que afirmamos: “Se mató tirándose de un séptimo piso” con un reflexivo sospechoso-acusatorio, que el inglés, por ejemplo, no se atreve a usar en estos casos. Notemos además que un trauma no se puede definir como algo que deja huella –como por otro lado suele hacerse– porque los hay que no dejan ninguna.

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la medicina.

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Iatrogenia Capítulo aparte merece la noción de iatrogenia. Se utiliza este término (del griego iatrós: médico y geneá: origen) para designar el proceso morboso causado por una acción médica. En este sentido, cuando se habla de enfermedades iatrogénicas, no se trata de entidades nosológicamente diferentes respecto de otras enfermedades conocidas, sino que se apunta al hecho de que tales enfermedades tienen como causa la conducta del médico mismo, a través de su actividad profesional. También son iatrogénicas las enfermedades que derivan de las condiciones nocivas de las instalaciones hospitalarias que deben padecer los enfermos en ellas internados. Aunque una enfermedad puede ser iatrogénica desde su inicio, el proceso iatrógeno más frecuente se presenta como una evolución desfavorable de una enfermedad previamente existente, evolución que no A LA ESCUCHA DEL CUERPO

hubiera tenido lugar sin la acción médica. Pueden ser iatrógenos, en ese sentido, la mirada, el silencio, la palabra, las manos (directamente o al utilizar instrumentos) y los medicamentos. Y son iatrogénicas desde la limitación articular que sigue a una fractura mal reducida o la parálisis causada por la lesión nerviosa durante el acto qui-rúrgico, hasta el desencadenamiento de síntomas neuróticos, pasando por la intoxicación por fármacos mal recetados. De acuerdo con lo que se acaba de exponer, puede hablarse de una iatrogenia somática, cuyos efectos se manifiestan al alterarse el organismo; de una iatrogenia psíquica, si lo afectado por ella es el psiquismo; de fisioiatrogenia, cuyas causas inmediatas son físicas o químicas, y de una psicoiatrogenia, cuyas causas inmediatas son psíquicas, siendo esta precisamente de interés para la psicología médica; pero antes de exponerla conviene añadir que por iatrogenia negativa se entiende la debida a una omisión y por iatrogenia positiva la que sigue a una acción perniciosa.3

3 Debo estos datos a María Esther Fregenal.


Lo psicosomático En mi larga experiencia clínica he podido comprobar que los grandes afectos tienen mucho que ver con la resistencia a las infecciones. Sigmund Freud

La conciencia de la correlación entre lo físico y lo psíquico se ha intensificado notablemente en nuestros tiempos. Nadie disputa ya que sin sentimientos no hay hormonas y viceversa: no hay sentimientos sin hormonas; el miedo no sólo es una emoción, sino un tangible desprendimiento de adrenalina en nuestro cuerpo. Son incontables las expresiones populares en las que las emociones más diversas se religan a experiencias físicas concretas: “me dio en el hígado”, “me dio vuelta la cabeza”, “me partió el corazón”, “me rompe las pelotas”, “me dejó sin respiración”, “se me hizo un nudo en la garganta”, “me hice mala sangre”, “se me heló la sangre en las venas”, “se me hace castañetean los dientes”, “se me nubla la vista”, “me dieron unos chuchos”, “unos escalofríos”, “me pone los nervios de punta”. Muy pintoresco es el léxico de la locura: “le caminan por la azotea”, “está tildado”, “no le llega el agua al tanque”, “se le venció la garantía”, “perdió la partitura”, “está sin rueda de auxilio”, “se le pasó la parada”, “le falta una rosa en el ramo”, “le falta un enano en el jardín”, “se le trabó el molinete”, “se le paró la escalera mecánica”, “perdió la locomotora”, “tiene el arca sin Noé”, “le falta un jugador”, y muchas otras imágenes parecidamente jocosas (y despiadadas). Sin embargo, estas expresiones ponen de manifiesto que la naturaleza de la locura difícilmente es percibida en correlatos físicos, y apunta más bien a conductas erráticas o deficiencias mentales de quienes la sufren. Dejando de lado estos expresivos coloquialismos, es obvio que nuestras reacciones se acompañan inevitablemente de elementos químicos. La impaciencia, la actitud hostil, la competitividad permanente son factores muchas veces decisivos en personas aquejadas de una dolencia arterial coronaria. No es un azar, tampoco, que el cáncer de mama se dé con mayor frecuencia en mujeres que han enviudado recientemente,

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agua la boca”, “se me traba la lengua”, “se me aflojan las rodillas”, “me

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y que la caída del sistema inmunológico coincida con una grave depresión. Un trabajo publicado recientemente en The New England Journal of Medicine reveló que el riesgo de infarto de miocardio aumenta con la viudez hasta un 21% en los hombres y 17% en las mujeres. Las enfermedades humanas no son meras realidades biológicas, esencialmente continuas en el espacio y el tiempo o, a lo sumo, susceptibles (en el caso de las afecciones infecciosas) de experimentar cambios de carácter evolutivo y biológico ligados a la interacción huésped-parásito, sino también, y sobre todo, fenómenos clasificados como tales en contextos socioculturales específicos. Según Luis Chiozza, la enfermedad puede verse como un acontecimiento que se integra con el conjunto entero de una biografía que relata el entretejido de carácter y destino. “Como lo han demostrado las neurociencias, las experiencias ‘esculpen’ los circuitos de nuestro cerebro [...] aquello que las personas callan con los labios no sólo suelen expresarlo con gestos o actitudes, A LA ESCUCHA DEL CUERPO

sino también con el mismo funcionamiento de sus órganos”. La medicina psicosomática va ganando adeptos entre el público general, y se vuelven cada vez más frecuentes las numerosas expresiones populares que subrayan la coexistencia de lo físico y lo emocional en las afecciones que padecemos: “la mujer le hizo un cáncer”, “lo mató la indiferencia del hijo”, “la bronca le reventó el hígado”. El hecho de que la historia clínica del paciente tenga un lugar relevante en muchas consultas apunta al empeño en una relación más personal de pacientes y médicos, en la cual los rasgos de carácter, como también la biografía del individuo asistido, se ven muchas veces examinados con la misma acuidad que sus síntomas declarados. Admitida la concomitancia de lo físico y lo psíquico, parece sin embargo una grave imprudencia el religar automáticamente ciertas enfermedades a supuestos defectos de carácter o rasgos morales cuestionables en quienes las sufren. En un texto sumamente popular que trata de estos temas, leemos, por ejemplo, que los miopes no están dispuestos a percibir ciertos aspectos de su personalidad o del mundo que los rodea, los sordos padecen de un desequilibrio entre egocentrismo y humildad, los enfermos de riñón tienen problemas de convivencia, y las náuseas del embarazo manifiestan un deseo inconsciente de aborto. Estos ex-


tremos resultan realmente peligrosos porque, además de propagar flagrantes inexactitudes, contribuyen a victimizar a quienes sufren de estas y otras dolencias (la lista mencionada es larga e implacable). Como señala Chiozza, interpretar el significado inconsciente de un síntoma no implica postularlo como causa eficiente de la perturbación relevante. Pero agrega que la idea de “combatir la enfermedad” suele pasar por alto la función que cumple la enfermedad: es necesario tener en cuenta que en muchas ocasiones un hombre se enferma porque se oculta a sí mismo una historia cuyo significado le es insoportable: la enfermedad es la “solución” que el enfermo ha encontrado, y su desaparición, por sí sola, restablece un problema. En realidad, la enfermedad es simbólicamente un acto que corrige mágicamente la historia personal del paciente. Se trata por lo tanto de resignificar esa historia: la interpretación que desenmascara el sentido de la enfermedad obliga a esta a abandonar el soporte del cuerpo y derivar en otro sentido. La materia del cuerpo y la historia del alma son Más allá de los asentimientos o debates que estos interesantes conceptos pueden plantear, nos interesa subrayar aquí el giro verbal sugerido por Chiozza: la descalificación de una expresión tan corriente como “combatir la enfermedad”, y la idea de considerarla como la “solución” que el enfermo busca para sostener un statu quo que le evita la confrontación con su propio inconsciente. Chiozza también replantea la noción de diagnóstico dentro de su sistema, como el producto de haber interpretado el sentido “lingüístico” de otras tantas alteraciones del cuerpo, o sea, la manera en que los órganos, en tanto fuentes inconscientes, “hablan”, tanto al paciente como al médico, de las perturbaciones que ha experimentado en su vida el enfermo.

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dos caras de una misma realidad.

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Arqueología del dolor Toda la ciencia viene del dolor. El dolor busca siempre la causa de las cosas, mientras que el bienestar se inclina a estarse quieto y no volver la mirada hacia atrás. Stefan Zweig

Nuestro recorrido por el campo de definiciones e imágenes que acompañan a la enfermedad nos llevan a distinguir en ella tres etapas o componentes que no son todos propiamente patológicos, si consideramos correctamente el papel que representan. Por ejemplo, la debilidad, que con tanta frecuencia se asocia a la enfermedad, no es siempre un anuncio de su inevitable llegada, sino la invitación al reposo que el orga-

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nismo está exigiendo. La necesidad de mantenerse acostado, relajado, dispuesto a una alimentación saludable y regular, es muchas veces la condición necesaria para que toda la energía corporal se oriente a la curación y se pongan en pleno funcionamiento los recursos con que cuenta el organismo para autorrepararse. La disfunción orgánica, bioquímica, y los fenómenos que le están asociados, se expresan como malestar y requieren una atención impostergable, lo mismo que los distintos traumatismo (heridas, fracturas, etc.). Pero notemos que el malestar no es un mal en sí mismo, sino su percepción. Las enfermedades percibidas al principio como malestares, cuando se desarrollan como procesos propiamente patológicos, reciben nombres específicos. En cuanto al dolor, podemos considerarlo ante todo un aviso molesto de una falla en el organismo; desde un punto de vista más amplio, diremos que se trata de un recurso crucial dentro del sistema creado para la reparación de los daños. La naturaleza, la vida, la evolución, inventaron en el dolor un medio muy eficaz para proteger la integridad del organismo animal, su conservación, su “persistencia en el ser” y su desarrollo. Si no se experimentara dolor no se advertiría la existencia del daño, o no habría ninguna urgencia por repararlo o evitarlo. Es una


señal perentoria que nos obliga, para su remedio, a buscar diagnóstico y curación. El sistema nervioso central se alerta mediante el dolor, poniendo en acción todos los recursos necesarios –ya sean mecanismos autorreparadores, o bien acciones correctivas externas– para recuperar la integridad y alejar al agresor. Pero lo que importa subrayar es que en el marco de la salud-enfermedad, aunque comúnmente se identifica dolor con enfermedad, en realidad este no está del lado de la enfermedad sino del de la curación. Es parte de ella: aviso y estímulo que desencadena los procesos de la curación o impulsa a buscarle “remedio”. La intervención terapéutica, por un lado, se dirige a restaurar lo desorganizado, a curar el mal, y por otro, tiende a la analgesia, anulando el dolor sólo una vez que este haya dejado de ser funcional: el paciente ya está avisado y se han adoptado las medidas adecuadas. En la medicina clásica, la tendencia es no suprimir el dolor hasta tanto su causa no haya sido determinada.

es demasiado tarde. Por el contrario, la inflamación y el dolor pueden indicar un proceso incipiente de curación, de modo que no conviene detenerlos, a menos que amenacen por su intensidad la restauración del organismo. Se llama dolor reflejo al que se siente en zonas no dañadas del cuerpo. Un ejemplo es el dolor “fantasma” que se produce en miembros amputados: una queja que no debe ser desatendida. El hermoso libro de Oliver Sacks, El hombre que confundía a su mujer con un sombrero, muestra notables ejemplos de este tipo de fenómenos, muchas veces agravados por la falta de una interpretación psicológica y neurológica adecuada. En este punto, recordemos que condolencia aparece en el siglo xviii, imitación del francés condoléance. En el condolerse aparece nítidamente la idea, el sentimiento de “tomar parte”, sufrir lo que sufre el otro. (Notemos al pasar que in-dolencia significa antes insensibilidad que pereza, abandono o descuido).

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Irónicamente, sin embargo, el dolor no se muestra en enfermedades tan serias como la diabetes, el cáncer o el sida, o sólo lo hace cuando ya


Etimología del dolor En la raíz de la protolengua, la “d” es onomatopeya con sentido de diente. Dent: dividir; da- > daps: comida (esto es, lo masticado); damnum: daño; dail-: cortar; denk-, ed-, morder y comer; dwo-> dos, como uno dividido. En otras lenguas indoeuropeas se repite la misma situación: en lituano, dalyti es dividir; y en sánscrito, dal significa estallar.

Latín En latín encontramos el verbo dolere, cuya forma nominal derivada es dolor. Etimólogos como Ernout-Meillet nos dicen que el sentido origi-

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nal, primero, de doleo y dolor, habría sido recibir golpes, ser golpeado. La naturaleza física y a la vez moral y psicológica del dolor se evidencia en palabras como duelo, del latín dolus, que expresa el pesar por la pérdida de un ser querido. Las lenguas romances –español, francés, italiano...– heredan todos los vástagos de esta palabra: dolor, douleur, dolore, etcétera.

Griego En griego encontramos álgos: sufrimiento físico; sufrimiento en general. De allí proviene el numeroso inventario de las algias: neuralgia, gastralgia, mialgia, entre otras. El diccionario griego nos informa: “Probablemente relacionado o derivado de alego: tener en cuenta, preocuparse por”. Podríamos preguntarnos si no estamos aquí ante un proceso paralelo a lo que sucedió con cogitar y cuita: acaso una derivación que va de “preocupación por” a “estar preocupado, afligido: sufrir”.


Inglés Encontramos aquí pain: castigo y dolor, derivado del latín poena: castigo, y también pena, sufrimiento. El latín, a su vez, lo ha tomado del griego poiné: castigo. Ache es dolor, dolencia; aching: dolencia, mal continuo; acaso se relacione con el alemán antiguo ah: exclamación de dolor. Otra expresión es grief: pesar, dolor, aflicción; grieve: lastimar; dolerse; grievous: doloroso. Proviene esta familia del latín gravis, pesado, origen de gravare: oprimir; francés antiguo grever: causar sufrimiento. De allí también vienen nuestros gravámenes, y expresiones tan frecuentes como enfermedad grave, o agravada.

Alemán

cos: gótico, wai; inglés, woe (dolor, pena). Hay derivaciones también en otras lenguas, como el italiano guai, retomado en nuestro lunfardo, y el portugués guai; en latín se le relaciona vae, posiblemente emparentado con el αι, αιαι en los trágicos. Pein, del latín poena, y luego pêna, se asocia a menudo con los sinónimos strafe, marter, qual, schmerz, angst, not. Inicialmente, en sentido eclesiástico, se empleaba como castigo temporal o eterno por los pecados, después como castigos corporales graves, y finalmente se aplicó a la pena de muerte. Luego pasó a significar dolor corporal causado por heridas o enfermedad.

Semiología de la queja Como vemos, las raíces y metáforas con las que se nombra el dolor nos transmiten a menudo imágenes provenientes del exterior, tales como ser mordido, ser golpeado, estar castigado, estar oprimido.

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Weh, proveniente de una interjeción espontánea, es la palabra que significa dolor, existente, con variantes, en todos los dialectos germáni-


López-Ibor Aliño nos propone el siguiente resumen: el dolor es daño (mal, dicen los franceses), es pena (pain, dicen los ingleses), es sufrimiento y enfermedad (doencia en portugués, dolencia en español). Pena es una palabra de origen griego (poiné), que significaba castigo o multa; en latín se vuelve poena, de donde derivan tanto penalis como paenitentia. Así el dolor, originariamente, aparece como culpa o castigo. En el Antiguo Testamento –el dolor, como la enfermedad– es penitencia por una culpa pasada, ya sea personal o de los antecesores. Las interjecciones para expresar el dolor nos retrotraen al primer dolor que hemos experimentado, el del nacimiento: nuestra primera palabra es un grito. A partir de allí, nos dice Max Scheler, podría elaborarse una semiología de la queja que dice mucho acerca del dolor humano, y del primer alivio que instintivamente buscamos, que consiste en expresarlo. La primera conclusión sería que hablar cura, y que

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la represión del acto simbólico incrementa la tensión dolorosa. El que escucha la queja difícilmente podrá quedar indiferente, de allí que se la considere un fundamento de la empatía y el acto médico. Si bien el dolor físico es compartido por los animales, la mayor complejidad de nuestro sistema nervioso, que culmina con la aparición de la conciencia, lo amplifica y lo intensifica a nivel físico y psíquico. A esto se agrega el dolor propio de su nuevo nivel de existencia, el “dolor moral”. Acaso por eso los griegos antiguos creían que el dolor era una emoción y no una verdadera sensación física. (La expresión “dolor, no eres un mal” se le atribuye a un seguidor de Zenón, el fundador de la escuela estoica). Pero acaso el factor más poderoso en nuestra experiencia del dolor sea el horror mismo al sufrimiento. “La parte del alma que pregunta ¿por qué se me hace mal? es la parte de todo ser humano que ha permanecido intacta desde la infancia”, escribe Simone Weil. El desarrollo de la medicina y las imágenes publicitarias de la felicidad favorecen este horror al sufrimiento: como si el dolor –o los problemas en general– no formaran parte de la vida. Que el dolor posee una naturaleza compleja, frecuentemente mal entendida, queda claro con ejemplos como el de los soldados con heridas graves que no lo sienten, o bien los deportistas lesionados, que no experimentan dolor hasta que la prueba finaliza.


La naturaleza psicológica del dolor sigue siendo una noción vigente en nuestro tiempo. La misma procedencia posee el término nocicepción, derivado de la palabra noci-vo, usado para describir la experiencia de un estímulo que lesiona los tejidos. Fisiológicamente, de hecho, el dolor agudo comienza con el estímulo de ciertos receptores nerviosos sensitivos especiales, los nociceptores, existentes en la piel o en los órganos internos. (Noxa es daño, y captores > ceptores proviene de capio, verbo latino, que significa captar). Estos receptores captan señales diversas como calor intenso, presión extrema, pinchazos, estímulos químicos, etcétera, que ocasionan daño corporal. Al otro extremo del espectro sensitivo se encuentran las sustancias químicas conocidas como endorfinas, de efectos placenteros. Se ha descubierto que algunos niños nacen sin nociceptores, lo cual condiciona una incapacidad para percibir el dolor (Painless Disease). No son conductas deliberadas, pero se lesionan o se queman y llegan a servación y viven muy pocos años. Al otro extremo, hay personas con un bajísimo umbral de sensibilidad dolorosa, bien por una disposición genética o porque una enfermedad crónica ha facilitado la proliferación de nuevos contactos neuronales transmisores de dolor, o sea que las vías periféricas del dolor han comenzado a activarse autónomamente, dando lugar a la enfermedad hiper-algésica (Painful Disease). Algunas personas llegan a activar fenómenos dolorosos con estímulos que normalmente no los producen, como en el caso de la alodinia, enfermedad en la cual un leve roce o un ruido molesto pueden generar una respuesta dolorosa, una situación que debe distinguirse de la hiperalgesia. (Esta descripción evoca el cuento de aquella muchacha tan principescamente delicada, que se molestaba por la arveja sepultada varios colchones bajo su cuerpo). La alodinia nada tiene que ver con los fenómenos inflamatorios que pueden producirse en la piel bajo la sugestión hipnótica de estar siendo quemado por un cigarrillo, como tampoco hay relación entre la Painless Disease y aquellas personas que en estado de trance místico danzan sobre brasas sin lastimarse. En situaciones de estrés severo,

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mutilarse sin sufrimiento ninguno. Parecen carecer de instinto de con-


se puede producir un aumento brusco del umbral doloroso (conocido como Analgesia Inducida por Estrés, condicionada por una liberación de opioides endógenos). Así se explica por qué las heridas en combate pueden pasar inadvertidas, del mismo modo que la adicción comportamental de los buscadores de sensaciones y deportistas de alto riesgo, así como el enorme goce en situaciones límites, en las que puede haber dolor, temor y peligro real de perder la vida. La impresión que se recoge en la clínica es que en dichas situaciones el cuerpo se transforma en un radar de sensaciones que obnubilan el instinto de conservación y el principio de la realidad, generándose un goce ubicado “más allá del principio del placer”. Una buena aproximación a la complejidad psicofisiológica del fenómeno doloroso se encuentra en la propuesta de la International Association for the Study of Pain (IASP), que define el dolor como una A LA ESCUCHA DEL CUERPO

experiencia sensorial y emocional displacentera con lesión tisular real o potencial, o bien como una experiencia descrita en tales términos por el sujeto que lo padece. La IASP reconoce así que el dolor es siempre subjetivo, y que la incapacidad para comunicar verbalmente esta vivencia, relacionada con los usos tempranos del lenguaje y los símbolos del dolor en las experiencias previas, no niega que el sujeto la esté sufriendo y que requiera de un tratamiento que lo libre de su malestar. Los biólogos reconocen que aquellos estímulos capaces de producir dolor pueden también ocasionar lesiones tisulares, por lo cual la experiencia dolorosa puede asociarse con daño tisular real o potencial, que aunque esté circunscrita a alguna(s) parte(s) corporal(es), es también una experiencia emocional que involucra al sujeto globalmente. Muchas personas pueden reportar dolor en ausencia de daño tisular o de alguna alteración fisiopatológica, no habiendo forma de distinguir sus reportes de aquellos relacionados con lesiones tisulares, lo cual se relaciona con problemas psicológicos, por lo que también deben ser reconocidas y admitidas como experiencias dolorosas. Esta definición evita anudar el concepto de dolor con el estímulo, porque la actividad inducida en el nociceptor o en la vía nociceptiva por una determinada noxa no es propiamente dolor, el cual es siempre un estado


psicológico. La definición, aportada por la International Association for the Study of Pain (IASP), apunta hacia una explicación compleja. Una escala construida a partir de este concepto debería contemplar diversas dimensiones del problema. Pero se puede avanzar mucho más aún. Por ejemplo, considerar el dolor, en el sentido de Max Scheler, como un sentimiento sensorial o hasta vital: nos aproxima más al sufrimiento y a sus amplias resonancias humanas. Hoy se sabe que en la evocación de las situaciones de estrés agudo se produce un bloqueo funcional de las áreas cerebrales del lenguaje, lo cual parece ocurrir también cuando se sufre de las pesadillas, haciendo mucho más difícil integrar esas experiencias en la esfera consciente. El que escucha la queja difícilmente podrá quedar indiferente, de allí que, como se dijo, se considere un fundamento de la empatía en el acto médico. El problema de la percepción del dolor y el sufrimiento por el ob-

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servador nos obliga a detenernos en el análisis de la empatía. Cuando intimidad lo que el otro siente y expresa, a la manera de una intuición participante (Celis de Oliveros, 1990). Algunos criminales, incapacitados para ponerse en la piel de sus víctimas, lamentablemente, no perciben el dolor expresado en sus gestos, lo cual serviría como señal eficaz para detener la agresión. Freud, acaso el más escéptico entre todos los que han meditado acerca de este tema, sostiene que la persona no nace con compasión sino con crueldad. Lo que detiene la crueldad –lo que aprende el niño para evitarla– es la vergüenza, el asco y la compasión. Sin embargo, la tendencia empática parece estar inscrita en nuestra constitución humana y, de alguna manera, nos permite también aproximarnos afectivamente a los animales, en especial a aquellos mamíferos que tienen cierta expresividad gestual.

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nos relacionamos empáticamente con el otro reproducimos en nuestra


Compasión ¿Se ha desterrado de este mundo la compasión? Shakespeare, Rey Lear Tú no eres tus heridas. Charlotte Brontë, Jane Eyre

Muy interesante, etimológicamente, es la formación de la palabra com-pasión, porque quiere decir, a las claras, compartir la pasión con alguien. Pero en general, cuando hablamos de pasión, pensamos más bien en el amor (si somos cristianos o románticos occidentales); pensaríamos en cambio en la ira si fuéramos griegos o hebreos. Como ya hemos visto, pathos en griego significaba algo que se exA LA ESCUCHA DEL CUERPO

perimenta, se “sufre” pasivamente; experiencia, emoción, desgracia, accidente, enfermedad. Sólo más tarde con sus derivaciones, a partir del latín de la Iglesia, se aplica passio a la pasión de Cristo, mientras que la pasión como affectus adquiría un matiz peyorativo que fue evolucionando con el tiempo: nosotros no asociamos necesariamente pasión con sufrimiento. Compassio proviene del griego sympátheia: afectado por los mismos sentimientos. Lo que es interesante es que en com-pasión revive el primer significado, ya que se trata de compartir el sufrimiento de otro, no un estado pasional indiferenciado, ira o amor. Es interesante comprobar cómo los diversos idiomas se refieren a la compasión subrayando su carácter físico. Así, en griego, me compadezco se dice splanjnízomai, derivado del griego splén, bazo. El bazo, decían, segrega la bilis negra, origen de la melancolía. También se relaciona con spleen, nombre del bazo en inglés. Spleen quiere decir asimismo, en inglés, mal humor, tedio, melancolía. Splanjna significa vísceras, corazón, hígado, riñones, pulmones; se dice también de las entrañas de la madre, en tanto sede de sentimientos. En el griego del Nuevo Testamento, splanjna es corazón y, excepcionalmente, piedad, por influencia del hebreo. En hebreo encontramos un desarrollo similar. Jehová es el misericordioso, El Rájamim; pero réjem significa útero, así como rajam,


además de enamorarse, quiere decir compadecerse. Rejom o rejúm es el amado, rajamím: entrañas, y rijúm: Dios misericordioso. El dios hebreo, el temible dios de los Ejércitos, es un dios innombrable, pero también presenta rasgos femeninos, como el útero que lo predispone a la misericordia. Es notable que tanto en griego como en hebreo la compasión sea atributo femenino, lo que se pierde en los estadios contemporáneos de las lenguas modernas. La filosofía occidental se ha dividido con respecto a la compasión. Entre los griegos, los estoicos la desprecian como debilidad. Otros, como Spinoza y Nietzsche, la desacreditan, el primero porque es una pasión triste que disminuye la potencia; el segundo porque sostiene que la compasión multiplica el dolor; la considera un instinto depresivo que debilita a los otros, una forma de enmascarar la flaqueza humana, e instrumento principal de la decadencia. Algo semejante parece haber pensado San Agustín, cuando afirma que los ángeles no sólo castigan sin ira, sino que también socorren sin compasión de la miseria.

do común doloroso de todos los hombres. La compasión no consiste entonces tanto en un acto intencional como en la participación en una totalidad inmanente. Schopenhauer coincide en lo primero, pero también insiste en diferenciar la compasión de la lástima, ya que se trata de compartir el sufrimiento del otro sin contagiarse de él; cuenta más una solidaridad activa que la identificación emocional. Estar con el enfermo sin ser el enfermo, diría, a su vez, Unamuno. En este sentido es interesante observar cómo difiere de este criterio la definición ortodoxa que se da en español de la compasión. Según el drae, la compasión es el sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias. Es decir, se ha perdido la connotación de tener el mismo dolor del compadecido; no está implicado identificarse con el otro ni, por consiguiente, sufrir lo que sufre el otro, sino que expresa algo que se siente “desde afuera”, sin jugar el propio pellejo. En español (no originalmente), quien tiene compasión siente dolor por el otro, pero no siente el mismo dolor del otro. Mientras en la concepción original, quien compadece se pone

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Rousseau y Schopenhauer, en cambio, celebran la compasión. El primero, de un modo casi místico, la considera una expresión del fon-


en el mismo nivel del compadecido, en español quien siente lástima se pone por encima del lastimado, es decir que “de lástima” rebaja al objeto de compasión. María Moliner distingue entre la lástima (destinada según ella ante todo a los animales), piedad (que implicaría una participación dolorosa en la desgracia ajena), la conmiseración (más cercana a la caridad y también al desprecio) y la compasión (sentimiento de pena por el padecimiento del otro e impulso de remediarlo, aliviarlo o evitarlo). Quien más profundamente ha meditado sobre esta cuestión es Simone Weil, cuando habla de ese intercambio de compasión y gratitud que se produce entre dos seres, uno de los cuales posee y el otro está privado de la persona humana. Uno de ellos es un pedazo de carne desnuda, inerte y sangrante al borde de una fosa, sin nombre, del que nadie sabe nada. A LA ESCUCHA DEL CUERPO

Los que pasan cerca de esta cosa apenas la perciben, algunos minutos más tarde ya no saben siquiera si la han visto. Uno sólo se detiene y presta atención. Esta atención es creadora. Pero el momento en que se opera es renunciamiento. Al menos si es pura. El hombre acepta una disminución, al concentrarse por un gasto de energía que no aumentará su poder, que sólo hará existir a un ser distinto, independiente de él. Además, querer la existencia de otro es proyectarse en él por simpatía, y por lo tanto participar en el estado de materia inerte en que se encuentra. [...] El desgraciado y el bienhechor, entre quienes la diversidad de la fortuna pone una distancia infinita, son uno en el consentimiento. Al mismo tiempo uno y otro reconocen que es mejor no dominar en todo lo que se puede. Ese pensamiento, si ocupa toda el alma y gobierna la imaginación, que es la fuente de todas las acciones, constituye la verdadera fe. Pues coloca el bien fuera del mundo donde están las fuentes del poder.


Sentido de la enfermedad Hemos recorrido, a lo largo de este capítulo, el lenguaje de la enfermedad, sus nombres, sus orígenes, sus metáforas, su sintaxis, los significados del dolor y de la compasión que la acompañan. Queda sin embargo por enunciar lo más importante: su sentido. Y aquí seguimos un texto de José Alberto Mainetti que nos parece muy iluminante. Filósofos hay que han definido al hombre como el animal enfermo (Hegel) o el animal no fijado (Nietzsche). Ciertas definiciones nos lo presentan como ser deficiente, imperfecto o carenciado. Lo esencial es que la enfermedad sustrae al ser humano de una perspectiva con pretensiones de eternidad: la idea del homo infirmus será una metáfora de alcance metafísico si puede relacionar la realidad concreta de la enfermedad con el modo mismo de ser del hombre. La medicina entonces representa una antropología donde el logos del hombre se abre al pathos, no en términos neutros de ideales absolutos, sino en términos de replanteos tan radicales como necesarios.

Poesía y enfermedad Nos parece importante cerrar este capítulo con la mirada de algunos poetas que han vivido la enfermedad identificándose con ella o bien sufriéndola en sus seres queridos. Aquí escuchamos, en las palabras de un poeta checoslovaco, otro mexicano y un argentino, los acentos de la piedad, la rebelión, la cólera, la impotencia o la ternura. Que existan estos poderosos ejemplos verbales señala la relevancia del lenguaje, no sólo en el cerco pretendidamente objetivo de la enfermedad, sino en la liberación, tan necesaria para todos nosotros, del impacto emotivo que ella representa, mediante una palabra capaz de ahondar la compasión y a la vez exorcizar los destrozos que esta experiencia significa.

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límite, sufrimiento, incapacidad y muerte. Límites que son ocasión de


La canción del leproso Mira, soy el que todos han abandonado. Nadie me conoce en la ciudad, la lepra me ha tocado. Y agito mi cascabel, anuncio mi lastimero aspecto a los oídos de todos los que se avecinan. Y aquellos que hacen oídos de madera, evitan mirarme, y nada quieren saber de lo ocurrido aquí. Si mi son se escucha a la distancia me encuentro seguro; pero acaso tú lo vuelves tan alto que los que no se arriesgan a acercarse tampoco se atreven a encontrarse lejos de mí. Puedo, por lo tanto, caminar mucho tiempo sin encontrar hombres, muchachas o mujeres, o niños. A los animales no; a ellos no los espanto. Rainer Maria Rilke

Algo sobre la muerte del Mayor Sabines ...Vamos a hablar del Príncipe Cáncer Señor de los Pulmones, Varón de la Próstata, que se divierte arrojando dardos a los ovarios tersos, a las vaginas mustias, a las ingles multitudinarias. Mi padre tiene el ganglio más hermoso del cáncer en la raíz del cuello, sobre la subclavia, tubérculo del bueno de Dios, ampolleta de la buena muerte, y yo mando a la chingada a todos los soles del mundo. El señor Cáncer, el Señor Pendejo, es sólo un instrumento en las manos oscuras de los dulces personajes que hacen la vida. Jaime Sabines


Inosha La única mujer que amo ha producido en pocos meses un líquido malvado en la pleura. Se humedecieron los timbres de su voz y comenzó a expresarse con frases recortadas debido a la fatiga de sus nuevos pulmones. Como si tuviera pies de madera vacila al caminar por el suelo sembrado de piedras puntiagudas y cuando abre los ojos de una manera que no le conocía corro a limpiarle el mal, quisiera devolverla a plena luz, a sus tibias rutinas, a sus proyectos blancos. Aunque ella tiene méritos y coraje para grandes acciones Dios resolvió insinuarle, con mano dura, que aún no nos ha entregado sus reservas más finas. Él le promete un campo donde es verdad todo lo imaginable y ella, dócil, rodeada de ternuras, se esponja sin soltar una lágrima. Juan Jovino García Gayo



Los enigmas de la salud



La salud es una decisión política. Ramón Carrillo

¿Qué es la salud? A riesgo de desconcertar al lector, enunciemos en primer lugar una salvedad muy previa: el término salud, en realidad, sólo en segunda instancia es un “término médico”. En efecto: gran parte del enfoque contemporáneo sobre la salud olvida lo fundamental de esta palabra, que aparece mucho antes que el término medicina. De hecho, ha sido una grande e injusta victoria de estos tiempos, tan avasalladores en cuanto a la autonomía de los sujetos, haber medicalizado la noción de salud, como si esta fuera propiedad y cosa exclusiva de los médicos, de la medicina, y no de los seres humanos “comunes”. “La medicina ha avanzado tanto que ya nadie está sano”, se lamentaba Huxley. Esta apropiación indebida nos hace olvidar que tanto nuestra salud como nuestro cuerpo son, en primera instancia, irrevocablemente nuestros. Y es nuestro propio cuerpo el que en primer lugar cuida de nuestra salud. Parafraseando a Spinoza, “nadie sabe lo que el cuerpo puede”. Podríamos interpretarlo diciendo: desafiemos esta incertidumbre ensanchado los límites de nuestra autonomía corporal. La salud es en primer lugar dominio de nuestra responsabilidad personal y es también el ámbito del cuidado que procede de madres, hermanos,


amigos: sólo por delegación, cuando no tenemos más remedio, acudimos a los “profesionales”. Esta gran verdad, en general olvidada, nos obliga a proceder con cautela en el campo de la realidad en que se mueven las acepciones de salud en nuestro mundo actual. La verdad es que, asociada como está con fuertes metáforas provenientes del mundo moral y físico –salvación, totalidad, vida– y objeto de la educación pública (pero también de la codicia de las grandes empresas que realizan sus beneficios a costa de interpretaciones artificiales de lo sano y lo enfermo), la salud, aparte de ser una palabra clave en nuestro lenguaje, es al mismo tiempo fuente de enormes malentendidos a nivel personal, profesional y público; malentendidos que pueden conducir a conflictos a menudo graves. Seguir las complejas variaciones semánticas que la acompañan en el tiempo y el espacio nos indica en qué vereda de la vida y de la conciencia social

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caminamos, de qué prejuicios o certezas venimos y a qué futuro nos estamos encaminando.

Historia de la salud La historia misma de la palabra salud, así como la de sus equivalentes en las lenguas que nos resultan más familiares –como el francés, santé, o el inglés, health– es sumamente reveladora de los cambios y de las filosofías subyacentes a las transformaciones que va recibiendo el término a través de los siglos. Acaso podamos decir que lo que llamamos salud se mueve, a través del tiempo y las visiones sucesivas que van ocupando el escenario filosófico de Occidente, a lo largo de un eje que sostiene distintas imágenes fundamentales: la de la salvación, la de la solidez y la del equilibrio. Bienestar y belleza entran también en esta galería, como derivaciones de las anteriores o bien con fuerza autónoma. Existe una historia de la salud que a grandes trazos nos dice que en la época animista, las enfermedades eran fenómenos compartidos con las fuerzas de la naturaleza, así como también lo eran los canales de curación habituales. Los rituales de la coca en las mesetas andinas son un ejemplo viviente de estas prácticas y creencias. El mate y el


tabaco representaban algo más que excitantes o energizantes para las comunidades indígenas que los insumían: la pipa de la paz era a la vez un pacto de no violencia con la naturaleza y con el extranjero visitante. Cuando aparecen los dioses, en el estadio religioso, el poder divino –o demoníaco– se enseñorea del cuerpo, como amo de vida y muerte. Nuestra palabra salud se arraiga en el concepto de salvación, de connotaciones espirituales nacidas dentro del cristianismo. Las peregrinaciones a Lourdes, los exvotos que decoran lugares como la Basílica de Luján, son una muestra clara de la supervivencia de estas actitudes en el mundo contemporáneo. Pero si los ascetas cristianos medievales se mortificaban con fruición, para lograr la salvación del alma a través de sus sufrimientos, muy otra parece haber sido la actitud de Cristo que, según el relato evangélico, devolvía la salud y a la vez otorgaba el perdón de los pecados a sus seguidores. En cierto modo, las tendencias psicosomáticas que se van afirmando en la medicina contemporánea son herederas de esta visión, La solidez, otro derivado de la misma raíz de la que viene salud, es en cambio la imagen preferida entre los romanos: acuerdo entre el cuerpo y las leyes naturales que lo rigen, desde un paradigma exterior que conviene establecer e interpretar. De la solidez deriva la calidad de eficiencia del cuerpo. Pero en el mundo clásico, la salud, tal como la entendía Galeno, era una noción metafísica. La armonía subjetiva o bienestar del hombre consistía, según él, en una posición intermedia, a la vez inestable y oscilante, entre una realidad física, la enfermedad, y esa realidad metafísica que era la salud. Curiosamente, algunos de los conceptos contemporáneos hoy más aceptados acerca de la salud, como veremos más adelante, si bien no mantienen la condición metafísica del concepto de salud, preservan la idea de una oscilación permanente (contra el concepto de equilibrio estable en que se fundan otras teorías). El racionalismo postula al cuerpo como organismo mecánico, que necesita reparaciones y control para su funcionamiento correcto en la sociedad donde debe insertarse. La imagen de solidez persiste, pero acompañada con la de ajuste a un estricto encuadre normativo, biológico y social. Las enfermedades son, en esta perspectiva, el efecto

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en tanto apuntan a una unidad psíquico-corporal indisoluble.

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de agentes físico-químicos, y se tratan exclusivamente dentro de esa perspectiva (autodenominada científica y objetiva), que no carece de detractores. La palabra operación, por ejemplo, muestra ese cariz abstracto. Sus usos más habituales, de modo bastante siniestro, se dan en el ámbito del quirófano o de la Bolsa, así como la expresión intervención quirúrgica tiene desagradables connotaciones políticas. El vocabulario correlativo a esta etapa, afligido por un hermetismo aislacionista, erizado de voces latinas y griegas de poco o nulo acceso por parte del gran público y muchas veces de los médicos mismos, contribuye a generar una atmósfera de intimidación colectiva con la que se presenta muchas veces la empresa médica entre nosotros. Finalmente, en el canon contemporáneo, la salud es equilibrio, pero –a diferencia de la norma romana– no se tiende a una estabilidad fija y

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permanente, sino más bien a un balanceo oscilante que refleja los vaivenes incesantes de la vida misma. Así como el comer es una actividad que va exigiendo cambios en nuestro metabolismo, la enfermedad aparece como una etapa que exige redefinir nuestra vitalidad. No se trata ya de restablecer, sino de transformar un estado previo. Estas imágenes se integran con otras. Por ejemplo, la noción de belleza está muy relacionada con la de salud entendida a la vez como salvación y bienestar mundanos. Un ejemplo patente –y patético– en este sentido, es el incremento sensacional que ha experimentado la cirugía estética en nuestros días. La sumisión a ciertas normas de belleza producidas por la publicidad y la televisión, las operaciones que se realizan para afianzar un ego sexual inmaduro e inseguro, la necesidad de salvarse de la vejez aparentando una juventud artificial, todo ello configura un mercado que crea dependencias cada vez más amplias y arraigadas en todos los niveles de la población, y sobre el cual la medicina oficial, en general, se abstiene cautamente de expedirse, a pesar de las evidentes fallas éticas y profesionales que a menudo este mercado implica, y las contraproducentes consecuencias a las que da lugar. Muy otro fundamento tenía el ideal de belleza griego, aun cuando también se relacionaba con cierta idea de la salud entendida como irradiación de una juventud plena, conjugada con la solidez a través de la


exhibición de la fuerza y el atletismo (athlos significa lucha en griego). Ser y belleza se identifican de este modo en el paradigma helénico. En el mundo contemporáneo, la palabra salud evoca gimnasios, juventud, atletismo, sexualidad radiante o desbordante, belleza ahuyentadora de arrugas. Estas son también invasiones desde el ámbito de la publicidad, que nos imponen, a veces con tiranía, modelos estéticos a los que debemos adaptarnos o perecer socialmente. Por fortuna, el lenguaje con que estamos obligados a comunicarnos y a darnos a entender señala, en sus raíces y en las imágenes que de ellas se desprenden, un rumbo muy otro de este concepto, que no vacilaríamos en calificar más abarcativo, profundo e interesante. La visión cartesiana, mecanicista, que entendía que estar sano significaba estar orgánica y físicamente integrado, ha sido desafiada y modificada por entidades como la Organización Mundial de la Salud, pero impera aún en gran parte del mundo médico. En nuestros días, la salud –cuyo sentido etimológico implica lo sólido, lo firme, lo estable– se de bienestar. (Cuando pasamos a presupuestos más pragmáticos, será definida como “funcional”, es decir, como aquello que capacita para desarrollar las actividades “normales”). No son triviales, sin embargo, las interpretaciones actuales de bienestar, imagen que implicaría, en su acepción más simple y sana, estar bien con uno mismo, con el propio cuerpo, con el mundo y con los demás. Pero con facilidad nos deslizamos desde allí a un hedonismo del cuerpo orientado, a un escenario fuertemente esteticista e individualista, y alimentado sin cesar por la propaganda de gimnasios, cosméticas, etc., una verdadera y arrolladora industria de servicios y productos totalmente desconocida a mediados del siglo xx. Las visiones más modernas implican que el bienestar, subjetivo o funcional, comprende también lo psicosomático, y las corrientes contemporáneas subrayan que la salud, además, comporta el estar individual y grupalmente integrado en los campos de que se forma parte: pareja, consanguíneos, grupos de pertenencia, sociedad política y económica. Es obvio que la disparidad que manifiestan estas concepciones entrañará distintas consecuencias. No es lo mismo imaginarnos unidos al

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suele interpretar, a la manera hedonista, como una sensación subjetiva

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cosmos y al grupo social que habitamos, que percibirnos como mecanismos con engranajes predeterminados por normas fijas. En el primer caso nuestra salud tendrá en cuenta condiciones de armonía y de paz interior y exterior; en el segundo, la administración de un ansiolítico reparará el desperfecto del que sufrimos y nos permitirá reintegrarnos cuanto antes a la vida de la empresa a la que servimos (ella también un mecanismo). Pero no sólo filósofos y médicos se han ocupado de definir la salud. Una extensa tradición de pensadores y escritores –entre los cuales destacados psicoanalistas– se ocupan de ella, desde puntos de vista tan originales como convincentes. “Por salud yo entiendo el poder vivir plenamente una existencia adulta, respirando vida en contacto con los seres que amo”, decía Katherine Mansfield, ilustrando la primera de las dos actitudes que hemos mencionado. Identificar la salud con una cierta tensión vital hacia el

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futuro es también una respuesta no mecanicista al problema, expresada por Sigmund Freud: “Es dable pensar que la enfermedad y la muerte ocurren por falta de proyecto y de deseo antes que por razones biológicas”. Lou Andreas-Salomé lo expresaba más drásticamente: “La salud es la captación del futuro en el momento presente”. En cambio, la definición de René Leriche: “la salud es la vida en el silencio de los órganos”, aunque hermosa, parece aproximarse más a la segunda actitud. Tratemos de captar ahora, a través de las etimologías correspondientes a las palabras que designan la salud en las lenguas indoeuropeas, lo que el lenguaje mismo nos da a entender acerca de la salud, para luego estudiar algunas de las definiciones que se disputan el ámbito científico y filosófico moderno.

La ronda etimológica Indoeuropeo No se reconstruye ni parece haber habido, en indoeuropeo, una raíz que por sí misma apuntara a la salud en el sentido en que la concebimos hoy. Lo que sí existe, y de un modo muy significativo, son raíces de las


que más tarde se derivarán los términos que en las lenguas provenientes del indoeuropeo designarán a la salud. Se trata de una familia de raíces que parten de lo que parecería ser una muy primera onomatopeya, el fonema “s”. Así, encontramos en indoeuropeo *su-: bueno, bien (de donde proviene esu-: bueno, que da origen a la particula “eu-” presente en vocablos como eufonía, euforia, eugenesia, etc.). Las raíces indoeuropeas que contienen una s inicial parecen referirse, en su gran mayoría, a nociones positivas, y suelen apuntar asimismo a lo grupal, a lo unitivo, a lo que en general asocia y fortalece. Así por ejemplo: *sa-: satisfacer (saciado); *se-: atar, ligar; *sem: uno; uno solo; juntos; *sel-: estar de buen humor, favorecer (de donde se derivan diversos adjetivos en distintas lenguas, que significan bueno, saludable, feliz, placentero, alegre); *sek-: proteger; *serk-: completar, remendar; *(s)keu-: cubrir, esconder; *syu-: ligar, coser; *swe- (reflexivo): perteneciente a un grupo, clan, tribu, pero en especial grupo familiar, de donde provienen palabras como suegro, suegra.

contexto grupal que produce una sensación de unidad. En particular, derivan de *sem-, en latín, singulus (uno solo), pero también simul (al mismo tiempo) y similis: semejante, parecido; lo uno que asoma a través de lo distinto. La idea parece haber sido la de unión: “con”, junto: lo uno que se logra por unión de diversos elementos. No sorprende entonces que también de similis deriven ensamblar y asamblea. La hipótesis es la de una posible deriva que iría desde lo uno, entendido como formado por muchos parecidos unidos, para formar más bien un conjunto, una comunidad, hacia una visión individualista de lo uno como algo separado, único, distinto. De allí entonces se desprenderían consuetudo –que en español produce consuetudinario–: “lo que es de uno mismo, peculiaridad, costumbre”, y singular: solitario, único. Notemos que en castellano uno es algo individual, pero se dice unión y unificar, que supone hacer uno de los separados. El indoeuropeo presenta además otras raíces, o más bien, una constelación de raíces cercanas, una de las cuales, *sol-, nos dará en latín salus, de donde deriva en español salud. *Soles lo entero, lo unido.

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Los sentidos que difunden todas estas palabras parecen referirse al bienestar y a la satisfacción, a lo protegido y cubierto, dentro de un


Otras lenguas indoeuropeas observan derivaciones paralelas, como el sánscrito sarva: todo entero. Y de la misma raíz desciende en griego holos: todo entero, completo, intacto. Una expresión típicamente griega es ygiés kai holos: “con salud e intacto”, equivalente a nuestro “sano y salvo”. Le está relacionado houlé, como vocativo, que significa, previsiblemente: ¡salud! En inglés, health (salud) y whole (total, totalidad) también descienden de esta raíz. La referencia que transmiten las palabras derivadas de *sol apunta al estado de algo que es firme, estable, y así se conserva, y por lo tanto “está bien”. *Sol se relaciona asimismo con solidus, que originalmente significa lo uno, unificado y por lo tanto compacto, entero, consistente, no disgregado, firme y robusto; por su parte, sollus es entero, íntegro: y salvus es entero, sano y salvo; de allí provienen nuestro saludar, salvar, salva y salvia (planta que posee propiedades medicinales). Nuestra

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salud, por lo tanto, señala en su origen el estado de aquello que se encuentra físicamente entero. Y finalmente, lo solidario es aquello que resulta de juntarse con otro para hacer un uno nuevo. La noción de bienestar en sánscrito también revela parentesco con las raíces indoeuropeas en s. Así, se presentan las formas suastha, suasthya, relacionadas con la forma verbal su-asti: estar bien (su: bienestar; buena suerte; asti: estar). De allí nos viene la tristemente famosa esvástica: svastikam, compuesto de su-asti-kam). “¡Swasti!” era una antigua forma de saludo y buen auspicio: “¡que estés bien!”. El sánscrito sahy-as significa fuerte, vigoroso y el verbo sakâmi, relacionado, quiere decir puedo, “tengo fuerza suficiente para resistir”.

Griego Como se ha dicho, la raíz indoeuropea de salud en griego (ygíeia) está compuesta por su-: bueno y gwei-: vivir, es decir que como punto de partida se encuentra la noción de vivir una vida buena; el término acabará por derivar entre nosotros como higiene. Los diccionarios nos aclaran que la higiene es el conjunto de reglas y de prácticas que tienden a mantener el cuerpo en buen estado físico y evitar las enfermedades.


Pero si nos atenemos a la acepción común de esta palabra en nuestros días, este es un típico caso de reduccionismo semántico, mediante el cual vivir o estar bien se analoga exclusivamente con la idea o exigencia de absoluta limpieza. En consecuencia, todo lo sucio es causa de enfermedad. Esta interpretación puritana se ve cuestionada por las tendencias psicoanalíticas, que ven en la obsesión por la limpieza un reflejo patológico de temor a todo contacto con el medio ambiente. Pero notemos que en medicina también se preserva el sentido originario más amplio: una expresión tan clásica como higiene mental no implica, naturalmente, ninguna alusión a detergentes o escobillones, ni a ninguna fobia obsesiva en materia de limpieza. También existía en griego érromai: ser sólido, estar bien de salud. Al fin de las cartas se colocaba como deseo para quien la recibía: érroso (es decir, “que te encuentres bien de salud”). Rome significaba fuerza, vigor y probablemente estaba relacionado con roomai, lanzarse con vigor, mostrar ardor.

nístico sino como la plenitud del existir, vivir bien. Este sentido no era aplicado al grupo sino al individuo. Por otro lado, o en segunda instancia, el desarrollo del individualismo, de la centralidad de la razón y del dualismo platónico, conduce en Grecia a una nueva concepción del hombre, dicotómica, compuesta por cuerpo y psiquis, y a una parcializacion de la noción de salud, restringida ahora al cuerpo, al organismo, estudiado, comprendido y tratado racionalmente, por especialistas. Entonces la salud, incluso cuando se utilizan con ese significado términos tradicionales que asumen nuevos sentidos, comienza a entenderse exclusivamente como el estado sano de los órganos, que en su conjunto constituían un organismo fuerte, capaz de cumplir con sus funciones.

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Vemos entonces que Grecia conserva por un lado el sentido básico indoeuropeo, ygiés, higiene: bien-estar, no en el mero sentido hedo-


Latín En latín, como ya hemos visto, salus –nombre derivado del adjetivo salvus: entero, intacto– significa salud, buen estado de salud; solidez, firmeza y también conservación, salvación. El concepto también se extiende al ámbito de lo moral. Fórmulas corrientes de saludo entre los romanos eran: salvus sis, salve, salveto (“que estés o estéis sanos”).4 Vemos entonces que para quienes acuñaron en primera instancia el concepto de salud, esta se refería a una cierta integridad o totalidad alcanzada por el organismo en armonía consigo mismo. Los romanos reformularon la idea de salud como solidez, estabilidad; valores fundacionales romanos, imperiales, arraigados en la ley y la norma, lo normal. Por su parte, la visión helénica, racionalista, había hecho de la inmovilidad la perfección: Dios inmóvil e ideas divinas perfectas, igualmente inmutables. Visión que, heredada por Roma, hace A LA ESCUCHA DEL CUERPO

de la estabilidad, el orden, el valor básico, tanto en lo social como en lo individual, y en lo corporal. La salud no se define ya como vida buena y feliz sino como organismo sólido, firme, integrado; “normal”, es decir, de acuerdo con la norma. También contamos en latín con los verbos aveo, haveo: alegrarse, gozar de buena salud, ser próspero, sentirse bien. De allí las formas imperativas de este verbo que se utilizaban para el saludo: ave, avete, que empleaban los romanos al saludarse por la mañana. Se encontraban asimismo inscripciones con estas fórmulas en las tumbas, para invitar a quienes pasaban a saludar a los muertos. Otra expresión relacionada era valetudo: buena salud, que pasó a significar más tarde, en forma neutra, estado de salud, buena o mala; curiosamente, de este modo, por un deslizamiento semántico, acabó por volverse sinónimo de enfermedad. De allí la expresión: enfermo valetudinario, es decir, crónico. Provenía esta palabra del verbo valeo: ser fuerte; estar bien de salud. Naturalmente, a la misma familia perteneuriosamente, la tradicional yerba mate Salus ostenta con ironía su nombre entre nosotros, ya que como se recordará, fue tratada por los jesuitas de las misiones guaraníticas como hier ba demoníaca que inducía a los indígenas a los mayores vicios y, en consecuencia, prohibida. ¡Hermosa reivindicación histórica! Se sabe que, como la coca, el mate tiene efectos energi zantes muy adecuados en zonas pobres de alimentos.


ce convalecer. Vale, como saludo, significaba “que estés bien de salud”, fórmula de adiós, hoy día es empleada con el mismo significado por los españoles. El origen indoeuropeo, *wal-: ser fuerte, o *g(h)al, que significa poder y fuerza, en germánico deriva en waldan: gobernar, y deriva asimismo en otras lenguas indoeuropeas con el significado de dominar, poseer. Validus, obviamente relacionado, significa fuerte, robusto, que tiene buena salud, sano; resistente, sólido; violento, impetuoso. Lo contrario se señala como invalidus. La salud es vista aquí como el buen estado funcional del cuerpo, del individuo capaz de cumplir con sus funciones en la sociedad. Notemos entonces que en Roma el término central, que además será crucial en la mayoría de las lenguas indoeuropeas, es precisamente el de salud, que conserva en parte sentidos tradicionales, derivados del *sol indoeuropeo, pero que irá tendiendo cada vez más a definirse

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con referencia exclusiva al cuerpo, como la integridad de los órganos, la presenta el núcleo de la cultura romana, y se desarrolla paralelamente a lo que ocurre con la designación del que cura las enfermedades como “médico”, alguien que toma medidas desde lo exterior, aplicadas al individuo por la autoridad de una tradición que hace de lo físico el eje principal de su atención.

Español En español, como lo señala el drae, la salud se define en primer lugar como: el estado en que el ser orgánico ejerce normalmente todas sus funciones, así como el buen estado general, de estabilidad, físico o moral de cualquier ser vivo o colectividad, en expresiones como “la salud de la nación”. Extendido a la esfera religiosa, el término puede significar asimismo estado de gracia, así como salvación después de la muerte. En la esfera de la cortesía, “¡salud!” es una manera de

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solidez, la estabilidad física. Esta nueva definición responde a lo que re-


anunciarse o de recibir a alguien, expresando un deseo de bienestar; es asimismo la fórmula consagrada para el brindis. “¡Por la salud de...!” es la expresión que se completa con un nombre para rogar patéticamente o para asegurar o jurar una cosa.

Salvar, derivado de salud desde el latín, significa librar de un gran peligro a alguien, y también evitar que algo importante se pierda. Es mantener entero, “sólido” a alguien o una cosa. Ante esta noción de la salud, cabría imaginar que el antónimo, la enfermedad, debería expresar algo relacionado con la desintegración; pero en general los términos que designan la enfermedad, como hemos visto, no lo hacen, salvo los derivados del latín morbus, que muy probablemente está relacio-

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nado con mortero, martillo, y acaso, pero no claramente, con muerte.

Una interesante familia de palabras Salud, una noción densa y básica, proviene de una familia cuyos miembros pueden resultar insospechados; aparte de los que ya hemos considerado, encontramos saldar (liquidar, pagar completamente una deuda), soldar, sueldo (moneda sólida), soldado (mercenario, guerrero a sueldo), saludar. Pero a poco de reflexionar encontramos el hilo de estas asociaciones: saldar, soldar, sueldo y soldado tienen todas que ver con la solidez del metálico. Saludar es desear salud a la persona a quien se dirige la expresión ¡ave!: que estés íntegro, que goces, que tengas fuerza; ¡salve! por la mañana, al encuentro; ¡vale! por la tarde, como despedida. Aquí corresponde una breve digresión. Cuando se habla de palabras performativas, que “hacen lo que dicen” –como “¡juro!”, que implementa lo que se está diciendo– vemos, a la manera del filósofo italiano Virno, que “¡salud!”, originalmente una expresión de deseo con la que se deseaba buena salud al saludado, pasó a ser un performativo. En efecto, decir “¡salud!” se ha vuelto simplemente “saludar”, expresión de cortesía, apertura formal del diálogo, muestra de buena voluntad al encontrarse, expresión del gusto por el encuentro. Lo importante no es lo


que significa la palabra sino lo que hace de por sí. El sentido no lo da ya el significado literal ni etimológico de salud, sino la tonalidad de la relación, del encuentro en que los interlocutores empiezan diciéndose salud: diciéndose, no deseándose salud. De todos modos sigue siendo significativo que en el origen del saludo haya estado el desear la salud. Asociada con la misma raíz *sol que produce salud en español, tenemos la etimología de solo (latín solus), que es enigmática y polémica. Parecería –según el diccionario español de raíces indoeuropeas de Roberts y Pastor– que aparte de su significado de aislado (es decir, como una isla), se puede retrotraer a un antiguo reflexivo, y entonces querría decir, en su origen, no tanto aislado, como perteneciente a sí mismo, entero, consigo mismo, íntegro, puro; y el término se emparentaría de ese modo con sólido. Vista de este modo, la soledad no sería –etimológicamente hablando– un sentimiento romántico de abandono, sino la oportunidad de experimentar y disfrutar nuestra propia integridad por sí misma.

consolar, confortar, como lo señala el diccionario de María Moliner. Es decir, parecería que la lengua ha dado primitivamente a solo valores positivos que luego se nos han ido olvidando con el correr del tiempo y distintas ideologías. En cuanto al griego, holos, entero, intacto, que como ya hemos dicho, deriva de *sol-, se reencuentra en español en holograma, holocausto (quemado en su totalidad), hológrafo (testamento escrito enteramente a mano) y católico (universal). Mientras en latín salus es buen estado de salud, salvación, conservación de lo que se tiene o se es, así como medio de salvación, buena moral y saludo, el español restringe esta gama de significados. Salud es un término referido fundamentalmente al buen estado físico del organismo de un ser vivo, hombre o animal (aunque no de una planta), y secundariamente aparece como modo familiar de saludo o de brindis. Más tarde el término se volvió ambiguo para expresar simplemente “estado de salud”, en lo negativo o positivo: buena salud, mala salud. Pero como podemos ver, de por sí, etimológicamente, “mala salud” es una expresión

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Es interesante además que la palabra solaz, es decir, placer, consuelo, provenga de solus en latín, y que este también haya dado solari,


contradictoria: la traducción literal sería “mal estado sano”. La palabra salud, por sí sola, connota bienestar, euforia, fortaleza, fuerza vital. Resumiendo, parecería que desde un origen indoeuropeo referido a aquello que es sólido, firme y estable, el sentido se preserva en latín con el significado de salud como estado de aquello que se encuentra entero e íntegro, con las concomitancias morales correspondientes. De salud no se deriva directamente un adjetivo; el correspondiente sería sano, del que nos ocupamos más abajo, pero salud y sano no dicen lo mismo. Salud sigue designando de alguna manera también la salud en sentido total, como en el indoeuropeo original, por eso podrá utilizarse el término para saludar, para desear al otro el pleno bienestar. Malsano y enfermo tampoco tienen la misma extensión, ya que el primer término se refiere a algo nocivo y el segundo, en cambio, significa

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alguien privado de salud o disminuido en ese sentido.

Sano El antónimo de enfermo es sano: no existe, sin embargo, un adjetivo derivado de salud que signifique sano, ya que saludable o salutífero no tienen el mismo significado ni connotación. Se dice “sano y salvo”, pero precisamente porque salvo agrega algo a sano: aquello que ha escapado intacto de un peligro o amenaza. En latín, sanus significa sano de cuerpo o de espíritu. Con frecuencia se emplea asimismo unido a salvus. El adverbio sane se usa también como inten-sivo: sane bene. Sanitas es salud; el verbo sano, sanare, curar; sanatio, sanator, sanatorius tienen sus obvias correspondencias en español. Por otra parte, insanus significa malsano, enfermo; casi siempre se usa con sentido de insensato, loco. En el caso de sanus, los etimólogos reconocen que no hay un origen cierto de la palabra. Podemos arriesgar que en griego ocurren secuencias fónicas con ciertas semejanzas y significados afines: soos (sano y salvo, en buena salud) y sozo (salvo, conservo, aseguro). Se le relaciona sôter, saoter: salvador, título que se otorga a Cristo (soteriología es la ciencia que se refiere a la doctrina de la salvación). Soxo significa conservo sano; y sokos es fuerte, poderoso.


Lenguas germánicas y celtas Si pasamos ahora a las lenguas germánicas, encontramos que en inglés (según el diccionario etimológico de Ayto), health, etimológicamente, es el estado de quien está entero. Proviene del adjetivo germánico prehistórico khailaz, asimismo antepasado del inglés moderno whole (entero, intacto; sano, ileso); heal viene del mismo origen. Cabe comparar, semánticamente, el hebreo shalom, que también significa completud, totalidad, salud, paz: deriva de la forma verbal shalem (estuvo completo, seguro). Lo mismo ocurre con hail, saludo, llamada; como interjección significa ¡salve!, ¡salud! El verbo hail, convocar, está estrechamente emparentado con hale (sano, robusto, fuerte) y con whole. Como adjetivo, hail significa sano, saludable (conservado en wassail, literalmente “que estés sano”). Es un préstamo de heill, equivalente escandinavo antiguo del inglés whole y hale, emparentado con healthy. Y se emplea como un brindis o saludo al beber (como en español “¡a tu salud!”).

landés antiguo, slan: bueno, saludable; en alto alemán antiguo, salig: afortunado, feliz, dichoso; en lenguaje germánico eclesiástico, bienaventurado; y en holandés, zalig: feliz. Como vemos, estas palabras difunden cierto calor y alegría que se relacionan fácilmente con nuestra experiencia de la salud. Curiosamente, el inglés medio desarrolló, a partir del mismo origen, seely, que dio lugar a silly: bienaventurado, beato, piadoso, inocente, inofensivo, digno de compasión, débil, y finalmente “de mente débil”, imbécil. (Carente entonces de un término para feliz, el inglés recurrió a happy). En inglés tenemos sound, abreviación de inglés antiguo gesund, adjetivo derivado del sustantivo sunt, gesundt, que se encuentra en escritos médicos. En alemán, por otra parte, encontramos gesundheit, del sustantivo sunt; su probable etimología apunta al latín sanus, con el que parece estar relacionado, asimismo, el alto alemán suona (satisfacción, contentamiento, complacencia). También forma parte de la misma familia gasuntida: prosperidad, cuyo sinónimo es heil, término normalmente preferido. El alemán genezen, estar bien, junto con el gótico ganisan,

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Como raíz posiblemente emparentada con *sol, encontramos *sel, que significa estar de buen humor, favorecer. De allí provienen, en ir-


salvarse, se asocian al sánscrito nas-, asociarse con, unirse amorosamente a, con el griego néomai, regreso, y con nostos, volver a casa; todos ellos, probablemente, provenientes de una raíz indoeuropea *nes, con un sentido original de regreso seguro. Esta conexión de la curación con un retorno a lo familiar, a la reunión con los seres queridos, aparece como una metáfora natural y feliz de lo que efectivamente experimentamos cuando nos restablecemos. Al reconsiderar esta ronda etimológica, parecería que la forma primera de concebir lo que hoy llamamos salud, noción pregrecorromana y premoderna, presente ya en sánscrito y en griego, en términos como suasti, ygiés y derivados, es la de estar bien, bienestar, que en esta expresión tan general se identifica con “el bien”, y no se circunscribe al estado físico de salud sino a todo lo que constituye el bien para una persona: buen estado psicosomático, buena relación con los demás,

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buena relación con el medio, con la Naturaleza. En Brasil –usanza que copiamos– se sustituye el “¡salud!” por el expresivo “¿tudo bem?”, expresión de deseo de que al saludado le vaya bien, en todo. Una segunda forma de concebir la salud es la expresada en latín con valetudo y en griego con érromai, términos relacionados con la fuerza, el vigor, asociados asimismo con poder, dominio, posesión, ardor en la batalla. Resulta difícil no vincularlos con una cultura guerrera, conquistadora, “viril”, del tipo griego y romano. Esta concepción racional grecorromana, que es también la científica moderna, apunta ante todo a la integridad corporal, al organismo sano, entero, sólido, firme. Otra forma, la tercera, es salus: es la que desde Roma se impuso en todas nuestras lenguas romances, nacida de la idea, la preocupación por la conservación, la estabilidad, la consistencia, que resulta imposible desvincular de la cultura romana y su paradigma político de orden y equilibrio. Característica que también aparecía en la forma de nombrar a la medicina, no ya como ayuda, cuidado, servicio, sino más bien como aplicación de medidas preexistentes para regularizar una condición alterada por la enfermedad. Como estado firme, sólido, caracterizado por la estabilidad, esta noción representa una negación que excluye en forma abso-luta la “enfermedad” (debilidad). En la etapa moderna esta negación se acentuaría hasta volverse totalmente incompatible con el dolor.


En el mundo contemporáneo, finalmente, como veremos enseguida, puede concebírsela como estado o equilibrio inestable, es decir, como capacidad de enfrentar riesgos y de cambiar; incluye el dolor indisolublemente asociado con la inestabilidad, y la inestabilidad-enfermedad como posibilidad de transición a un estado nuevo, motor del crecimiento. Tanto la noción de salud prerracionalista como la posracionalista desconocen fronteras claras entre salud y enfermedad; porque la salud no es para premodernos y posmodernos algo sólido y estable, ajustado a normas, sino algo tan incierto como el conocimiento mismo (o tan móvil como la vida nómade).

El síndrome del síndrome El hombre, ese animal enfermo. Hegel

objeto de especulaciones no siempre saludables. Avanzando sobre los mecanismos preventivos naturales destinados a afianzar el estado de salud de la población, han ido apareciendo, en los últimos años, oleadas de síndromes siempre renovados con que suele intimidarse a los incautos dispuestos a comprar los últimos adelantos medicinales para aplacar una conciencia hipocondríaca. Si nos ocupamos aquí de este fenómeno, es porque la clave central de la difusión de estas nuevas enfermedades consiste en la habilidad publicitaria para familiarizar al gran público con los nombres de estos nuevos flagelos, conjuntamente con los nombres de los medicamentos destinados a combatirlos. Síndrome es un vocablo de procedencia griega en el que aparece una raíz *drem y su variante drom-o, con el significado de correr, avanzar, marchar. Así tenemos hipódromo, aeródromo, dromedario. En síndrome este elemento se interpreta figurativamente, como el conjunto de síntomas que concurren en un determinado diagnóstico. Un libro

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Aparte de las definiciones diversas a que da lugar, la salud es también

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de Jörg Blech, publicado por Imago Mundi, enumera los síndromes últimamente desarrollados, en particular por la industria química, con la diligente colaboración de los grandes laboratorios multinacionales. Blech recuerda el dicho de Voltaire, según el cual el arte que practican los médicos consiste en entretener al paciente hasta que la naturaleza lo cure. En la actualidad, sostiene Blech, se ha invertido la situación: la medicina como mercancía, englobada en el mercado, inventa y propone enfermedades que ocupan la atención de los pacientes hasta que, providencialmente, se encuentran los remedios que solucionan las supuestas afrentas de la naturaleza. El lema de esta vasta campaña es el del célebre Dr. Knock, personaje creado por Jules Romains: “Toda persona sana es un enfermo que ignora que lo es”. Entre las enfermedades recientemente acuñadas, se encuentra la narcolepsia, asociada a repentinos ataques de sueño; el síndrome de

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Sissi, típico de pacientes depresivos que sin embargo adoptan un comportamiento activo y positivo ante la vida; el síndrome del tigre enjaulado, que afecta a padres excesivamente fatigados por sus hijos; la hiperhidrosis, que consiste en la enojosa costumbre de sudar demasiado; la depresión del paraíso, o bien la Leisure Sickness, incapacidad patológica de gozar del ocio; el trastorno de la alegría generalizada, que consiste en el comportamiento opuesto; la fobia social, una forma virulenta de la timidez; el síndrome de déficit de atención e hiperactividad, que ataca a los niños inquietos. Para dar un solo ejemplo de esta curiosa situación, el colon irritable, catalogado en sus comienzos como un malestar muy general, frecuente en las mujeres, y considerado en general como un trastorno psicosomático, fue promovido a enfermedad significativa. La panacea para este mal, denominada Lonotrex, fue anunciada mediáticamente a través de una vasta campaña, lo que no pudo impedir, sin embargo, que la Food and Drug Administration (FDA) de Estados Unidos retirara el medicamento del mercado, por sus graves efectos secundarios. Aun cuando se permitió su reingreso bajo condiciones muy estrictas, la FDA se sintió obligada a advertir que dicho síndrome sólo alcanza gravedad en una cifra inferior al 5% de todos los casos. Este tipo de situaciones ha dado lugar a la expresión inglesa “disease mongering” (tráfico de enfermedades)


referente al lanzamiento comercial de productos médicos insuficientemente avalados por las seudoenfermedades que pretenden curar. La curiosa idea de generar una demanda y estimular a los creadores de opinión entre los médicos para detectar una enfermedad y recetar su correspondiente medicamento está más difundida de lo que generalmente se cree. Particularmente graves son los efectos de esta actitud en el terreno psiquiátrico. El síndrome premenstrual, por ejemplo, considerado dolencia grave y rebautizado como disforia premenstrual, dio lugar a un reciclamiento del Prozac una vez que la patente expiró. “Personas que no estaban enfermas en absoluto tomaban Prozac para sentirse más que bien”. El trastorno de ansiedad social ha llegado a ser la tercera enfermedad psiquiátrica en los Estados Unidos; se manifiesta, entre otros síntomas, como la tendencia a ruborizarse o temblar en situaciones embarazosas. De este modo, las estadísticas de personas afectadas por algún trastorno mental se han elevado considerablemente, y en consecuencia, canzado también proporciones inesperadas. El Ritalín, que se aconseja para niños particularmente inquietos, se ha convertido en una droga adictiva para algunos. Y además el síndrome de hiperactividad y déficit de atención (SHDA) se extiende ahora a los adultos. El fabricante de Ritalín proclama con entusiasmo: “SHDA, una fiel compañía durante toda la vida”. Ha habido sin embargo cierta vacilación en la descripción de la dolencia que requiere su aplicación, desde la muy vaga que indica “trastorno de comportamiento funcional” hasta la grave precisión de “trastorno hiperkinético”. Más grave aún, sin embargo, es el hecho de que ningún procedimiento radiológico conduce a diagnósticos que distingan el cerebro de los niños normales del de los hiperactivos. Y no es precisamente regocijante, tampoco, el hecho de que entre los efectos secundarios del Ritalín se cuenten el insomnio y la manía persecutoria. Francis Fukuyama considera que este tipo de drogas no representa sino un medio para el control social. Quienes se consideran víctimas del síndrome pierden toda responsabilidad, y padres y profesores alivian su carga al respecto. Un problema de educación y comunicación

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las ventas de los medicamentos adecuados para su tratamiento han al-

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generacional se ve así medicalizado y desnaturalizado, en pro de una paz social y doméstica totalmente artificial. Esto es lo que ha logrado la cultura del síndrome.

La mano y el ojo La proliferación de medicamentos innecesarios para enfermedades inexistentes no es el único escollo que enfrenta la medicina contemporánea en su afán de asegurar el progreso en el logro de la salud. Aquí aparece el problema de la hipertrofia creciente de lo tecnológico en la administración de los cuidados médicos. Un declive notable entre la medicina practicada en tiempos clásicos y en la época moderna es el progresivo pasaje de la mano al ojo como instrumento privilegiado de exploración y diagnóstico. Autopsia, necropsia, biopsia son todos térA LA ESCUCHA DEL CUERPO

minos que –provenientes del griego– señalan la presencia del ojo en el examen clínico: el elemento op- que allí se encuentra es el mismo con que se inicia la palabra óptica y también se manifiesta, con variación fonética previsible, en oftalmología. Es un largo camino el que va de la mano santa al ojo clínico. La primera expresión denota confianza, una confianza elemental en el poder del contacto sanante de piel a piel; mansedumbre es un derivado de mano, porque eran mansos aquellos animales que se dejaban acariciar. Pero la vista es el más intelectual de los sentidos, aquel que nos comunica con las estrellas, pero también el único que no permite asociaciones con el verbo sentir. Sentimos una música, un perfume, un contacto, un sabor; pero con la vista sólo captamos (capturamos, cazamos) imágenes; no las sentimos. La vista es un sentido predatorio, cerebral, orientado a ubicar, distinguir, clasificar, antes que a la fusión emocional con lo que percibimos. Magdalena, en la escena de la resurrección de Cristo, no lo reconoce por la vista, sino por la voz. En el Medioevo la Iglesia prohibía la disecación de los cadáveres; sólo cabía examinarlos embalsamados. Fueron las universidades del norte de Italia las que realizaron las primeras autopsias autorizadas. Esta ruptura con el ordenamiento eclesiástico tuvo visos de especta-


cularidad, que sugieren una atmósfera de desafío: los lugares donde se realizaban las autopsias se llamaban theatrum anatomicum; gentes del común asistían junto con los médicos, y no faltaban vino, cerveza y dulces. En la parte inferior había una mesa giratoria especialmente instalada, a la luz de velas y antorchas, y el público observaba desde las gradas dispuestas alrededor. Las autopsias podían durar hasta cinco días, y para su realización los verdugos solían suministrar los cadáveres de los condenados a muerte. La gran victoria de la vista como timón fundamental de la investigación clínica se manifiesta con las primeras autopsias realizadas públicamente. Es también la gran victoria de la ciencia y la universidad contra una Iglesia recalcitrante, que defendió el derecho al pudor íntimo de los cadáveres con apasionada tenacidad. Era, en realidad, toda una concepción del ser humano y del cuerpo lo que se debatía, no sólo ese pudor. Entregado a la mirada implacable de doctos y discípulos, y también, yeurista de sensaciones morbosas, el cadáver (palabra cuya raíz latina es cadere, caer) descendía abruptamente desde su condición de ciudadano digno, protegido por honores y mortajas en su destino de viajero a un mundo espiritual superior, a una simple cosa-máquina, burdo instrumental didáctico, conjunto de vísceras entreabiertas, espectáculo de corrupción y repugnancia; pero también, señal clara del camino de las enfermedades que lo habían devastado previamente. Los cuadros de Rembrandt y de Mantegna traducen con estremecedora exactitud esa mezcla de horror y fascinación que hubo de envolver las primeras autopsias. Los cuerpos sometidos a violentos escorzos, enanizados por una perspectiva despiadada, parecen muñecos descuartizados, títeres patéticos inmolados ante un saber tan nuevo como inclemente. El médico no se siente interpelado por ningún deber especial de compasión ante ese cuerpo inánime que ya no tiene acceso a ninguna curación; con toda comodidad hurga, abre y destripa, sin peligros ni quejas que obstruyan su camino. El sufrimiento anterior da paso a un humanitario sacrificio, ofrenda pedagógica en pos del bienestar de la posteridad. El diálogo ya no se realiza de persona a persona sino entre

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en los primeros tiempos, a la de un público que no ocultaba su afán vo-

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una madeja de órganos camino a la corrupción y una mirada ávida dispuesta a arrancarle sus secretos antes de que sea demasiado tarde. Como lo señala Foucault, “la clínica es el primer intento, desde el Renacimiento, de formar una ciencia únicamente sobre el campo perceptivo y una práctica solamente sobre el ejercicio de la mirada”. Pero la justificación existe: “el análisis de la enfermedad no puede hacerse sino desde el punto de vista de la muerte” ya que “no es que el hombre muera porque ha caído enfermo; es fundamentalmente porque puede morir, por lo que el hombre llega a estar enfermo”. Es así como “percibida con relación a la muerte, la enfermedad se hace exhaustivamente legible, abierta sin residuo a la disección del lenguaje y de la mirada”. Pero no es sólo la mirada clínica la que se abre paso con la legitimación de la autopsia: pensemos en operaciones tan inauditas en aquella época como los transplantes de órganos. Una mutación profunda se ha operado en el campo de la medicina, que dio lugar a un progreso cienA LA ESCUCHA DEL CUERPO

tífico indetenible. Pero este ha sido posible sólo gracias a una nueva y atrevida filosofía, que replanteó de forma radical el lugar del cuerpo en el mundo, y el de la medicina, definitivamente separada de la teología, entre las ciencias del conocimiento. La misma palabra autopsia parece señalar, en su extraña composición, este avance triunfal y avasallador de la vista sobre la escena clínica; victoria que es también la del médico sobre el cadáver, la de la medicina sobre la muerte. Notemos que para realizar una autopsia, para dar paso a la mirada clínica más absoluta y penetrante, se hace necesario previamente cortar, irrumpir, perturbar tejidos y órganos bajo la acción del escalpelo. Pero la palabra, el nombre de la autopsia en sí mismo, omite el trámite cruento: se trata solamente de un ojo que espera mirar, y mira y se apodera ávidamente del secreto de un cuerpo inanimado, incapaz de resistir su violación póstuma. “Visión con los propios ojos”, aclara el diccionario de María Moliner. Pero ¿de quién son propios los ojos? Claramente, no del difunto. Son los ojos del médico, a quien se le da por fin el privilegio de asistir a un espectáculo donde él, viviente y analizante supremo, opera, actúa y analiza sobre una materia inerte y obediente, sin el pesado trámite de las prohibiciones de la Iglesia o las quejas del enfermo. “Con mis propios


ojos”, dice en su mismo nombre la autopsia, como el criminal confeso diría: “con mis propias manos”.

El debate moderno Una definición institucional La Organización Mundial de la Salud (OMS), define la salud como el estado de perfecto bienestar físico, psíquico y social, y no sólo como ausencia de lesión o enfermedad (aun cuando en ocasiones sea necesario reparar lesiones para obtener la salud). Entiende el bienestar simplemente como aquella situación en que el paciente “se siente bien”. Como puede apreciarse, el problema más importante de esta definición es su restricción a los aspectos meramente animales o hedónicos de la vida humana. La atención sanitaria, si se sigue esta idea de la OMS, tendría un obmecanicista, como se realizan en el taller los arreglos de los coches), y conseguir que el paciente se sienta a gusto. En este último objetivo, los médicos con un poco de sentido común incluyen, como en un cajón de sastre, todos los demás aspectos de la vida humana (algo parecido a lo que ocurre con la expresión “calidad de vida”). El empleo del término bienestar se vuelve así peligrosamente equívoco. De esta falta de precisión terminológica, podemos concluir, se sigue buena parte de la confusión imperante en los artículos científicos a la hora de teorizar sobre la salud. La definición de la OMS ha sido criticada, entre otros, por R. S. Downie, como excesivamente ambiciosa, aun cuando parecería apuntar en una dirección acertada. Notemos para empezar que ciertas enfermedades, en particular aquellas que presentan síntomas leves, pueden no ser percibidas como tales por quienes las sufren; y asimismo es posible experimentar malestares como náuseas, jaquecas, etc., sin que se presente claramente ninguna enfermedad o desorden. Es obvio que es una definición sesgada, y potencialmente generadora de una atención clínica mala: si el médico ejerce su profesión para

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jeto parecido al de la veterinaria: arreglar las lesiones físicas (de modo

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que el paciente se sienta bien a toda costa, el resultado sería la atención médica que se describe en Un mundo feliz, de Aldous Huxley, y la solución total a los problemas humanos, una droga como el Soma, que produce bienestar sin causar resaca. Dentro de un esquema semejante, la medicina debería procurar la muerte del que sufre, si no puede conseguir el pleno bienestar, solución que lleva rutinariamente adelante la veterinaria, pues esta sólo persigue la integridad física y el bienestar. Quienes defienden la definición de salud de la OMS no coinciden en general con esta interpretación. Además, ciertas condiciones físicas inaceptables para quienes las experimentan pueden no ser resultado de enfermedades, sino de los achaques normales de la vejez. Tampoco la anormalidad es un criterio decisivo porque existen incapacidades o deformidades que pueden considerarse anormales sin que la persona que las sufre se encuentre

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necesariamente enferma. Por lo tanto, puede no ser suficiente ni necesario definir la enfermedad –lo contrario de la salud– como una compleja combinación de estados (anormales, indeseables o invalidantes) del sistema biológico, que deberían ser tenidos en cuenta. Aquí se abren paso concepciones relativistas, que subrayan la necesidad de una visión plural en cuanto a lo que cabe interpretar como perfecto bienestar, palabra de contornos un tanto limitados, que para muchos huele acaso a convenciones excesivamente burguesas. Un atleta, un esquizofrénico, un ejecutivo aquejado de estrés, una mujer embarazada, un obrero explotado tienen aspiraciones y definiciones muy distintas en cuanto a bienestar y buena vida se refieren; lo mismo ocurre si tenemos en cuenta la situación de un niño, un adolescente, un adulto o un anciano. Incluso la definición uniforme y taxativa de lo que debe entenderse por “buena vida” puede llevarnos involuntariamente a una suerte de despotismo ilustrado. También los caminos de la curación exhiben una amplia gama de diferencias. Como dice Downie: en términos religiosos, la curación no es sólo un proceso de regeneración de tejidos, asistido en ocasiones por la ayuda médica, sino todo aquello que resulta en una mayor integridad o totalización del


espíritu humano. No sólo los gestos formalmente religiosos, sino la naturaleza, la música o la amistad pueden ser agentes de recuperación. Un paciente, físicamente dependiente, que ha hecho las paces con su vida anterior frente a la proximidad de la muerte, puede muy bien sentirse (y nadie está mejor ubicado que él para juzgarlo) mucho más cerca de una experiencia de totalidad que nunca anteriormente. Y una persona en semejante estado puede considerarse sana. Muchos piensan, como Eric Pearl, que la curación consiste solamente en remover aquellos obstáculos que nos separan de la perfección del universo. Acaso, desde este punto de vista, como él lo afirma, la vida puede verse como una enfermedad cuya única curación es la muerte. Sin alejarnos necesariamente en tanto misticismo, cuando consideramos que el gran público, a través de la TV, se ve expuesto a imágenes de la salud –traducidas como supuestos modelos de belleza física– tan monstruosamente diferentes como las de un atleta exhalandelo anoréxica a punto de extinguirse, comprendemos hasta qué punto es imposible instalar una noción de bienestar o vida buena o equilibrada como pauta universal. Nietzsche señalaba que no había una definición absoluta de salud y que todos los intentos al respecto han resultado miserables fracasos, ya que lo que la salud significa para nuestro cuerpo depende del propósito, el horizonte, les energías, los impulsos, los errores y, antes que nada, de los ideales y fantasmas de nuestra alma. Hay, según él, innumerables maneras de salud, y cuanto más nos apartemos del dogma de la “igualdad de los hombres”, tanto más deberán nuestros médicos abandonar el ideal de una salud “normal”, valedera para todos por igual. Así llegará el tiempo de la reflexión sobre la salud y las enfermedades del alma. Lo que debe encontrarse es la virtud singular que hombres y mujeres encierran en sus almas, y esta dista de ser igual para todos; lo que es salud en uno puede ser lo opuesto en otro. Interesante en este sentido es la noción de Georges Canguilhem, que rechaza la idea de una armonía preestablecida entre organismo y mundo. Lo que caracteriza a la salud, nos dice, es la posibilidad de trascender la

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do machismo a través de sus músculos hiperdesarrollados, o una mo-


norma que define lo momentáneamente normal, la capacidad de tolerar desvíos con respecto a la norma habitual y de instituir nuevas normas para nuevas situaciones. En otras palabras, gozar de buena salud significa no sólo ser capaz de recuperarse de una enfermedad, sino lograr ir más allá de esa enfermedad. La salud es entonces una manera de enfrentar la existencia no como posesor o vehículo de ella, sino como creador de valores propios, estableciendo en ella normas vitales. Si interpretamos con nuestras propias palabras el pensamiento de Canguilhem, diríamos que hay dos concepciones básicas de salud, una estática y otra dinámica, una ajustada a la idea de inmovilidad como perfección y otra a la idea, la vivencia de la movilidad, el movimiento, el cambio, no como perfección sino simplemente como vida. Desde una perspectiva filosófica semejante, aunque no idéntica, podemos decir que salud, como bien, son abstracciones. La salud, como el

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bien –como el ser– es un proceso, una búsqueda, una apuesta. Así como el “bien” es distinto para cada individuo y para cada circunstancia, no hay frontera precisa entre salud y enfermedad. El cuerpo está en constante estado de equilibrio-desequilibrio; la digestión lo desequilibra, el clima y los agentes patógenos lo “atacan” constantemente y frente a ellos se defiende: estrategias normales de ataque y defensa, que definen un proceso cotidiano de batallar renovadamente hacia la vida.

Los nombres del retorno a la salud Resulta interesante, en este punto, un recorrido por los nombres que se les da a los diferentes procesos de recuperación de la salud, y las comparaciones que cabe establecer entre ellos. Terapia habla de servicio –ergoterapia, psicoterapia, terapia intensiva, terapia de grupo–; curación apunta más al cuidado personal –curador, curandera–; restablecimiento habla de un patrón objetivo al que conviene ajustarse para permanecer “establecido”. El vocabulario de los sanadores y de la sanación se aplica a un mundo alejado de la medicina oficial, y señala los poderes especiales de quienes ejercen capacidades consideradas generalmente como paranormales.


Guérir, guarire Especial atención merecen los términos guérir y guarire, del francés y el italiano, que significan curar. Provienen de una raíz indoeuropea *swer y de algunas de sus variantes como *wer, que significan prestar atención. Esta raíz, a la que ya nos hemos referido, tiene una rica descendencia, ilustrada por siervo (en su origen, el esclavo que estaba destinado a servir prestando atención, es decir, guardando y observando el ganado). En español, guardar es cuidar y en italiano guardare es mirar. En italianismo porteño “¡Guarda!” significa “¡Cuidado!”. En francés se derivan de la misma raíz garder y re-garder, guardar y mirar, que en cierto sentido significa guardar redobladamente la imagen que reciben nuestros ojos. (También tendremos, tanto en francés como en español y otros idiomas romances, los equivalentes a reservar, conservar, reverenciar y vergüenza, todos descendientes de esta raíz tan fértil).

Habíamos visto que en griego, therápon designaba al servidor que atendía con especial afecto y dedicación al amo a quien acompañaba como fiel escudero o seguidor. Aquí aparece la misma tendencia, apuntando fundamentalmente a las nociones de lealtad y fidelidad que pueden desarrollarse en un ambiente cuasi familiar. Auscultar es un término de origen tardío; aparece en español recién en 1850, y significa escuchar los sonidos que se producen en alguna parte del organismo, particularmente en las cavidades; por ejemplo, en el aparato respiratorio o en el corazón. Proviene del latín auscultare: escuchar, prestar oídos (aus proviene de auris, oreja, oído). Lo curioso es que auscultare se oponía a audire: oír, por ser el primero término de la lengua hablada, popular; es decir, ¡de un término latino popular se derivó un término español culto! De auscultare se generó ascultare, que dio ascuchar y luego escuchar. Como hemos podido observar, tanto la memoria del lenguaje como la realidad social y étnica preservan historias y prácticas de curación que permanecen, mezcladas con los progresos de la medicina. Así se

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Lo que nos interesa aquí es subrayar cómo, a través de muy distintas lenguas y expresiones, el lenguaje regresa las mismas imágenes.

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contraponen la razón moderna, capaz de considerar el cuerpo y la vida como simples objetos de investigación científica, y aquella fe antigua que vinculaba al hombre con todas las fuerzas cósmicas, procurando restaurarlo de acuerdo con una armonía general, con repercusiones espirituales y psíquicas en la existencia del paciente y de su grupo.

Inmunidad Muy interesante es la historia del término inmunidad. Para comenzar, tenemos una raíz indoeuropea, *mei- que significa cambiar, ir, mover, dar y recibir, con derivados que se refieren a un intercambio de bienes y servicios en una sociedad, regulado por costumbres o por ley; de allí derivan términos como mutare, cambiar, y mutuus, que califica al don

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recíproco. Notemos que *mei significaba también proteger, poner límites, construir cercas, fortificar. Munus, de la misma familia, es oficio, función, cargo, servicio: derivación posterior de un antiguo término, se utilizaba en latín para designar la misma realidad de intercambio: una relación intragrupal, pero no basada en la costumbre sino en la ley. Se trataba, en efecto, de la relación entre el que ocupa un cargo y sus subordinados. El cargo, por una parte, obliga a un servicio, pero además otorga beneficios y ventajas (ante todo reconocimiento, respeto y acatamiento). A su vez, los subordinados reciben el servicio, pero se comprometen a prestar reconocimiento y otorgar beneficios y ventajas a quien se encuentra a cargo. Desde este significado no es difícil derivar el de munusmunera: favores, regalos, y en particular, espectáculos públicos, como los combates de gladiadores. En la Roma imperial, a las obligaciones propias del cargo se añadió la de ofrecer espectáculos gratuitos al pueblo. Pan y circo eran condiciones que garantizaban el apoyo popular. De allí también las derivaciones: munificus: generoso; munificentia: munificencia. Palabras como municipal (de capio, captar, apropiarse de, y munus), o remunerar se desprenden de la misma raíz. Consideremos ahora immunitas, proveniente de im-munis (in: prefijo que indica negación). En latín, immunis era precisamente la


condición de quien estaba exento de la obligación de ocupar un cargo o de prestar un servicio. El uso se extendió a cualquier forma de liberación de una obligación: libre de impuestos, exento del servicio militar; en una palabra, privilegio, dispensa. También se extendía a la cualidad moral de quien evita las cargas, es decir, un perezoso. Por otra extensión, pudo pasar a significar exento de posibilidades de contagio, exento de enfermedad. En efecto, quien está inmune se exime de las posibilidades de contagio. En medicina, señala Mariano Arnal, se entiende por inmunidad la propiedad del organismo en virtud de la cual es capaz de oponerse al desarrollo en su interior de agentes patógenos. La inmunidad innata es la que ejerce de oficio el propio cuerpo, con su sistema de defensas naturales. Pero es en el campo de la inmunidad adquirida donde la medicina ha abierto un frente de combate contra los agentes externos portadores de enfermedades. Y paradójicamente la táctica defensiva no es la de cerrar a cal y canto el acceso a los virus y demás agentes patógenos (como del enemigo, de manera que tengamos garantías de que el cuerpo será capaz de dar la batalla y ganarla, creando de paso unas defensas o anticuerpos entrenados ya a resistir a la enfermedad cuando se presente por su propio pie. Fue capital en este proceso la observación de que había enfermedades infecciosas que no eran contraídas por quienes ya las habían padecido, aunque estuviesen en condiciones de ser infectados. Eran casos de inmunidad adquirida natural. Se trató, por tanto, de reproducir artificialmente esas condiciones, pero sin pagar el tributo que se cobraba la naturaleza (sólo una parte de los que padecían las graves enfermedades infecciosas sobrevivían a ellas). Así se inició el glorioso camino de la inoculación de virus atenuados, muertos, o en ínfimas cantidades (vacunación se llamó al sistema descubierto por Jenner, por haberse iniciado con la viruela a partir de virus procedentes de la vaca). La palabra inmunidad, en su sentido biológico, se acuña sólo después de Pasteur. El resultado fue espectacular; el mayor efecto de la inmunidad es que gracias a estas nuevas técnicas hemos dejado de pagar el altísimo tributo (munus) que nos cobraban las enfermedades infecciosas.

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en los quirófanos), sino la de permitir o facilitar la entrada controlada

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Contradicciones y enigma del placebo Es interesante recorrer la historia y los significados de placebo, un término que levanta no pocas polémicas en el ambiente médico en cuanto a su utilización e interpretaciones. De origen latino, su etimología nos indica que placebo es la primera persona del singular del futuro imperfecto del indicativo del verbo placeo, placere (agradar) y por lo tanto significa literalmente “yo agradaré”, “seré complaciente”. En su origen se trataba de un verbo impersonal: “parece bueno”,“agrada”. De ese modo se utiliza todavía en la diplomacia, cuando se concede el placet a un embajador, es decir, se lo considera persona grata. Como veremos, la historia de placebo está llena de malentendidos y curiosas contradicciones, como si se anticipara con ella el polémico estatus que ha adquirido en nuestros días. El término aparece escrito por primera vez en la Biblia latina, la Vulgata, en el versículo 9 A LA ESCUCHA DEL CUERPO

de un salmo que se numera como 114 (pero que en el original hebreo llevaba el número 116): “placebo domino in regione vivorum”, es decir, “Agradaré al Señor en la región de los vivos”, aun cuando originalmente significaba “caminaré en presencia de Yahvé en el mundo de los vivos”. Al parecer, se trata de la traducción errónea de un término hebreo original, halak: ir, caminar, andar; el versículo decía “caminaré, me moveré por la tierra de los vivos”, en el sentido de “seguiré vivo”, que en el contexto se refiere a la confianza en que Yahvé librará al salmista de la muerte. El traductor, posiblemente, tuvo como fuente un texto hebreo que, por un error del copista, en lugar de halak traía otro muy parecido, halal, que significa: alabar, encomiar, elogiar (aleluya es un compuesto formado con este verbo: halelú-ya, alabad a Yavé). A contrapelo del sentido original de festejo de la vida, el salmo con el versículo así traducido se incorporó en la liturgia católica como parte de los rituales para la celebración del oficio de difuntos. El versículo 9 constituía la antífona (cantada antes y después de la recitación del salmo) en la que la palabra inicial, placebo, resonaba con fuerza y fácilmente pudo servir en el lenguaje popular para designar el oficio de difuntos en su totalidad.


En el Medioevo, “cantar el placebo” era el nombre que se daba a la función que por un pago cumplían las plañideras en los entierros, llorando y celebrando a modo de cantilena las virtudes del difunto. Placebo asume entonces, como término de comparación, el sentido de acción realizada o dicho pronunciado con el solo fin de complacer. Sobre esta base, hasta el siglo xv se llamó placebo a quien, a semejanza de las plañideras –que complacen a quienes les pagan cantando loas al difunto–, alababa insinceramente a su superior, al maestro o al poderoso, por servilismo o para obtener sus favores. En medicina el término aparece mucho más tarde; hay constancia escrita en el siglo xviii (en el Motherby’s New Medical Dictionary), que define placebo en el terreno de la medicina como “método o medicación banal”; “un medicamento utilizado más para complacer que para ayudar al paciente”. Parecería que, como recurso utilizado por médicos, tuvo originalmente la finalidad de acceder aparentemente a las demandas de un paciente al que en realidad no se consideraba necesitado de meCon el tiempo, la palabra fue evolucionando, adoptando sentidos o matices diversos. Para el drae, placebo es una “sustancia que, careciendo por sí misma de acción terapéutica, produce algún efecto curativo en el enfermo, si este la recibe convencido de que esa sustancia posee realmente tal acción”. María Moliner dice en su diccionario: “Preparado farmacéutico desprovisto de principios activos, que puede producir algún efecto curativo en el paciente que lo toma si este está convencido de su eficacia. Se usa principalmente para comparar sus efectos con los de un medicamento que está en proceso de experimentación”. Del punto de vista médico, se fueron ampliando los conceptos de placebo y efecto placebo, ya que llegó a considerarse que “toda intervención terapéutica, incluido el placebo, tiene efecto placebo”. Ya en 1904, en una conferencia pronunciada en el Colegio de Médicos de Viena, Freud opinaba: “Sin que el médico se lo proponga, a todo tratamiento por él iniciado se agrega en acto, favoreciéndolo casi siempre, pero también, a veces, contrariándolo, un factor dependiente de la disposición psíquica del enfermo [...]. Según un dicho muy antiguo, lo que cura estas enfermedades no es la medicina, sino el médico, o sea

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dicación, complaciéndolo o calmándolo –pero mediante un engaño–.

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la personalidad del médico, en cuanto él mismo ejerce, por medio de ella, un influjo psíquico”. Reconociendo en la palabra el método más poderoso que permite a un hombre influir sobre otro, nada más natural que el esfuerzo del médico por predisponer el estado anímico del paciente más favorable para la curación, poder que deriva directamente del lugar que ocupa en la relación con el paciente: “Pero –añade Freud– la abolición de la libre elección del médico elimina una importante precondición de la influencia psíquica sobre el enfermo”. Extraña historia entonces la de los significados del placebo, que comienza en un salmo de festejo agradecido por seguir vivo, para ser luego utilizado para oficio de difuntos, volviéndose entonces sinónimo de entierro, que después designa a la plañidera oficiante en los velorios, que canta loas no porque tengan fundamento sino para complacer a los deudos. En calidad de tal, es buena metáfora para describir a cualquiera A LA ESCUCHA DEL CUERPO

que canta loas a otro no por convicción, sino para congraciarse con él. Y en virtud de este significado, pasa a ser metáfora de tratamiento o medicamento que se administra, no porque se crea en su eficacia, sino para complacer al paciente; de modo que el degradado placebo de la medicina acaba ennobleciéndose como recurso crítico para verificar la eficacia de los medicamentos. Y, más aún, es reivindicado como misterioso pero real agente terapéutico desde otra dimensión que no es la orgánica sino la psíquica. Porque el placebo no implica falta de efecto, como se lo suele comprender. Si bien hay pruebas en que la medicina logra más efectos que el placebo, hay también pruebas en que el placebo logra más que la falta total de medicina. Los informes científicos nos señalan que la medicina conoce desde sus inicios el poder del efecto placebo (que en algunos medicamentos, como las drogas para combatir la disfunción sexual, puede explicar hasta el 50% del éxito de un tratamiento). Y hoy, desde la psiconeuroinmunología, muchos malestares se podrían explicar por las conexiones nerviosas que generan los pensamientos negativos y terminan provocando una baja en las defensas, lo que a su vez facilita la aparición de la enfermedad. Sigmund Freud tenía razón: hay palabras que curan y pensamientos que matan.


En las antípodas del placebo se encuentra el nocebo, del verbo nocere, que significa dañar en latín. Nocebo significa entonces dañaré. Al respecto nos dice María Naranjo: Las supersticiones, como tales, están muy relacionadas con los tabúes. Un trabajo del antropólogo Claude Lévi-Strauss demostró claramente su efecto al documentar cómo aborígenes se enfermaban y hasta morían luego de consumir un animal prohibido. El poder del tabú, muy relacionado con el llamado efecto nocebo (como su nombre lo indica, contrario al placebo), se presenta en aquellas personas que creen que están haciendo algo que las va a dañar, inmersos en una cultura que también lo cree. Esto explica el poder de la sugestión y de prácticas como el vudú. En la actualidad y en la cultura occidental, es posible reconocer este efecto en el pensamiento infantil; por ejemplo cuando un niño se golpea le dice “mala, mala” a la mesa u objeto con el que se golpeó. persticiones y el carácter siniestro de algunas cosas se transmiten y perviven a través de las épocas y de las generaciones”, explica el psicoanalista Novelli.

Contrariamente al placebo, en este caso no es la persuasión de un médico o un equipo de médicos la que produce el efecto sobre la imaginación del enfermo mismo, sino este que, en base a su propio sistema de creencias, acaba perjudicándose. Las curaciones milagrosas, que muchos adscriben al poder de la sugestión colectiva y otros a la fuerza de la superstición o de la histeria, representan otra cara del poder psíquico o espiritual sobre la enfermedad cuyo estudio la medicina occidental suele rehuir. Los inexplicables casos de “remisión espontánea” suelen archivarse sin mayor investigación ulterior por parte de la medicina ortodoxa.

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“Ese pensamiento mágico animista es la razón por la que las su-

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Bien lo dice Le Breton en su Antropología del cuerpo y modernidad: Habría un estudio apasionante para hacer sobre el uso del término placebo en la literatura médica, como síntoma de la capacidad del médico para tomar en cuenta los datos antropológicos de la relación terapéutica. La noción del efecto placebo implica la manera de dar cuenta tanto como el producto que se da y como el acto de dar. Muestra que el terapeuta, sea quien sea, cura tanto con lo que es como con lo que hace. En las conclusiones de investigaciones experimentales sobre el placebo se habla eventualmente, no sin reticencias, de las “necesidades” psicológicas del enfermo, otra manera de reducir la complejidad de las cosas y de mantener intacto el dualismo hombre-cuerpo. En la cura de estos enfermos hay algo que va más allá

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del caso personal, y escapa, de lejos, a estas frases hechas. La eficacia simbólica es una noción extraña al saber médico.

Receta R/: Signo mágico que encabeza las prescripciones médicas invocando la bendición de un dios sobre la indicación y el medicamento para que sirva eficazmente al paciente, y para que lo libre al médico de juicios por mala praxis.

La palabra receta, en castellano, se define como “nota de los componentes que entran en un preparado, particularmente en un medicamento o un plato de cocina, y de cómo se prepara. Fórmula. Nota hecha por un médico para que se despache en la farmacia un medicamento, o con el nombre, dosificación, etc., de una medicina que debe administrarse a un enfermo. Probablemente se aplicó primero a la composición de un medicamento, y después a la de una comida”. Estas consideraciones chatamente prosaicas ocultan el linaje etimológico y mitológico de la palabra receta, en cuya historia entran elementos religiosos, legendarios y plásticos del mayor interés. Desde Egipto a Roma, y con


las habituales interferencias de la Iglesia Católica, la receta presenta aspectos mágicos y empíricos que muestran las poderosas ambivalencias del mundo médico. En Egipto, el amuleto llamado Udja (“el que está completo”) representaba el ojo del dios Horus –dios del cielo, de la luz y del bien–, que solía representarse con la cabeza de un halcón. Una leyenda egipcia narra la historia de un combate épico entre Seth, dios de la oscuridad y el mal, y su sobrino Horus: el primero había asesinado a su hermano Osiris, padre a su vez de Horus y dios de los muertos. En dicha lucha, Seth daña severamente los ojos de Horus, pero Toth, el sabio dios de la compasión, los sana y luego toma uno de ellos para resucitar a Osiris. A partir de entonces, el ojo de Horus se tornó un poderoso amuleto sanador llamado Udja, el cual era frecuentemente dibujado por los médicos egipcios en sus recetas médicas para transformarlas en fórmulas mágicas. Cuando los romanos entraron en contacto con la cultura egipcia, presente en las prescripciones médicas, a la letra latina “R”, interpretada como la inicial de una palabra como récipe, reciba usted, proveniente del imperativo del verbo recípere, recoger, retirar; derivado a su vez de cápere, y este, de tomar en las manos, agarrar. Recipe es la palabra que solía ponerse en abreviatura a la cabeza de las recetas de médico, nos informa el drae. Entraña una orden, tanto para el farmacéutico: despáchese, como para el paciente: tómese, de acuerdo a la tradición científica. La interpretación romana del Udja egipcio pasaría luego a ser la que se tomó como correcta, y la difusión de su uso iría a la par de la expansión del Imperio Romano. Posteriormente le fue agregada a la “R” la letra “p”, completando la idea evocadora del récipe (Rp). La barra que lo acompaña estaba ya en “el ojo de Horus”. En cuanto a recepta, significa cosas tomadas para hacer un medicamento. De aquí proviene, naturalmente, receta, que aparece en español en 1605. El signo del dios Júpiter, Rx, como símbolo de la medicina fue instituido por el médico Krinas en tiempo de Nerón para indicar gráficamente que el médico estaba sometido al poder del Estado y representaba una

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conocieron este amuleto al que asemejaron, por su forma y por estar


invocación inspiradora a la divinidad; parecido al número 4, es también semejante al ojo de Horus esquematizado. Es probable que este símbolo haya sido un intento de sustituir la tradición egipcia por una romana; pero en Roma persistió el signo “R/”, que traducía el ojo de Horus, y se extendió por todo el Imperio. La Iglesia Católica, en su lucha contra el paganismo, se esforzó por imponer la reinterpretación del signo en forma de “RR”, o “Rr”, iniciales de Responsum Raphaelis, dos palabras que simbolizaban al arcángel Rafael, cuyo nombre significaba “medicina de Dios”, en lugar del signo de Júpiter. En hebreo, rafá significa sanar, remediar; y rafael quiere decir: Dios sanó. En el Libro de Tobías, del canon católico de la Biblia, el ángel Rafael es enviado por Dios para quitarle la ceguera a Tobías, acompañar a su hijo en un largo viaje y conseguirle esposa. Es interesante observar que tanto en la tradición egipcia como en la hebrea la curación arquetípica es la resti-

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tución de la vista. En Inglaterra y otros países, el signo se convirtió en

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que parecería ser la R con la barra cruzándole ahora el extremo. El ojo de Horus, representado en la iconografía egipcia con una R con un ojo en el círculo superior, se convirtió en un símbolo de protección y cura; representaba asimismo la unificación de Egipto. Con el tiempo se hicieron amuletos de oro o cobre con él. Símbolo solar que encarnaba el orden, lo imperturbado, el estado perfecto, poseía características mágicas, purificadoras y sanadoras. Era el amuleto de los más poderosos: potenciaba la vista, protegía y remediaba las enfermedades oculares, contrarrestaba los efectos del “mal de ojo” y, además, protegía a los difuntos. El ojo de Horus reapareció en la Edad Media en forma de un signo parecido al 4, que se usaba en las recetas de los médicos y alquimistas para invocar la ayuda divina, reviviendo así la costumbre romana de utilizar el signo de Júpiter con el mismo fin. Es posible ver esta señal ocular en algunos lugares, como Turquía, como índice de salud y buenos presagios. Es curioso el hecho de que Ptolomeo acostumbrara a dibujar el ojo de Horus en sus escritos astronómicos, representando a Júpiter. Este también aparecía en los horóscopos y en las recetas médicas, para evitar que se activaran los potenciales efectos laterales negativos de las drogas recomendadas.


Consulta Según Mariano Arnal, en medicina este término tiene dos acepciones: se llama consulta a la visita del médico realizada en su mismo despacho (por extensión se le asigna este nombre asimismo al despacho); y se llama también consulta la reunión de dos o más médicos para deliberar sobre el diagnóstico y tratamiento de un determinado caso clínico. Lo que está claro en la palabra es que se trata de una denominación ostentosa de la visita del médico. Este nombre, por otro lado, se extiende en el de consultorio, que viene a ser el colectivo de consulta en el sentido de despacho médico. Y está bastante clara una cosa más, y es que a la consulta del médico, no se va a consultar nada. ¿Por qué nos hemos quedado con este nombre que no responde a la realidad? Probablemente por el mismo motivo que llamamos doctor a una infinidad de médicos que no tienen ningún doctorado; porque preferimos ir al oftalmólogo que al oculista, al odontólogo que al dentista; al médico y a su actividad. Porque la verdad es que no vamos al médico a consultarle sobre nuestra salud, sino a ponerla en sus manos. Nos dejamos llevar. Son resabios de cuando la medicina estaba en manos de brujos, magos y astrólogos. Consulere significa deliberar (sea consigo mismo, sea con otros), pensar, reflexionar, y finalmente tomar decisiones, llegar a acuerdos. Consultare es el frecuentativo del anterior, con los mismos valores, pero más intensos. Incluye este último el valor de preguntar, interrogar. Consultare aves era para los romanos consultar los auspicios (que se adivinaban por el vuelo de las aves). Está claro que no es precisamente la consulta lo que más abunda en los consultorios, a los que más propiamente se debería llamar dispensarios, porque lo que más se hace en ellos es dispensar medicinas (más precisamente, recetas); venimos de una cultura en la que el valor curativo está más en las pócimas que en el médico. Sin embargo, habiendo calado profundamente en toda la población la cultura sanitaria, y teniendo esta su punto de partida no en la enfermedad, que es el dominio inexorable del médico, sino en la salud,

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porque nos encanta ir al otorrino. La cuestión es dar el máximo realce


entramos en un campo de amplísima opcionalidad en el que hemos de hablar realmente de consulta. En cuanto tratamos de medicina preventiva, de mantenimiento de una buena forma física, de alimentación sana y equilibrada, nos salimos totalmente del campo de la prescripción, más propio de las enfermedades, para pasarnos al de la consulta. Por otra parte es tal la sofisticación de algunas ramas de la medicina, que no es fácil tomar decisiones sin una información bien sólida. Pensemos en los tratamientos y en la cirugía relacionados no con enfermedades, sino con el aspecto físico. Es imprescindible que el consumidor de esos servicios sanitarios cuente, antes de decidirse, con información puntual de los procesos a los que va a ser sometido, y no sólo de los beneficios, sino también de los costos que pueden acarrearle a su salud. Y para que esa información sea fiable, ha de provenir de un servicio de consultores ajeno al centro interesado en el cliente.

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El diálogo médico En este apartado no nos internaremos en etimologías o en definiciones de palabras concretas del ámbito médico, como en los anteriores: nos proponemos en cambio considerar las condiciones del discurso, la calidad del diálogo entre paciente y doctor, aquello que se ha ido pensando a lo largo del tiempo como resumen de las condiciones necesarias para hacer de este diálogo una instancia verdaderamente humana, muchas veces al borde del precipicio que nos aguarda a todos; instancia suprema, por lo tanto, donde lo que se dice, por ser acaso lo último que se dice, adquiere una resonancia trágica y queda sellada para siempre en el ánimo del sobreviviente.

De la persuasión a la imaginación Innumerables son los textos que a lo largo del tiempo se han acumulado acerca de la relación médico-paciente, especulando sobre la cualidad de la palabra que sustenta el diálogo entre ellos; tantos, que se


hace difícil elegir los más relevantes en el conjunto. Impresionan en particular, sin embargo, ciertas consonancias, diríamos complementarias, que se establecen a través de los siglos con respecto a este tema. En una época tan escéptica como la nuestra, en la que se evaporan nociones tales como sustancia, historia, sujeto o verdad, conmueve a veces, cualquiera sea el credo al que adscribamos, comprobar ciertas persistencias, cierta tenacidad, ciertas coincidencias centrales en la tarea de descubrir de qué modo, a través del diálogo cara a cara, las heridas del ser humano pueden ser ocasiones de encuentro, sabiduría y renovadas formas de conocimiento y amor. Lo que convence en estos escritos es su textura misma, la manera en que en ellos la palabra se recorta sin retórica, en un simple ademán de pureza, para avanzar hacia el centro mismo del corazón humano. Veintiséis siglos separan los textos de Platón de los de John Berger, y sin embargo resplandece en ellos una misma y profunda certeza. Lo que Platón mira desde el lugar del médico, Berger lo contempla desde cesario de la comprensión verbal mutua entre unos y otros. En el diálogo socrático Cármides, o De la Templanza, Cármides se queja de una fuerte jaqueca, y Critias intercede ante Sócrates para que este intente curarlo. Sócrates dice conocer un remedio que le había sido transmitido, mientras servía en el ejército, por uno de los médicos del rey de Tracia, Zamolxis. Platón muestra a Sócrates persuadido de los valores curativos de la palabra, como lo indican los siguientes ejemplos: “Le respondí que mi remedio consistía en cierta hierba, pero que era preciso añadir ciertas palabras mágicas; que pronunciando las palabras y tomando el remedio al mismo tiempo, se recobraba enteramente la salud; pero que, por el contrario, las hierbas sin las palabras no tenían ningún efecto”. No sólo las palabras ejercen un efecto curativo; todo acercamiento a la enfermedad fracasará si no se tiene en cuenta la personalidad toda del paciente, y si no se establece un lazo de persuasión y confianza previa con él:

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el lado del paciente, pero ambos insisten en lo fundamentalmente ne-


No debe emprenderse la cura de los ojos sin la de la cabeza, ni la cabeza sin el cuerpo; tampoco debe tratarse el cuerpo sin el alma; y si muchas enfermedades se resisten a los esfuerzos de los médicos helenos, procede de que desconocen el todo, del que por el contrario debe tenerse el mayor cuidado, porque yendo mal el todo, es imposible que la parte vaya bien. Del alma parten todos los males y todos los bienes del cuerpo y del hombre en general, e influye sobre todo lo demás, como la cabeza sobre los ojos. El alma es la que debe ocupar nuestros primeros cuidados, y los más asiduos, si queremos que la cabeza y el cuerpo estén en buen estado. Acuérdate de no dejarte sorprender para no curarle a nadie la cabeza con este remedio si él no te ha entregado antes el alma para que la cures con estas palabras.

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Del mismo modo se expresa en Leyes, IV: El médico libre, el que no atiende a esclavos, comunica sus impresiones al enfermo y a los amigos de este, y mientras se informa acerca del paciente, al mismo tiempo, en cuanto puede, le instruye, no le prescribe nada sin haberlo persuadido de antemano, y así, con la ayuda de la persuasión, le suaviza y dispone para tratar de conducirle poco a poco a la salud [...]. Las hermosas palabras persuaden al paciente de que el remedio ofrecido es el mejor disponible, y este acrecienta así su poder curativo, y sutilmente se individualiza el tratamiento. Con el transcurso de los siglos y el desarrollo de la psicología, la situación anímica del paciente y el arte de la persuasión van cobrando mayor relieve y profundidad. Esto nos dice John Berger en El verdadero arte de curar: Un paciente desdichado va al médico y le ofrece una enfermedad con la esperanza de que al menos esa parte de él (la enfermedad) pueda ser reconocible. Cree que su ser es imposible de conocer.


No es nadie para el mundo, y el mundo es nada para él. La tarea del médico ahí –a no ser que se limite a aceptar que existe una enfermedad y sencillamente se tranquilice a sí mismo diciéndose que es un paciente “difícil”– es reconocer al hombre. Si el hombre empieza a sentir que es reconocido –y ese reconocimiento podría incluir rasgos de su carácter que él todavía no ha reconocido en sí mismo– habrá cambiado la naturaleza desesperada de su desdicha: incluso podría tener una oportunidad de ser feliz [...]. El reconocimiento tiene que ser oblicuo. El desdichado espera que se lo trate como una persona insignificante con ciertos síntomas pegados a él. Hay que romper ese círculo. Y eso se puede lograr si el médico se presenta ante el paciente como un hombre igual que él, lo que exige por su parte un gran esfuerzo de imaginación y un conocimiento muy preciso de sí mismo. Hay que darle al paciente la oportunidad de que reconozca, pese a que su identidad está dañada, aspectos suyos en

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el médico, pero de tal modo que parezca que este es un hombre tro con el médico y muchas veces la provoca más cierta atmósfera general que las palabras que puedan decirse. A medida que aumenta la confianza del paciente, el proceso de reconocimiento se hace más sutil. En una fase posterior del tratamiento, el hecho de que el médico acepta lo que le cuenta y la precisión con que aprecia sus insinuaciones sobre cómo podrían encajar las diferentes partes de su vida, terminarán convenciendo al paciente de que él y el médico y el resto de los hombres son semejantes; le parecerá que el médico conoce tan bien como él cualquier cosa que le cuente sobre sus miedos y sus fantasías. Ha dejado de ser una excepción. Puede ser reconocido. Y esto constituye el requisito básico para la cura o la adaptación. Aunque la explicación de texto puede resultar obvia aquí, cabría subrayar las notas comunes entre estas citas. Platón y John Berger hablan ambos de un ofrecimiento que el paciente hace al médico al presentarle su enfermedad. Y esta palabra sola, acaso inesperada en este contexto, indica la dignidad que ambos confieren al paciente, advirtiendo que su

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común. Esta oportunidad nunca es el resultado de un solo encuen-


enfermedad no es exclusivamente un obstáculo, disminución, amenaza o anomalía, sino que bien puede consistir en un don, en un bien a determinado nivel. Platón habla de un ofrecimiento del alma y Berger de un ofrecimiento de la enfermedad, pero en ambos casos hay una ofrenda, una confianza que enaltece al médico, le confiere un poder, en la esperanza de que este no sea oportunidad de abuso, sino de beneficencia mutua. Platón va lejos en el requerimiento de la actitud de entrega por parte del paciente: “Acuérdate de no dejarte sorprender para no curarle a nadie la cabeza con este remedio si él no te ha entregado antes el alma para que la cures con estas palabras”. La desconfianza o la reticencia del paciente, si ignorados, serían motivos de una mala praxis para él: “no te dejes sorprender”, advierte. Y con la entrega no basta: “entra en conversación con el paciente y con sus amigos, y reúne de una vez toda la información relativa al A LA ESCUCHA DEL CUERPO

enfermo, y lo instruye en la medida de su capacidad; y no recetará remedios hasta tanto no le haya convencido”. El tema de la persuasión es capital en Platón, como lo prueba otra afirmación suya en el Gorgias, donde contrapone la fuerza de la persuasión de la palabra humana (peithó) a bía, la fuerza o violencia de los hombres. Platón es respetuoso, cuidadoso, pero también contundente, de acuerdo con su estilo mental autoritario: no debe actuarse de otra manera que la que él prescribe. Por su parte, el estilo calmo y lento de Berger, su obvia intención de ser claro antes que brillante, las palabras y expresiones que elige: desdicha, reconocimiento, semejanza, imaginación, identidad dañada, persona insignificante, atmósfera antes que palabras. Todo muestra que aquí hay alguien que ha reflexionado profunda, auténticamente, desde el lado del enfermo, acerca de la muy difícil y compleja cualidad del lazo médico-paciente. El reconocimiento del médico es la primera pauta del alivio de la desdicha del enfermo. “El desdichado espera que se lo trate como una persona insignificante con ciertos síntomas pegados a él. Hay que romper ese círculo”. Aquí conviene recordar la sabias palabras de Laín Entralgo, gran conocedor de este arduo tema, sobre la intención de abandono del enfermo: “El médico a la vez debe resolver inicialmente, en el sentido de la ayuda, la tensión ambivalente que dos tendencias


espontáneas y antagonistas, una hacia la ayuda y otra hacia el abandono, suscitan siempre en el alma de quien contempla el espectáculo de la enfermedad. Ser médico implica hallarse habitual y profesionalmente dispuesto a una resolución favorable de la tensión ayuda-abandono”. Si el médico puede verse tentado a abandonar al enfermo, no es menos cierto que el enfermo también experimenta la tentación de abndonarse a sí mismo, como señala Berger. Pero hay dos puntos fundamentales que condicionan la ruptura del círculo mencionado por él. Una es que en el reconocimiento al enfermo, del enfermo, el médico se ofrezca en garantía de semejanza: está reconociendo en el enfermo rasgos de sí mismo, porque ambos –y esta es la segunda condición– son en el fondo semejantes. “Hay que darle al paciente la oportunidad de que reconozca, pese a que su identidad está dañada, aspectos suyos en el médico, pero de tal modo que parezca que este es cualquier hombre”. Como bien lo dice Berger, esto requiere “un gran esfuerzo de imaginación”. En la adivinación del médico con respecto al punto en que se anudan los, vanidades, temores, autodefensa y prejuicios. Pero, como lo sabían poetas tan distintos como Wilde y Unamuno, la clave del amor es precisamente la imaginación. Imaginar al otro en su totalidad, en ese lugar misterioso en que hace parte necesaria del universo: eso es el amor. Y aquí se abre una cautela muy importante. Dice Berger: “Esta oportunidad nunca es el resultado de un solo encuentro con el médico y muchas veces la provoca más cierta atmósfera general que las palabras que puedan decirse”. Limitación de la palabra, acentuación de la mirada, del tacto, del silencio: ese sistema de comunicación cada vez más sutil va embargando de confianza y fortaleza el ánimo del paciente. Ahora ha sido plenamente reconocido. “Y esto constituye el requisito básico para la cura o la adaptación”, concluye Berger. Dentro del ámbito no verbal de la comunicación médico-paciente es fundamental el acto de palpar, un arte en gran medida olvidado (aunque, afortunadamente, en ciertos hospitales se guarda el moldeo de las manos de médicos que eran famosos precisamente por la sabiduría con que ejercían este contacto). Según Laín Entralgo, la persona enferma, al sentirse explorada suavemente, y reconocida de esta manera, reflexiona: “Si

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su humanidad y la de su paciente, hay un trayecto lleno de obstácu-


alguien me toca de modo acariciante, quiere decir que existo; existo y no soy totalmente indigno” . Y cita a Nacht: “El adulto, que tanto se esfuerza inconscientemente por acallar al niñito que llora dentro de él, se toma una vacación”. Este es también el sentido de la imposición de manos. A lo largo de los siglos, como vemos, la praxis y la psicología han ido profundizando aquellos aspectos que Platón ha intuido sólo en los bordes de su experiencia. Platón subraya la necesidad de una competencia específica del médico para persuadir al paciente antes de administrarle los remedios; Berger señala uno a uno los pasos que vuelven verdadera y eficaz esta persuasión. Ambos están hablando de uno de los más difíciles encuentros humanos, y ninguno de ellos rehuye lo específico de esta dificultad, lo delicado de su enfrentamiento y su solución. Y ambos textos nos persuaden a la vez de lo dicho por Platón, porque lo transparentan; y con él nos atrevemos a decir que, en verdad, desde

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esta perspectiva, “el amor preside a la medicina”.

Miradas contemporáneas No fue trivial el establecimiento de la doctrina de la persuasión como condicionante necesario en el trato con el paciente. Como lo advierte Laín Entralgo en La curación por la palabra en la Antigüedad Clásica, la palabra mágica, o sea el ensalmo –epodé– no se hallaba dirigida a la persona del enfermo. Lo encantado no era el hombre que sufría la enfermedad, sino las potencias que de manera normal o en trance anómalo rigen los movimientos de la naturaleza. La eficiencia del ensalmo no provenía de nombrar secreta y mágicamente la realidad, sino de seducir el ánimo de las potencias divinas o invisibles que gobiernan el proceso cuya modificación se persigue. La epodé pasa a ser, en su versión racionalizada, el logos kalós, o sea el bello discurso que dirige el médico al enfermo. Este está destinado a producir sophrosyne, es decir templanza, pero esta palabra recibe también otras hermosas definiciones: “hacer todo con buen orden y sosiego”, “hacer cada uno lo que le es propio”, “sensibilidad del pudor”. La salud plena del hombre entero, dice Platón en Fedro, requiere algo más


que la preocupación exclusiva por el cuerpo manifestada por la medicina hipocrática: que el alma posea un ordenado sistema de “persuasiones” o “convicciones” y de virtudes intelectuales y morales (aretai); requiere en suma la sophrosyne como conjunto de creencias, saberes, apetitos y virtudes bella y ordenadamente combinados entre sí. La doctrina de la persuasión no fue aceptada universalmente dentro de la tradición clásica. Así, Virgilio (Eneida, XII) llama a la medicina muta ars, porque pertenece a los tiempos en que ensalmos y palabras se desechaban como medios terapéuticos, lo que ocurre cuando la medicina técnica se enseñorea de Grecia y Roma. Sin embargo, la teoría platónica de la persuasión y sus fundamentos siguen encontrando firmes adherentes en los tiempos modernos. El mismo Laín Entralgo profundiza en este aspecto señalando que “la peculiar afección que enlaza al médico y al enfermo es llamada philía, ‘amistad’ en los antiguos griegos o ‘transferencia’ en los actuales psicoanalistas. La philía se funda tanto en el deseo del médico de curar al ciente ama al médico en razón de su enfermedad, dice Platón en Lysis. Según Aristóteles, si el eros tiene su origen en el placer visual, la philía lo encuentra en la benevolencia. El doctor griego, en opinión de Laín Entralgo, debía combinar philía, logos y eros: philía, porque era amigo a la vez del paciente y del arte de curar; logos (razón, conocimiento), porque su capacidad se fundaba en la fisiología y porque, como dice Aristóteles, la medicina es el logos de la salud; y finalmente eros, porque en el corazón de la philotechnia latía el fuerte impulso de perfeccionar la naturaleza, y esto es lo que Platón entiende cuando dice en el Banquete que la medicina es el conocimiento de los amores y deseos del cuerpo. ¿Qué ocurre actualmente, según Laín Entralgo, con respecto a estas nociones? Hay tres posibilidades: en primer lugar, el vínculo entre médico y paciente puede ser puramente de camaradería (ambos buscan objetivamente la curación, sin que haya mayor vinculación personal). Se da en sociedades que educan a la gente sobre todo para que sea autosuficiente. También es la relación en donde existe un Estado totalitario que toma imperativamente las riendas de la salud en sus manos.

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paciente como en el deseo de ser curado por parte del paciente”. El pa-


En segundo lugar, se plantea el concepto de transferencia, descubierto por Freud. Suele darse también fuera del psicoanálisis, en toda relación que exija una fuerte dosis de confianza en el médico. Este se vuelve el confesor y, mentalmente, el referente constante del paciente. En la contratransferencia el médico proyecta los efectos de la transferencia en su persona al paciente. La philía se distingue de los dos casos previos. Orientada en un sentido más personal que la transferencia, es la actitud del médico que atiende a un paciente inválido incurable ayudándolo a ordenar su vida y contemplar su futuro, al sentirse apoyado a través de su frecuente presencia y visitas alentadoras. Si bien en la filosofía de Laín Entralgo, la amistad es un elemento constitutivo de la relación médico-paciente, no deja de haber voces que alertan acerca de los escollos que pueden aparecer en este camino aparentemente tan humano y cordial.

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La philía tan cara a Laín Entralgo puede ser un arma de doble filo; así, Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, aconseja abandonar a los enfermos incurables, precisamente porque son incapaces de philía. En nuestro tiempo, Balint ha advertido sobre la función apostólica en que caen a veces los médicos, y apunta a los excesos que a veces cometen –inconscientemente o involuntariamente– intentando seducir a sus pacientes y convirtiéndolos a su visión propia de la vida. También previene contra la credulidad con que reciben los médicos los halagos excesivos que a veces les dedican sus pacientes. En la “entrega” u “ofrecimiento” que Platón y Berger plantean puede deslizarse a veces el peligro de una idealización o endiosamiento excesivo del médico por parte del paciente. Tales situaciones son prácticamente inevitables en muchos casos, dada la dependencia insolayable que crea la enfermedad. Un delicado equilibrio entre confianza y libertad parece necesario para la plenitud de autonomía y vitalidad que merece alcanzar el convaleciente, equilibrio que requiere un cálculo específico para cada situación individual. Más drástico y menos optimista que las opiniones expuestas hasta aquí, pero adecuadamente dramático, a nuestro criterio, para dar a entender las condiciones del trabajo médico en el mundo contemporáneo, es el planteo de Santiago Castellanos de Marcos, coordinador de


distintos estudios psicoanalíticos en Madrid. Luego de señalar la tensión existente entre las exigencias administrativas en cuanto a eficiencia por una parte, y el compromiso ético del médico por otro, afirma: Hay entonces una tensión permanente, estructural, en la relación médico-paciente. De un lado, el discurso de la ciencia que está en el lugar del saber, que opera con el signo de la enfermedad y que tiene la aspiración de la universalidad del método científico. De otro, la queja o el dolor expresado en palabras por los pacientes, muchas veces de forma confusa: el lugar de la subjetividad, de la singularidad, del síntoma del paciente. Esta tensión se hace más evidente en el campo de la medicina general, en el que la relación con el paciente es más humana y estrecha. Hay una tensión entre la aspiración del saber de la ciencia que tiende a excluir al sujeto y la misma práctica clínica que lo tiene que incorporar. La posición del médico es en este sentido compleja y difícil, fuente de malestar y angustia. ciente es una relación imposible, en el sentido de la dificultad, del malestar, de la tendencia al malentendido permanente, debido a que el objeto de esta relación es la enfermedad y que “las enfermedades son instrumentos de la vida mediante los cuales el viviente, tratándose del hombre, se ve obligado a confesarse mortal”. El médico tiene una peculiar función: acoger todo aquello que tiene que ver con el malvivir, el sufrimiento y los deseos más oscuros de la condición humana. En la enfermedad y su tratamiento hay algo que se escapa permanentemente. Por más que la ciencia trate de atraparla y de formular diferentes hipótesis, siempre hay algún resto inalcanzable. Además opera permanentemente el sin-sentido: en muchas ocasiones hemos podido escuchar en los relatos de los pacientes las preguntas ¿por qué a mí?, ¿por qué justamente ahora?, que no tienen respuesta e invitan al silencio. La comunicación y el diálogo entre el paciente y el médico están hechos de palabras y como tal sometidos al malentendido propio de la estructura del lenguaje. Este no se produce solamente porque el lenguaje es portador del mismo, sino porque el paciente no siempre demanda lo que

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Desde el psicoanálisis, se podría decir que la relación médico-pa-

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verdaderamente desea. Cuando el enfermo es remitido al médico o cuando lo aborda, no espera de él pura y simplemente la curación. Antes bien, desafía al médico a que lo saque de su condición de enfermo, lo que es diferente, pues esto puede implicar que él esté totalmente atado a la idea de conservarla. Es decir, llega buscando que se lo autentifique como enfermo; en muchos casos aparece, de la manera más manifiesta, para demandar que lo preserven en su enfermedad, que lo traten del modo que le conviene a él, que le permitirá seguir siendo un enfermo bien instalado en su enfermedad. Una buena parte de lo que llamamos “pacientes difíciles” se ubica en esta posición y genera, para desesperación del médico, una multitud de exploraciones, pruebas y derivaciones a especialistas. Esto hay que considerarlo porque en muchas ocasiones el “furor por curar” se convierte en un obstáculo permanente en la relación

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con los pacientes. En la práctica clínica con los trastornos llamados contemporáneos, como las adicciones, los trastornos de la conducta alimentaria, las crisis de pánico, la fibromialgia, etc., se puede constatar esta misma dificultad. Lacan señala la diferencia que hay entre la demanda del paciente y el deseo inconsciente que la habita, lo cual es fundamental para entender la respuesta equivocada que en muchas ocasiones se produce desde el discurso de la ciencia y la desesperación en la que muchos médicos caen ante el fracaso terapéutico. A fin de cuentas se trata de entender la “estructura de la falla que existe entre la demanda y el deseo”. El problema del médico es que [...] corre el riesgo de olvidarse de ese doble registro en el que se mueve la transferencia con los pacientes: el saber y, al mismo tiempo, la ignorancia sobre la singularidad del sujeto enfermo. Lacan propone al psicoanalista la famosa docta ignorancia, término de Nicolau de Cusa (siglo xv), que es definido como un saber más elevado que consiste en conocer sus propios límites. La práctica clínica del médico también podría inspirarse en esta posición. Es una invitación a la prudencia, a la humildad, a precaverse contra lo que sería un saber absoluto, dado que el paciente puede atribuírselo y demandarlo sin contemplaciones, lo


cual conduce a veces en la clínica a una callejón sin salida. Se trata de poner en suspenso y no dar por supuesto ningún saber acerca de la singularidad del sufrimiento o del síntoma del sujeto, no tener ninguna idea preconcebida sobre lo que el sujeto dice. El experto es el paciente en lo que atañe a su subjetividad, y el conocimiento del médico en relación a lo científico es solamente un eslabón de la cadena en la relación médico-paciente”.

El lenguaje de los pacientes A lo largo del tiempo, se ve claramente que quienes han reflexionado sobre la relación médico-paciente, cualesquiera hayan sido sus intepretaciones, desde las más espirituales a las más trágicas, han ido dando paulatinamente cada vez más espacio y más peso al punto de vista del paciente. Hay una inflexión decisiva en el campo de la psiquiatría, en París, presentaba una teoría visual, objetiva, conforme a un tipo, la de Freud se orientaba de acuerdo con lo que la paciente decía de sí misma, individualizada (trataba de casos particulares) y subjetiva (con atención a los estados conscientes e inconscientes de la enferma). De ser objeto público de examen, escrutada sólo en la dirección de un paradigma preestablecido, la paciente pasa a ser un sujeto capaz de protagonizar un relato propio, a través del cual el origen de su dolencia se irá revelando a la par que la terapia se afirma. Pero no sólo en psicoanálisis los dichos del paciente adquieren un valor irremplazable. El oído de los médicos se va afinando, y de ese modo se recogen expresiones sobrecogedoras por su alcance y expresividad. En su impactante libro, La dignidad del otro, Francisco Maglio presenta algunas frases memorables, que muestran la sensibilidad de los pacientes expuestos a la intemperie verbal que muchas veces reciben del ambiente médico: Yo no soy sidoso, soy una persona afectada de sida.

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por ejemplo, en cuanto a la concepción de la histeria: mientras Charcot,

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Un paciente ponderado por su aspecto saludable se eriza: “Doctor, yo no estoy enfermo de aspecto, estoy enfermo de cáncer”.Otro, aquejado de estafilodermia psoriasiforme –una enfermedad por la cual la piel va degradándose permanentemente en escamas– se subleva ante el nombre de su mal: “Con todo respeto, doctor, no dudo de su diagnóstico, pero lo que yo tengo se llama humillación”. Estas muestras verbales indican potentemente que si los médicos han adelantado en su capacidad de escucha, los pacientes no se han quedado atrás en el progreso de su capacidad verbal. Es difícil imaginar estos diálogos medio siglo atrás. Pero asimismo es alentador comprobar que en todas estas expresiones late un sentido de integridad personal y una defensa de la propia dignidad que condice muy bien con la doctrina de Platón: el paciente debe ser visto en su totalidad, y especialmente en la totalidad que anima su psiquismo. Estas frases

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representan un vehemente reclamo en este sentido, e implican asimismo una crítica devastadora del lenguaje médico, del hermetismo y el mal disimulado paternalismo con que muchas veces se lastima más a los ya lastimados.

Pregunta médica Para no caer en la atmósfera de un optimismo idealista y de una ética desencarnada e ingenua, conviene examinar los crudos hechos que en cuanto a comunicación verbal entre médicos y pacientes nos ofrece la realidad estadística y hospitalaria. Florentino Sanguinetti, ex director del Hospital de Clínicas de la Ciudad de Buenos Aires, nos proporciona el siguiente dato, recogidos en ese hospital: mientras un 80% de los médicos creen haber dado una buena explicación sobre una específica intervención quirúrgica, un 80% de los pacientes no la ha entendido. Parecen fallar aquí las propiedades fundamentales del diálogo entre el paciente y el médico: la claridad y la confianza, dos virtudes interdependientes. La situación, por cierto, no aqueja solamente a las instituciones hospitalarias argentinas. Haciéndose cargo del problema, la Universidad


de Michigan ha ideado un cuestionario ejemplar en este sentido, que se entrega a cada paciente luego de la consulta con el médico: • ¿Cuál es el diagnóstico? • ¿Cómo se pronuncia y cómo se deletrea? • ¿Qué significa? • ¿Qué causó este problema? • ¿Qué cambios en mi estilo de vida puedo hacer? • ¿Cómo se llaman los medicamentos recetados? Cerciórese de poder pronunciarlos y deletrearlos, y de entender cómo tomarlos para evitar el riesgo de una mala interacción entre ellos. • ¿Cuáles son los efectos secundarios de los nuevos medicamentos? • ¿Puede decirle a su médico si notó algún efecto secundario por los medicamentos que está tomando? Aunque las preguntas pueden sonar paternalistas a los oídos acaen lances médicos, y muestran con qué facilidad la jerga hospitalaria puede interponerse entre el paciente y el médico, perjudicando comunicación y tratamiento. Informaciones periodísticas señalan que una encuesta realizada entre médicos argentinos, en tiempos recientes, muestra que el 28% espera un deterioro en su relación con los pacientes en el futuro próximo. Además del uso de las tecnologías que pueden resultar alienantes, entre los motivos que se mencionaron se encuentra la “medicina defensiva”, es decir, la tendencia a trabajar bajo el temor de ser demandado por el paciente. También conspira la excesiva brevedad de las entrevistas médicas bajo la presión laboral de las mutuales, y el hecho de que muchas veces el paciente no sabe qué preguntar. A ello se agrega, sin duda, la excesiva tecnificación del saber médico, alejado de toda visión humanística. Que siete millones de argentinos tomen psicotrópicos indica que hay poco diálogo entre médicos y pacientes. Los hospitales de la línea Paracelso, en Alemania, se caracterizan por el especial cuidado con que tratan de paliar la situación de ignorancia e incomunicación que muchas veces aqueja a los enfermos. Un recurso

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démicos, son necesarias para la mayor parte de la población, inexperta

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central en esta dirección es la distribución del axigrama, un formulario que los enfermos deben completar al momento de su internación. Allí se pregunta, concretamente y en detalle, cuáles son las costumbres, valores y expectativas de los pacientes, cubriendo todos los aspectos posibles de su personalidad (sin afectar, naturalmente, su privacidad) y apuntando en especial a las situaciones que prefieren evitar o estimular. De este modo, el personal que rodea al paciente no puede desentenderse de los deseos o temores que pueden afligir al paciente en momentos en que este no se encuentre en condiciones de expresarse verbalmente. Tanto el método de la Universidad de Michigan como el de los hospitales Paracelso requieren la colaboración por escrito del paciente. Acá también se plantea un problema de comunicación. Es sabido que en otros casos de procedimientos aclaratorios, como en el del consentimiento informado, que resulta obligatorio, legalmente, en nuestro país, para cier-

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tos casos –como amputación de un miembro o participación en un experimento placebo– el hecho de que el formulario que debe suscribir el paciente sea muchas veces ofrecido por una enfermera o por el personal administrativo aleja la responsabilidad personal del médico del horizonte mental del paciente. En estos casos, la seriedad del trance quirúrgico que debe afrontar el paciente, con todas las consecuencias para su vida futura, se disimula tras un trámite burocrático, que aparece exclusivamente como un recurso de protección para el médico, en la eventualidad de un juicio por mala praxis. El paciente, en cambio, se ve afectado por la frialdad e impersonalidad del procedimiento, justo en el momento en que su situación requiere el máximo de protección y lucidez. Francisco Maglio, que no sin razón ha rebautizado el consentimiento informado como convencimiento interesado, señala en su libro las reacciones de ciertos pacientes ante estos protocolos formales: “He firmado mi sentencia de muerte”, “He firmado un cheque en blanco al doctor”. Control, placebo, doble ciego, randomización, aleatorio: todos estos son términos difícilmente comprensibles para la mayoría de los pacientes. El médico es, por lo tanto, responsable de superar los problemas idiomáticos, de información, imprecisión, que se plantean en estos casos. Es así como Maglio propone reemplazar la expresión consentimiento informado por conocimiento competente.


Se han elaborado experimentos de legibilidad y comprensión con repecto a los cuestionarios relativos al consentimiento informado, que muestran, según las fórmulas de Flesh, las dificultades ofrecidas en particular por frases y palabras de longitud excepcional. (Una información detallada de la metodología empleada se encuentra en Los derechos del paciente a través del consentimiento informado en investigación clínica oncológica, de la Dra. Nelly Espiño). Por otra parte, la jurisprudencia errática que existe en nuestro país en cuanto a la validez del consentimiento informado, en casos de juicios por mala praxis, muestra rotundamente la falta de acuerdo y claridad, tanto en la comunidad médica como en la jurídica, sobre las normas y requisitos que deben cumplirse para que este instrumento tan delicado alcance su plena y verdadera vigencia, y resulte una garantía de protección tanto para el paciente como para el médico (caeem, 2008). También, en ciertos hospitales, se reemplaza con cuestionarios impresos la anamnesis, es decir, el cuestionario que el médico plantea al paciente para averiguar sus antecedentes sanitarios, individuales y recordatorio o historial o biografía, se emplea una palabra algo hermética. Proviene del griego anámnesis: recuerdo, llamamiento, llamado. Anamimnésko significa hacer acordarse, mencionar, recordar; pasivo: acordarse de, recordar; y mimnesko es hacer recordar. Ana es una preposición; como prefijo, subraya el esfuerzo por lograr que el proceso tenga éxito o que empiece a desarrollarse. El término (acuñado por Platón, en el contexto de “el saber como un recordar” o como “diálogo del alma consigo misma”) se toma en el mundo médico incorporando también el sentido epicúreo, correlativo a prolepsis (anticipación, proyecto, programa, plan). Anamnesis nos remite a la presencia de formas o modelos ya realizados (pretéritos, en este sentido) en la medida en que sólo a partir de ellos podemos entender la constitución de las prolepsis (planes o programas); lo que obliga a concebir el “futuro proyectado”, no tanto como el acto creador o anticipador de una “fantasía mitopoiética”, cuanto como un efecto de la anamnesis. Esta historia, exigida por escrito, muchas veces llena de detalles penosos o confidenciales, representa un serio quiebre de la comunicación

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familiares. Notemos lo curioso del término: en vez de decirse memoria,

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verbal y el soslayamiento, por parte del médico, de la preciosa oportunidad de conocer a fondo al paciente que tiene a su cargo. Y aquí, finalmente, la palabra sabia y experiementada de Daniel Flichtentrei: Con frecuencia la entrevista médica ronda obsesivamente a la espera de aquella descripción libresca que esperamos que el paciente nos haga. Ocasionalmente se induce, cuando no se fuerza, una narración que se adecue a nuestras expectativas invirtiendo la operación lógica recomendable. No es el relato del paciente el que debe amoldarse al prototipo conocido, sino nuestros prototipos los que deben reconocerse en la palabra y la gestualidad múltiples de cada enfermo. En una pequeña investigación hemos relevado el itinerario de algunos de estos pacientes al ser internados en la Unidad Coronaria luego de una o más visitas a Emergencias. La argumentación más co-

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múnmente esgrimida por quienes asistieron en esas primeras horas al paciente revela una insistencia reiterada en las respuestas dadas a algunas preguntas que consideraron decisivas para descartar una internación preventiva. • ¿Dónde le duele? • ¿Cuánto le duele? • ¿Cómo le duele? Muchas veces los registros de la historia clínica aportaban un ejemplo de matematización dudosa del dolor en escalas de 1 a 10 o equivalentes. ¿Alguien conoce alguna experiencia más cualitativa, subjetiva e inefable que el dolor físico? Hemos pensado que una pregunta raramente formulada podría haber “puesto en contexto” las ambiguas respuestas a las anteriores: ¿A quién le duele el pecho? La presencia de una historia de factores de riesgo vascular, el sexo, la edad, la genética familiar, los hábitos de vida; en fin, el perfil de una persona con dolor precordial probablemente hubieran aportado el sentido y la dirección a las conductas frente a su motivo específico de consulta. De la biografía a la biología y no al revés.


No parece absurdo pensar que, siendo progresivamente más y más expertos en el manejo de sofisticados instrumentos de diagnóstico, sería prudente establecer los mecanismos apropiados como para no perder, o para recuperar, la habilidad en el empleo de la herramienta más compleja y sutil que haya creado jamás la especie humana: el lenguaje. Esta “milenaria tecnología de punta” ha sido el elemento más específicamente humano que hay en nosotros y es sin duda la vía de acceso más directa y formidable hacia nuestros semejantes. Restaurar el imperio de la palabra en un universo plagado de imprescindibles mediaciones tecnológicas devuelve los datos complementarios a su auténtico rol: el de valiosos suplementos del juicio. Otorgar a la comunicación y al razonamiento lógico la jerarquía intelectual que merecen podría prevenirnos de una injustificable subordinación o una irracional dependencia de lo que necesariamente debería subordinarse a ellos. No hacerlo nos expone al automatismo maquinal de la cifra y al desperdicio imperdonable de tuible comunión con el otro que sufre y el ejercicio creativo de esa ancestral habilidad en peligro de extinción: escuchar, reunir, relacionar, contextualizar; en fin, pensar creativamente. Vemos entonces cómo, desde la philía invocada por Laín Entralgo a la docta ignorancia pregonada por Santiago Castellanos de Marcos, desde los axigramas de los hospitales Paracelso y la precisión encomendada por Florencio Sanguinetti al conocimiento competente y la dignidad del otro reconocida por Francisco Maglio, pasando por la contextualización biográfica de Daniel Flichtentrei, se va instalando una serie de pautas que apuntalan y jerarquizan la calidad del diálogo médico en el mundo contemporáneo, pautas propuestas desde la experiencia de médicos eminentes que han vivido en lo personal y profesional el drama de la incomunicación y sus consecuencias, y han reflexionado eficazmente sobre el modo más propicio para remediarlas.

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aquello que justifica, nutre y sostiene nuestra profesión: la insusti-

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Anunciar la muerte Oh, Señor, dale a cada uno su propia muerte. El morir de aquella vida que en la que tuvo amor, sentido y necesidad. Rainer Maria Rilke Falta poco para saber quién soy. Borges (poco antes de morir)

Un momento crucial en la experiencia del médico es cuando la muerte irrumpe en el escenario y debe ser anunciada, ya sea como expectativa o como acontecimiento final. Aquí se mide crucialmente la fortaleza moral y vital del médico, enfrentado a una de las tareas humanas más difíciles que cabe imaginar; aquí valen tanto la experiencia como el

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tino, la penetración psicológica, y ante todo, ese imponderable misterioso que es el instinto de misericordia entre los seres humanos. Contra lo que se designa como encarnizamiento informativo, hay una verdad escalonada, soportable, y es competencia del médico saber administrarla. Como lo señala Hufeland (ca. 1800), anunciar la muerte significa dar la muerte, y esto no puede, no debe ser nunca el oficio de aquel que está allí sólo para propagar la vida. Muchas veces la intemperancia de los dichos médicos tiene que ver con la omnipotencia que, inconscientemente, asumen quienes están encargados de cuidar antes que de intimidar o amedrentar. En las palabras de Francisco Maglio: “es interesante el modo en que los médicos nos referimos a las maniobras por realizar ante un paro cardio-respiratorio: así, por ejemplo, resucitación: un tanto omnipotente ¿no? O bien reanimación: peor todavía, ya no se refiere al cuerpo sino al alma”. En el otro extremo del arco expresivo, el del cinismo médico, encontramos referencias como la del famoso novelista De Lillo: “En una de mis primeras novelas hay una referencia a pacientes de hospitales británicos que están asignados a camas marcadas NTBR (no resuscitar). Cuando me enteré de eso, a principio de los años setenta, me pareció una fantasía sacada del paisaje desolado de una novela futurista. Ahora la eutanasia es algo muy común”.


El privilegio terapéutico establece que el médico tratante es quien debe determinar si cierta información puede causar daño a su paciente, y omitirla en un acto de prudencia: la información debe ponerse en ese caso en manos de un pariente cercano o representante legal del enfermo (Quarleri, 2006: 29-33). Pero aquí se plantea, sin duda, un muy delicado problema de respeto a las intenciones, motivaciones y eventuales propósitos del paciente con respecto a su propia vida. Esquilo, en su Prometeo, dice: “Es dulce para los enfermos saber claramente lo que todavía han de sufrir”. Y Laín Entralgo comenta: “El dolor del enfermo puede llegar a ser ‘dulce’ –dentro, claro está, de la dulzura que el dolor permite– si llega a ser ‘sabido’, si el doliente logra ‘situarlo’ en su propia vida mediante las palabras de quien entiende su dolor y su enfermedad mejor que él”. Una punzante descripción del desamparo en que puede verse sumido un enfermo terminal en su trayecto final nos la proporciona León Tolstoi en su magistral y memorable relato, La muerte de Iván Illich. En él, un bir ni aceptar la gravedad de lo que le acontece a Iván Illich, gira en torno a él ignorándolo, porque no puede asumir la realidad ni acompañar en su trágica verdad a quien la sufre. En un excelente estudio sobre este relato, José A. Mainetti lo considera con sobrada razón modelo contemporáneo de la muerte y de su medicalización. La primera etapa consiste en la enfermedad utilizada como enmascaramiento de la muerte, es decir, negando la proximidad del fin y adjudicando un mero carácter transitorio a las graves dolencias del enfermo, a quien se le exige un estricto cumplimiento de sus deberes de paciente. El mandato parecería cristalizarse en la instrucción “al mal tiempo buena cara”, con el cual se pretende no perturbar en lo más mínimo el curso rutinario de los acontecimientos cotidianos, regla fundamental e imperiosa del ordenado buen vivir. Es esta una expresión rotunda de la represión social existente. Iván Illich no es considerado un moribundo, sino tan solo un enfermo, y así se infiltra insidiosamente, permeándolo todo, una sensación de mentira que “rebaja el acto formidable y solemne de la muerte al nivel de la vida social”. Los distintos pasos que atraviesa Iván Illich en su trayecto hacia la muerte coinciden, según los describe Mainetti, con los preconizados por

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grupo familiar y social convencional, burgués y frívolo, incapaz de perci-

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Elizabeth Kübler-Ross en su clásico libro On death and dying: choque, negación, cólera, regateo, depresión, aceptación y decatexis (cuando el enfermo, en la agonía, deja de investir sus afectos en objetos o sujetos sensibles). La entrevista médica constituye para el paciente seriamente enfermo un rito de pasaje, y se advierte un giro copernicano en él en cuanto a la percepción de su propia existencia. Comienza la serie de negaciones, alentada por la actitud de la familia, que se desentiende de la gravedad del momento y transmite una falsa seguridad al enfermo. La cólera se enarbola luego inevitablemente (“¿por qué a mí?”) y se expresa en una desmesurada irritabilidad ante la imposibilidad de asumir un lugar habitual en la vida de los otros. El regateo consiste en proyectos utópicos y autopromesas irracionales: “Cuando me recupere arreglaré mi biblioteca”, “Viajaremos por fin a Copenhague” y otros tantos engaños con que se dilata el enfrenta-

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miento con los plazos irreversibles. La depresión se establece después, cuando se percibe el abandono por parte de los seres queridos, que se sustraen sutilmente a la difícil tarea del acompañamiento en momentos tan cruciales. Pero sobreviene entonces la aceptación, “una etapa de progresión hacia otro modo de existencia”: muchos enfermos experimentan en ese momento una gran curiosidad al respecto de la muerte, una percepción nueva y hasta entonces desconocida. Aparece entonces Guérassine, un sirviente simple y vital, “el único que muestra franqueza y respeto por el acto personal y solemne que realiza Iván Illich”. Este comienza a realizar un examen de conciencia de su vida, que se le antoja un fracaso ya irremediable. En la última etapa la comunicación cesa, pero no una cierta esperanza. Kübler-Ross afirma categóricamente: “Un médico que dijera a su enfermo que no hay más esperanza no sólo cometería un error psicológico grave, sino que enunciaría al mismo tiempo una contraverdad médica. Un momento llega, en la vida de un enfermo, en que los dolores cesan, en que el enfermo cae en un estado de conciencia lejana, en que todo cuanto le rodea se vuelve vago”. Y añade hermosamente Mainetti: “Para los que asisten al moribundo, es el momento sin palabras, el más incómodo, pero en el que se puede prestar una presencia imponderable a la paz y a la calma del moribundo”.


El final de Iván Illich así lo atestigua. Después de sufrimientos incontables, entre los cuales el mayor es el sentido de fracaso de su vida: de pronto, una fuerza brusca lo empujó dándole un golpe en el pecho y en el costado y le obstruyó la respiración: cayó en un pozo y se quedó estacionado, mientras allí, en el fondo, brillaba un punto luminoso. Cuando Iván Illich vio la luz descubrió que su vida había estado equivocada, pero que sin embargo aún podía corregirla [...] en ese momento sintió que le besaban la mano y que alguien rompía a llorar. Era su hijo que había entrado en el cuarto a escondidas de todos [...]. “Sí, yo los hago sufrir –pensó– les causo lástima, pero estarán mejor cuando me muera [...]”. Y bruscamente sintió con claridad que lo que lo atormentaba y oprimía se disipaba [...]. Él buscó su terror habitual y ya no lo encontró más. “¿Dónde está ella? ¿Qué muerte?”. Él no tenía más miedo, porque tampoco la muerte estaba ahí [...]. En lugar de la muerte veía la luz, “he aquí pues lo que la significación de ese instante no cambió más [...]. “¡Terminada la muerte! –se dijo–. ¡Ella no existe más!”. Pero luego de morir, dice Tolstoi en un párrafo impresionante, “el rostro de Iván Illich se había vuelto más hermoso y sobre todo más significativo. Además, expresaba todavía un reproche o una advertencia en dirección a los vivientes”. Como afirma Mainetti, la muerte es un cuento que no pueden contarnos y como acto propio es una creación más, si bien la última, de la vida de cada uno. El relato de Tolstoi pone en evidencia que la medicalización de la muerte (Conrad, 1992) no es una función de la medicina, sino más bien un requisito funcional del sistema para concretar claros objetivos de control social a través de estrategias de normatividad, disciplinamiento y estigmatización. Quisiera cerrar estas líneas con una penosa memoria que dejó una huella imborrable en mi existencia. Corrían los años setenta y yo me encontraba a la vera de una camilla del Mass General Hospital de Boston, un gigante edilicio que pasa por ser una de las mejores instituciones

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es ella, ¡qué alegría!”. Todo esto para él se produjo en un instante, y

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médicas de todo Estados Unidos. Agonizaba allí un chileno de veinticuatro años, amigo mío, uno de los hombres más talentosos que me ha tocado conocer. Incapaz de resistir la atmósfera irrespirable del ambiente académico contra la que se había debatido inútilmente –estábamos, además en plena guerra de Vietnam– se había suicidado, y yacía allí con el cráneo destrozado. Me recuerdo en ese momento a su lado, como una columna de lágrimas. De pronto, pasó una enfermera y me dijo: “Take it easy”, en un intento de silenciar mi llanto. No puedo explicar aquí la mezcla explosiva de indignación e impotencia que esas torpes y estúpidas palabras me produjeron. Simbolizaban para mí la necesidad de law and order por encima de toda experiencia vivida, el sello del puritanismo más ciego y violento sobre una muerte prematura, deplorable e innecesaria, la soberbia y la ignorancia anglosajona más crasa expuesta a un paradigma cultural ajeno totalmente a sus límites ideológicos y afectivos. La prohibición de llorar en

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un lugar en donde tanto ocurre que da lugar naturalmente al llanto, muestra a qué extremos de incomprensión puede llegar una actitud en vano aséptica en un ámbito pretendidamente hospitalario, consagrado a progresos científicos superiores en materia de medicina. Naturalmente, como en tantas otras instancias, este tipo de mentalidad alienada y alienante da lugar, en los mismos Estados Unidos, a una reacción poderosísima, que afirma una sensibilidad diametralmente opuesta. Es en Estados Unidos donde se crea, por fortuna, la International Association for the Study of Pain, en 1973 –precisamente, el año en que transcurre mi relato–, con notables logros en todo el mundo. El ejemplo anterior quiere ilustrar, ante todo, la cruel paradoja de una tecnología de punta acoplada a una total cerrazón con respecto a valores humanos universales. El derecho al llanto ante la muerte es inalienable, y ningún nivel de progreso científico puede anularlo. Una tecnología médica, cuya soberbia es tal que ignora el espacio necesario de las lágrimas, se vuelve contra sí misma al perder de vista el horizonte humano a cuyo servicio está obligada a consagrarse.


Poesía terminal Una prueba más de la relevancia de lo que se dice en los momentos críticos en que el médico anuncia a su paciente un plazo irreversible, es este escalofriante poema de Raymond Carver (1939-1988), gran poeta estadounidense desaparecido prematuramente, que transmite sin rodeos la verdad de ese impacto que deja expuesta tanto la vulnerabilidad del médico como la del que va a morir, con un candor irrefutable. 5

Lo que me dijo el doctor

Él dijo esto no es del todo bueno él dijo en realidad es malo muy malo él dijo conté treinta y dos en un solo pulmón y dejé de contar yo le comenté que me alegraba porque no me hubiera gustado saber él dijo –qué dijo no sé– y preguntó si yo era creyente si me arrodillaba en las grutas del bosque frente a la pequeña cascada de aguas cristalinas con el viento y la niebla soplando en mi rostro si me detenía a pensar y pedir comprensión en esos momentos difíciles yo le contesté que no pero que pensaba comenzar ese mismo día él dijo estoy verdaderamente apenado él dijo desearía tener buenas noticias para vos yo dije amén él dijo algunas palabras en voz baja yo no comprendí lo que decía y no sabiendo qué hacer y deseando que no repitiera sus palabras porque temía no poder digerirlas sólo lo miré 5 Traducción de Esteban Moore

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de uno solo alojado ahí

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por un larguísimo minuto y él me miró y fue cuando me levanté repentinamente y le di un apretón de manos a este hombre que me había dado algo que nadie me dio antes en esta Tierra yo creo que incluso le agradecí siendo tan poderosa la fuerza de la costumbre.

Palabra médica Este libro no hubiera surgido si no existiese una conciencia ya preparada para la aparición de ideas actualizadas sobre la palabra como condición sine qua non de una renovación de la terapéutica. Ciertos textos que circulan en el ámbito médico lo muestran con claridad. El que presentamos a continuación, de Daniel Flichtentrei, nos parece un

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modelo de novedad y originalidad por parte de un autor que enfrenta sin rodeos uno de los problemas centrales de la situación médico-paciente, y que se expresa de forma tan llana como concisa y contundente, apartándose de toda jerga académica. El cuerpo es la primera palabra con que nos expresamos hacia nuestros semejantes, y a la escucha del cuerpo se dedican los médicos conscientes de su responsabilidad; pero también hay una escucha obligatoria de la vida del paciente, una vida reflejada en un núcleo de creencias tan central y vulnerable como el cuerpo mismo. De esto se trata en las líneas que siguen.


Usted es un placebo Acerca de los misteriosos efectos que producen las personas por Daniel Flichtentrei Es médico quien sabe de lo invisible, de lo que no tiene nombre ni materia y, sin embargo, tiene su acción. Paracelso

Soy médico y me ha ocurrido –cientos de veces– que mientras asisto a una persona internada, sus familiares y amigos atan cintas rojas a las patas de la cama, pegan estampitas de santos en su cabecera, arman altares en la mesita de luz, dejan pequeñas botellas con líquidos bendecidos o ramitas de alguna planta silvestre debajo de la almohada. Rezan, cantan, oran, bailan. He atendido a gitanos mientras la comunidad entera acampaba a las puertas del hospital en una vigilia vían de allí. He aprendido el lenguaje de los presos y la jerga de las prostitutas. He visto a un detenido sobornar a un policía para que le llevara una imagen de Gilda y al miserable aceptar el arrugado billete de diez pesos que escondía dentro de la media para hacerlo. Me he hecho el distraído mientras una madre le tiraba el cuerito y rodeaba con una cinta amarilla el abdomen de su hijo minutos antes de entrar al quirófano con los intestinos perforados. He ingresado a la habitación de un paciente con la lentitud suficiente como para que su esposa ocultara en una caja los gorgojos que colocaba sobre su espalda cuando yo no la veía. He permitido el ingreso a la sala de internados a sacerdotes, curanderos, chamanes, un pai umbanda que danzó toda una noche alrededor de un moribundo, y no sé cuántas cosas más. He compartido pacientes con el Gauchito Gil (muchos), con la Virgen Desatanudos, San La Muerte, Pancho Sierra, el padre Mario, la Madre María y otros tantos colegas. Formamos un buen equipo y, entre todos, hacemos lo que podemos. A mí siempre me resulta incomprensible que las personas vengan al hospital al sentirse enfermas pero al mismo tiempo confíen en que

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de multitudes y, hasta que el paciente no era dado de alta, no se mo-

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algunas de estas otras estrategias contribuyan a sanarlos. Si es así, ¿por qué no se internaban en sus templos? Hace algunos años una señora correntina a quien le pregunté esto me dijo: “No se enoje, pero lo que pasa, doctorcito, es que estamos enfermos de más cosas de las que ustedes pueden curarnos y confiamos en la medicina menos de lo que ustedes pueden tolerar”. Se llamaba Herminia y murió a los pocos días. Aún hoy pienso en ella a menudo, pero ya no me hago más esa estúpida pregunta. Ningún médico se sorprendería si se le dice que produce efectos en las personas mediante el uso de “remedios”. Pero es posible que más de uno se inquiete si le decimos que él mismo es un “remedio”. El acto médico emplea una enorme diversidad de recursos, entre ellos, la figura de quien lo ejerce. La presencia, la palabra, la actitud y una misteriosa multitud de recursos que operan en el encuentro entre médico y en-

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fermo ejercen su efecto terapéutico sobre la persona que padece. La consulta médica se desarrolla en un escenario ritual y con una larga tradición cultural. Los enfermos le hablan a la persona que tienen frente a ellos, pero responden al arquetipo profesional con el que socialmente se encuentra investido. Saberlo o ignorarlo puede ser parte del problema o de la solución. La palabra placebo se usaba en la Edad Media para designar los lamentos que proferían las plañideras profesionales en ocasión del funeral de alguna persona. Puede gustarle o no, pero es indudable que complacer consuela y que el llanto compartido atenúa el dolor. Y no es tan extraño finalmente, ya que el dolor más grande que la muerte produce es quedarnos más solos que antes. El efecto placebo suele ser interpretado como “ausencia de efecto”. Si lo único que está ausente es el principio activo, esto de ninguna manera implica que no se produzcan efectos. Las vías a través de las cuales es posible inducir modificaciones sobre otras personas no se limitan a los agentes farmacológicos tales como los conocemos. Ya nadie ignora que el énfasis que un médico pone en el momento de realizar una prescripción incide en la magnitud de los resultados clínicos que produce. La práctica médica no constituye una situación experimen tal sino una interacción social dotada de múltiples dimensiones. Es en el ámbito de la


investigación donde deben realizarse los mayores esfuerzos por aislar toda situación que pueda interferir con la acción pura del agente utilizado. En el consultorio, ni el paciente ni el médico están “ciegos”. Ambos conocen las herramientas que emplean y saben que una parte considerable de lo que ocurrirá con el tratamiento que hayan decidido utilizar dependerá del tipo de relación que entre ellos sean capaces de establecer. Sólo una definición pobre y restrictiva de la enfermedad podría hacer recaer exclusivamente sobre las variables biológicas mensurables toda la potencia de la intervención médica. Desde el momento en que cualquier enfermedad implica un padecimiento subjetivo y una repercusión social, y no sólo una alteración de la homeostasis, influir sobre aquellas dimensiones forma parte de la cura o el alivio. Todos lo sabemos, aunque no lo sepamos. Y lo sabemos porque, aunque no podamos ponerlo en palabras, incluso cuando no tomamos conciencia de ello, lo aplicamos en cada momento de la tarea asistencial cotidiana. Forma intuitiva con frecuencia desvalorizada. Usted actúa como placebo produciendo efectos terapéuticos que no conviene olvidar. Usted lo hace tanto cuando emplea productos activos como cuando indica sustancias inertes. Usted es un agente de la cura y del cuidado. Pero, por los mismos motivos, también puede ser un agente de enfermedad, de sufrimiento, un verdadero obstáculo para la terpéutica. Usted crea expectativas sobre aquello que ha prescripto. Pero estas pueden ser positivas o negativas. Y ya se sabe, en ocasiones la palabra es –para bien o para mal– una profecía autocumplida. Una mano que se estrecha con firmeza y que trasmite decisión y afecto. Una mirada que se dirige a los ojos y no a los papeles o a las pantallas. El silencio respetuoso e interesado de la escucha atenta. En fin, una persona que hace saber al otro que lo que a él le ocurre es importante y de interés, hacen de usted un placebo. ¡Un extraordinario placebo! Es muy curioso el escaso tiempo que se dedica a desarrollar estas habilidades en la formación del médico. Nadie puede sorprenderse entonces de que el malentendido se instale entre los más jóvenes y que

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parte del “arte” del ejercicio de la medicina y es muchas veces habilidad

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se desvalorice aquello que no han podido aprender y desconocen. Es frecuente que cuando alguien los consulta acerca del tema, rápidamente aparezca la adjetivación despectiva y la turbia denominación de “charlatanería”. Precisamente lo que un charlatán hace es emplear la palabra como instrumento y tener plena conciencia del fabuloso efecto que con ella es capaz de producir. Él conoce lo que nosotros ignoramos y valora lo que a menudo despreciamos. Siempre que se respete un marco de dignidad y no se vulneren la dignidad ni los derechos del otro, lo que legitima un procedimiento son sus resultados y no sus metodologías. Se trata de sumar y no de excluir. De articular más que de separar. De contemplar la perspectiva del otro y no de subordinarla a la nuestra o de “tolerarla” como un arrogante gesto de civilización. Hace varias décadas, el antropólogo francés Claude

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Lévi-Strauss –en su libro Antropología estructural– describió entre los indios cuna de Panamá el trabajo de los chamanes de la tribu. Llamó al efecto que ellos producían “eficacia simbólica”. Hace apenas algunos años, diversos experimentos muy rigurosos publicados por la revista Science aportaron evidencias acerca de que el empleo de placebos como analgésicos no sólo atenuaban el dolor, sino que lo hacían a través de los mismos mecanismos humorales y las vías neurológicas que muchos fármacos. En un metaanálisis realizado sobre veintiún grandes estudios publicados por Scott H. Simpson en el British Medical Journal acerca de los efectos de la adherencia a los tratamientos, se constata que el cumplimiento de la prescripción disminuye la mortalidad global. Lo curioso para los autores es que la adherencia de los pacientes asignados a los grupos placebo en cada ensayo también disminuye la mortalidad. Los investigadores proponen que esto podría indicar que los adherentes constituyen un subgrupo de individuos con comportamientos más saludables que los “no adherentes”. Es posible que sea verdad. Pero ¿por qué no pensar que el contacto con el equipo de salud ejerce sus propios efectos intrínsecos, incluso cuando lo que se prescribe es un principio farmacológicamente inadecuado? En términos de plausibilidad, ambas hipótesis son posibles. Por otro lado no


hay pruebas contundentes para ninguna de ellas, sencillamente porque nadie se ha propuesto realizarlas. De todos modos no hay ninguna necesidad de que ambas no puedan resultar verdaderas al mismo tiempo y no ser excluyentes. ¿Usted qué opina? Toda autorrepresentación es incompleta. Es un dibujo acerca de nosotros mismos en el que el dibujante permanece afuera mientras lo hace. Esta paradoja de la autorreferencia permite que cuando uno se contempla a sí mismo deja de ser uno para convertirse en otro. A fuerza de no incluirnos en lo representado terminamos por creer que eso nos es ajeno e independiente. Que los fármacos, por ejemplo, producen un efecto con independencia de lo que el encuentro entre médico y paciente facilita o impide. Todos dibujamos mapas que luego seguimos. El riesgo es olvidarlo y llamar a esos mapas –de los que somos autores– “realidad”, olvidándonos de que fueron trazados por nuestra propia mano.

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Conclusiรณn



Conclusión

De algún modo este artículo reanuda y resume muchos de los temas y actitudes con respecto al lenguaje y su indispensable relevancia en la relación médico-paciente que hemos subrayado a lo largo de este libro. Hay en primer lugar un directo y espontáneo zambullirse en la experiencia diaria y existencial de la vida del médico: una serie de circunstancias que atestiguan la policromía de la realidad cultural ecuménica en que estamos inevitablemente inmersos. El tema del placebo se coloca en primer lugar en su luz etimológica, que proporciona una interpretación acertada del efecto curativo del acompañamiento en el dolor. La escucha respetuosa y atenta de esa otra orilla que representa el habla del paciente venido de distintas costumbres y certezas se manifiesta en la cita de la muy sapiencial y memorable anciana correntina. Una lección de relativismo cultural que va insospechablemente lejos en sus implicaciones sociológicas e ideológicas. Y lo que importa aquí es la actitud del médico, que recibe la lección de su paciente y la transmite sin recortes. Aquí se despliega la philía amistosa de la que habla Laín Entralgo, la imaginación identificatoria que promueve Berger, el sentido de la docta ignorancia que sugiere Castellanos, y la milenaria intuición, recogida en el platonismo y en los evangelios, de que la persona del médico y su palabra son la primera medicina. Hay una muy acertada definición de la enfermedad, más allá de las variables biológicas mensurables, como padecimiento subjetivo que implica una repercusión social; y la medicina se presenta como un arte donde la intuición y el gesto son tan valiosos e imprescindibles como los remedios. Y existe también una actitud de


honesto realismo cuando se describe el momento actual como un quiebre en la enseñanza de estas verdades, por “el escaso tiempo que se dedica a desarrollar estas habilidades en la formación del médico”. De allí provienen malentendidos y prejuicios discriminatorios que perjudican tanto los intereses del paciente como los del médico. No se trata de una fácil demagogia emocional: los efectos muy reales de las acciones simbólicas se explicitan con ejemplos antropológicos provenientes de Lévi-Strauss y los resultados de los sorprendentes experimentos publicados en la revista Science. Y este audaz aventurarse en el mundo de los símbolos benéficos impulsa al autor a postular ciertas posiciones que muchos encontrarán polémicas y provocativas: “Siempre que se respete un marco de dignidad y no se vulneren la dignidad ni los derechos del otro, lo que legitima un procedimiento son sus resultados y no sus metodologías.

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Se trata de sumar y no de excluir. De articular más que de separar. De contemplar la perspectiva del otro y no de subordinarla a la nuestra o de ‘tolerarla’ como un arrogante gesto de civilización”. Algunos pensarán que legitimar un procedimiento por sus resultados y no por sus métodos, en el plano científico, recuerda el maquiavelismo del fin que justifica los medios. Y aquí se abre una discusión apasionante, del punto de vista epistemológico, filosófico y ético. No es este, sin embargo, el espacio apropiado para proseguirla, pero nos parece sumamente auspicioso el hecho de que estas cuestiones cruciales se planteen de forma frontal. Su emergencia es también el sello de una personalidad dada a abrirse a los misterios del lenguaje y al verdadero diálogo con lo Otro del otro. Por algo la cita de Paracelso, médico eximio y pionero en el ejercicio del reconocimiento de lo diferente (recordemos que decía haber adquirido la mayor parte de sus conocimientos de las llamadas brujas y su herboristería medieval). Ejercicio de humildad y sabiduría, este texto no puede proceder sino de alguien en profunda conexión con las virtudes iluminantes y fecundantes del lenguaje. Al terminar este libro, deseamos haber promovido eficazmente, en la medida de nuestras fuerzas, la conciencia de este poder, que está al alcance de todos los seres de buena voluntad.


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Virus significa en latín, a la vez, esperma y veneno; embarazada es la que no lleva cinto; hospital y hostilidad tienen orígenes comunes; el vocabulario de la Iglesia y del Ejército se entremezcla con el de la medicina. En la sintaxis de la enfermedad (¿en qué se asemeja contraer una enfermedad a contraer un matrimonio o una deuda?), en el léxico de la compasión, en los poemas que provocan las enfermedades

COLECCIÓN LECTURAS CRÍTICAS

terminales, las palabras van dibujando el camino de la conciencia enfrentada con el dolor en busca de esa totalidad que es la salud, en un tiempo relacionada con la salvación. Liberar el lenguaje de un sistema que traba la comunicación plena de médicos y enfermos sólo es posible si acrecentamos nuestra confianza y lucidez con respecto a los poderes terapéuticos de la palabra misma.

A la escucha del cuerpo

Puentes entre la salud y las palabras

La autora explora las proyecciones inesperadas de las palabras en el reino de la salud y la enfermedad, tratando de recobrar sus raíces, su historia, y las connotaciones sociales y emotivas que irradian. Etimologías, eufemismos, ambivalencias y transformaciones semánticas construyen un camino donde aparecen, entre otros, Rilke, Sontag, Foucault y Tolstoi, acompañando la pregunta sobre el lenguaje del sufrimiento y la cura.

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A la escucha del cuerpo Ivonne Bordelois

Contenido 1. Al lector 2. Al rescate de la palabra en el mundo médico 3. La enfermedad 4. Los enigmas de la salud 5. Conclusión

COLECCIÓN LECTURAS CRÍTICAS

Ivonne Bordelois Poeta y ensayista. Se doctoró en lingüística en el Instituto Tecnológico de Massachusetts con Noam Chomsky y ocupó una cátedra en la Universidad de Utrecht (Holanda). Recibió la beca Guggenheim en 1983. Autora prolífica, ganó en 2005 el Premio Nación-Sudamericana con su ensayo El país que nos habla.


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