Editorial 13

La experiencia es, sobre todo, movimiento. Básicamente reflexivo, es siempre una ida (salir de unx mismx: ex) y vuelta (el regreso al sí mismo).

Acerca de la experiencia y lo que aprendimos

 

Transcurrido ya más de un año de vida en pandemia, nada es como era. Si bien estamos transitando una segunda ola intensa y difícil, esta vez hay en el horizonte una esperanza: en algún tiempo estaremos alcanzando algún nivel de inmunidad colectiva -por la vacuna, por la cantidad de personas ya con defensas producto de haber atravesado la enfermedad- que nos permita empezar a pensar en el regreso al afuera de la casa; a esa vida que estuvo tanto tiempo suspendida.

¿Qué hemos aprendido? Quiero rescatar especialmente en este editorial una palabra conocida pero que intentaré refrescar: experiencia. Y lo quiero hacer pensándola como clave para todo proceso de aprendizaje; particularmente intenso como el que todxs tuvimos que hacer en estos largos 15 meses.

La experiencia es, sobre todo, movimiento. Básicamente reflexivo, es siempre una ida (salir de unx mismx: ex) y vuelta (el regreso al sí mismo). Y también, reconocer que algo sucedió en ese tránsito. La experiencia deja en la subjetividad una marca, un efecto, un afecto. Y es por eso que habitualmente se la vincula con la educación como transformación.   

Escribir sobre la experiencia, si nos toca profundamente, si nos ha hecho mella, tiene algo de inasible, de impronunciable; cualquier intento de contarla va acompañado de un sentimiento íntimo de incompletud, de incapacidad para expresar todos sus matices, los efectos personales con los que fue vivida. Esta dificultad es lo mismo que vuelve valiosa la experiencia propia, de la misma forma que hace valioso al lenguaje es su dimensión impronunciable. La experiencia no es lo que agota el sentido, no es aquello que se vuelve ley, sino que es aquello que trabaja en el interior de la fragilidad humana. Pero es también la posibilidad de decir algo. Necesitamos encontrar las palabras, los pensamientos, relatos, diversas formas de textualidad para abrirnos realmente a la posibilidad de la experiencia, para hacernos sensibles a ella. Doble paradoja, entonces, porque en un mundo saturado de palabras éstas suenan muchas veces huecas a la hora de bucear en el lenguaje para darle sentido a la experiencia vivida. Necesitamos del silencio, de ese detenernos para agudizar la escucha.

En este tiempo estamos en la búsqueda de nuevas palabras con sentido que nos permitan conectarnos de nuevo con nuestra capacidad de vincularnos de otra manera con el mundo, con lxs otrxs, con nosotrxs mismxs.

En este tiempo de recapitulación, de recoger experiencias y de intentar nombrarlas con palaras potentes quizás debamos despojarnos de teorías ya usadas, de presupuestos, de explicaciones remanidas, de lenguajes-coraza, necesitamos palabras que nos ayuden a deshacer esos parapetos, para que lo vivido pueda ser escuchado de otro modo, más atento a lo que hay, más abiertos a dejarnos resonar. Para que la experiencia de las relaciones, de la vida con lxs otrxs, de los tiempos de incertidumbre y temor, nos llegue no desde categorías ya anquilosadas sino desde nuestra disposición a irlas deshaciendo.

Ese será entonces el mejor aprendizaje que nos haya dejado este tiempo. Animémonos a pensar en lo vivido y a buscarle su sentido.

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